miércoles, 29 de abril de 2009

Perturbaciones


Ahora mismito. Queridos curiosos: precisamente a la hora en que cuelgo este post se estará presentando en el Hotel Kafka de Madrid Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual, publicada por la flamante Salto de Página, una de esas editoriales nobles y abnegadas que aún siguen conservando la confianza en formas de literatura inferiores a las doscientas páginas, y que cuenta en su haber con un catálogo, aunque breve, debido a su escaso tiempo de andadura, nada desdeñable: os invito a visitar su web. Desde esta misma semana, Perturbaciones anda por las librerías, motivo que no debéis desaprovechar para haceros con una pequeña muestra de lo mejor que en estos tiempos puede ofrecer la literatura fantástica por nuestros lares. Afortunadamente, no todo es realismo; ni siquiera sabemos si todo es real.


En buena compañía. Por supuesto, uno de los motivos de mi recomendación es que vuestro atento servidor, este Testigo Ocular, forma parte de la flamante antología arropado por nombres de innegable talento entre cuyas filas le encanta verse confundido. No todos los días uno aparece en medio de un pelotón formado por Elia Barceló, Fernando Iwasaki, Ángel Olgoso, Pilar Pedraza o el estratosférico Félix J. Palma, por no hablar de nuestro reciente académico José María Merino. El cóctel augura horas de pasión y desenfreno a los lectores de buen apetito: esas horas sin precio que transcurren en el sillón de orejas o al borde de la almohada, mientras el despertador anuncia que la madrugada empieza a espesarse pero no podemos, no nos está permitido apagar la luz de la mesilla. Y, de hacerlo, la oscuridad del otro lado de la cama se nos llenará de rostros, sombras y cuerpos que giran en un torbellino, como atrapados en las visiones de la fiebre. La fantasía responde al mismo principio físico de la palanca de Arquímedes: dadle un punto de apoyo y moverá el mundo.


Pasen y vean. La antología es responsabilidad, prólogo incluido, de Juan Jacinto Muñoz Rengel, causante también él, según os revelará su página, de artificios literarios de minuciosa relojería. Como un presentador de circo atento a los espectáculos que se desarrollan en cada pista, Juan Jacinto nos desgrana a la entrada qué podrá presenciar el lector bajo esta enorme carpa:



En el interior de este volumen hay anomalías y perturbaciones para todos los gustos. Prueben a abrirlo. Lean sobre la muerte y la vida después de la muerte, la inmortalidad, el paraíso, el limbo, el infierno, los resucitados, y los espectros. Lean sobre Dios y el Diablo, el origen y el fin. Lean acerca de mundos paralelos, de bucles temporales, de la predeterminación encerrada en los espejos, o de las necrológicas inversas que publican algunos periódicos. Lean en torno al doble, a la identidad y a las conexiones invisibles; sobre las interacciones entre realidad y ficción, metaficción y metaliteratura. O incluso sobre la absoluta desaparición de la ficción en los libros. Indaguen sobre los sueños y las pesadillas. Sobre las transformaciones imposibles de sujetos, objetos y animales. Lean acerca de la presciencia, la telepatía, la telequinesia, y todas las perturbaciones de la personalidad, la memoria o la percepción.


A la librería. Echadle un vistazo y me contáis. Hay perturbaciones más agradables, o reveladoras, que las que nos hacen sudar en los asientos de Iberia.

martes, 21 de abril de 2009

Qué fuerte, Tom


Alegría. Lo que alegra mis días (o mis noches) en los breves intersticios en que me lo permite la hiperactividad de mi hijo de once meses o mi viaje diario a aquel lugar allende las montañas en que se encuentra mi puesto de trabajo es un tiarrón de casi dos metros con camiseta ceñida y una vaga semejanza con Christopher Reeve, el primer Superman, pero con un ribete de canas aclarándole el espacio entre las sienes. Así al menos lo dibuja Chris Sprouse, responsable de la mitad visual de uno de los cómics más despampanantes, divertidos y adictivos que he recorrido en los últimos tiempos. De la parte no visual se encarga un viejo conocido de todos vosotros, amigos lectores: me refiero al ínclito Alan Moore, cuyas proezas claman ahora a los cuatro vientos librerías, tiendas de merchandising y revistas de cine, gracias a las arcas que tan generosamente está llenando la versión fílmica de Watchmen, que, no, todavía no he visto. El nuevo producto de que os hablo y el rinconcito de felicidad impresa de mis últimas semanas tienen un nombre de contundencia inigualable: Tom Strong.


Con sabor a nocilla. Todos sabemos ya que Moore es un erudito en esto del arte del cómic. Comprende de sobra que el tebeo es un formato popular y que la mayoría de sus lectores no son gente versada en zarandajas literarias ni siempre dotada de ese barniz de alta cultura que desearíamos para nuestros amigos, pero no por ello renuncia a sus vastos conocimientos de Cambridge scholar: por eso se permite trufar The league of the extraordinary gentlemen de referencias cruzadas a toda la gran literatura de escapismo decimonónica (Poe, Stoker, Verne, Wells) o bautizar a una de sus criaturas más inquietantes y perfectas con el nombre de un psicólogo de solera (esos dibujitos simétricos en forma de mancha de petróleo donde ciertos desquiciados ven aves, hachas o bosques se llaman Test de Rorschach). Sin embargo, en Tom Strong ha renunciado a toda vena de cultura académica para ofrecer pura diversión: imaginación a borbotones inspirada por las revistas pulp de los años cincuenta, héroes y villanos de manual tal y como los encontrábamos en los tebeos sobre los que mordíamos la nocilla, paisajes exóticos, mujeres que provocan asma y aventuras como para vacunarnos contra el aburrimiento el resto de nuestras vidas. Y todo entre medias sonrisas, con una ironía suavemente matizada que no llega a prorrumpir en carcajada (ningún chirrido arruina el entusiasmo del lector, os lo aseguro) y que constituye otro de los placeres del recorrido, añadido a la emoción y la simpatía por los personajes. Por no hablar de las ilustraciones, francamente conseguidas; aunque Chris Sprouse es el dibujante titular, Moore se permite rodearse de invitados que abordan los flash-backs o pequeños meandros que bordean la acción central (invitados entre los que hallamos también, albricias, a Dave Gibbons).

Figurantes y escenarios. Decidme si estos personajes no son como para enamorarse de ellos. El primero y principal, Tom Strong, cientihéroe criado hasta su decimopoco cumpleaños en una cámara de gravedad especial con el fin de robustecer sus huesos, y que gracias a una raíz especial llamada Goloka prácticamente desconoce las incomodidades del envejecimiento (tiene cien años). Su esposa Dhalua, hija del jefe de la tribu Omotu, enamorada de Tom desde que sus padres lo concibieran en una lejana isla del pacífico donde ocupaban un laboratorio en el interior de un volcán. La hija de ambos, Tesla, adolescente todavía aunque dotada de la edad técnica de un jubilado (sesenta). Pneuman (nada que ver con el ganador del premio Alfaguara), un autómata vestido de chaqué que hace las veces de mayordomo. Solomon, un gorila tratado genéticamente para desarrollar inteligencia y ascendido a sabio (con gafas y chaleco). Un elenco de supervillanos entre los que se cuentan aztecas procedentes de realidades paralelas, hembras nazis convertidas en semidiosas gracias a la cirugía y monstruos modulares, y entre los que sobresale el exquisito Paul Dorian Saveen, maestro de malhechores y enemigo jurado de Tom desde los remotos años veinte, en que se paseaba por Millennium City (escenario de todo este apasionante carnaval) con frac y antifaz al estilo del Fantasma de la Ópera. Os lo aseguro, amigos: puedo tener un día jodido en casa o el trabajo, pero al llegar la noche y abrir las pastas, Tom lo salva todo con su arrojo acostumbrado.


Seguimos adelante. La obra completa (cuatro volúmenes) se halla a disposición del curioso en el catálogo de Norma. Mi periplo se halla todavía a mitad del segundo, pero la diversión y el entusiasmo no cesan. Según leo en el blog correspondiente de la editorial, Moore y Sprouse han dado ya la serie por terminada después de esa sucesión de piruetas y volatines a la que el británico nos tiene tan habituados, pero nunca se sabe. Fijaos los extraordinary gentlemen, que si todo va bien dentro de poco regresarán con unos archivos inéditos. Aquí estaremos esperando.

miércoles, 15 de abril de 2009

A Ratzinger no le gustarían


Una de romanos. En la pasada semana de celebraciones ancestrales, justo es deplorar la paulatina desaparición de una de nuestras tradiciones más valiosas, de aquellas que definen a la Semana Santa con mucha mayor justeza que el hedor a incienso o la miel de las torrijas: las películas de romanos. Con pavor e irremediable nostalgia compruebo que los canales de televisión apenas programan togas y sandalias para la semana en curso. O que, de hacerlo, se decantan por los dispendios horteras y sin alma de las últimas superproducciones televisivas (no es un oxímoron), como la aterradora Jesús protagonizada por Jeremy Sisto, de la que me niego siquiera a hablar, o esa cosa grandilocuente y tramposa que se vendió como la resurrección del viejo cine épico, Gladiator, de Ridley Scott. Sólo la primera cadena estatal se ha atrevido tímidamente a emitir Quo vadis y Ben Hur en horario mañanero, como para no molestar a nadie, mientras el prime time de cada noche se reservaba a contenedores de basura mucho más actuales y de probado diseño. Sin ningún género de dudas, esta sí es la decadencia del imperio romano. Yo sé muy bien qué debería hacerse con los programadores televisivos: arrojarlos a los leones.


Ausencias inexplicables. En fin, la tradición que nunca falla es la de la omisión. Hoy las estrellas son Jeremy Sisto y la hemoglobina de Mel Gibson (versión de la Pasión amparada por el Opus y el emperador galáctico Ratzinger), en el pasado tuvimos el tecnicolor de Deborah Kerr, el circo, los peinados imposibles de Robert Taylor y esa música de fondo con voces blancas que parecen brotar de un disco leído al revés (haced la prueba), pero nunca, nunca, nunca dos películas cuya ausencia no comprendo en estos días de sangre y puñetazos en el pecho: a no ser que la penitencia nos obligue a dejar de lado toda muestra de decoro, originalidad o buen gusto en el tan maleado mundo de las reconstrucciones bíblicas. Supongo, avezado lector, que ya habrás imaginado cuáles son las dos cintas imposibles pero imprescindibles de nuestra Semana Santa, las que jamás presenciarás desde un canal generalista. Dos con las que sin ninguna duda Ratzinger no disfrutaría lo más mínimo: La última tentación de Cristo y, ay, amigo, Jesus Christ Superstar.


Con la cara de Defoe. En defender la primera no voy a enredarme porque no deseo extraviarme en laberintos teológicos ni apuntalar con razones que podrían resultar farragosas por qué considero que el Jesucristo de Scorsese es el más humano, tridimensional e inteligente (al menos para nuestro siglo XXI) que contiene la historia del cine americano. A una estética visual muy cuidada y detallista, según es común en el director, se añaden una interpretación, por parte de Willem Defoe y sus ojos cargados de desesperación y bravura, que deja atrás (por suerte) a los Jesús gazmoños de los colegios de monjas, y una banda sonora, entre tecno y etno, firmada por Peter Gabriel, de lo más recomendable para llevar en el coche antes de ser encadenado a tu puesto de trabajo o intentar un trance con ayuda de estupefaciente y papel arroz. Según sabéis, oh lectores, la película levantó mucho revuelo en su día por proponer la inocente posibilidad de que Jesús estuviera enamorado de María Magdalena y le gustase trajinársela de vez en cuando; tan estúpidos tapujos dejaban de lado la verdadera profundidad del relato, inspirado en la novela homónima de Nikos Kazantakis, y el dilema entre santidad y vida corriente, entre heroísmo y tedio, que constituye su auténtico telón de fondo. Creo que el estruendo mediático no vino bien a la cinta, que todavía hoy resulta más famosa, rechazada o aceptada por su ruido que por ser, como es, una reflexión valiente y lúcida a través de senderos que ya hollaron Kierkegaard o el mismísimo patriarca Abraham. Pero he dicho que, aunque la teología de bajo coste es una de mis aficiones favoritas, no voy a flagelaros con ella, ni siquiera aunque el tema que nos ocupa tenga que ver con eso mismo, látigos y espinas.


Cristo tenía greñas. En realidad, de lo que yo quería hablar es de mi película favorita, sin paliativos ni condicionales, sobre la vida de Cristo: el musical de Norman Jewison, basado en la rock opera homónima de Andrew Lloyd Weber, Jesús Christ Superstar. Sigo sin comprender por qué las obtusas mentes de los programadores la dejan de lado para alegrar los rigores de la Semana Santa española a través del televisor. Con Scorsese los reparos pueden admitirse de algún modo, por lo del revuelo que acabo de mencionar, pero no encuentro nada ofensivo ni constitutivo de mal gusto en el espléndido fresco retro-hippy de Jewison que pueda escandalizar a una monja con bigote. A una banda sonora imprescindible (¿quién puede asistir sin evangélico escalofrío a Hosanna o a Gethsemane, por no hablar del órgano hammond de What’s the buzz? o a la histeria desatada en Trial before Pilate?) se une una puesta en escena que nutriría sin desdoro las fiestas de la primavera de nuestras más alegres capitales de provincia: las pelucas afro de las bailarinas que rodean a Judas en el climático Superstar, los flecos del uniforme del propio Judas, los cueros sadomaso de Anás, Caifás y compañía, la combinación de cascos de Famóbil y metralletas de los soldados romanos, las gafas tornasoladas de Herodes, el look rasta de Simón el Zelote, son motivos de cargo para ver esta cinta una y otra vez y admirarse de que por fin alguien haya tenido la dichosa idea de abordar la historia de Cristo desde otro ángulo y aportarle algo de originalidad restándole mármol. (Pero soy injusto: acabo de recordar Godspell, otro musical hippy dirigido en 1970 por Stephen Schwartz y John-Michael Tebelak en que también se planteaba la historia de la cruz y las treinta monedas entre greñas y pantalones de campana.)


Últimas preguntas. ¿Tiene algo que ver que las dos películas que acabo de reclamar tengan como protagonista principal no a Jesús sino a Judas? ¿Desconfiarán las autoridades televisivas? ¿Será Judas Iscariote el auténtico mesías en vez del otro, como pretendían el famoso evangelio del National Geographic y aquel teólogo sueco imaginado por Borges? ¿Nos imaginamos diciendo, después de que alguien estornude, “Judas”?