domingo, 27 de diciembre de 2009

El secreto de esos ojos


El argentino, no el italiano. Todos la habían puesto por las nubes, pero desconfiaba del último producto de Campanella (el director de cine, no el filósofo) precisamente por los supuestos méritos de sus obras anteriores. El mismo amor, la misma lluvia (1999), Luna de Avellaneda (2004) y, sobre todo, El hijo de la novia (2001) despertaban entre las comadres y las personas de buenos sentimientos cascadas interminables de adulación: qué película tan bonita, qué bien están los actores, qué citas a Cortázar, qué reflejo más emotivo de ese pasado de sangre y cenizas que asoló la Argentina de los setenta... A mí lo que me pareció es que, por debajo del talento innegable de un grupo de actores (Ricardo Darín, Soledad Villamil, Eduardo Blanco) y de los hallazgos de tres o cuatro diálogos o situaciones dramáticas, Campanella se dedicaba a explotar sin pudor los peores clichés sentimentales con que cuenta el acervo cinematográfico, bastante manoseados ya, por otra parte, por cierto cine italiano (Cinema Paradiso y afines). Sin embargo, anoche, cuando me senté a ver El secreto de sus ojos, encontré un trabajo pulido, eficaz, bien hecho, convincente y sin concesiones a las glándulas más húmedas de la anatomía humana, que, sin segundas, se encuentran en torno a los globos oculares. En fin, qué carajo, que me gustó. Y mucho.


¿Y por qué? Hombre, la tendencia algo ñoña a los buenos sentimientos sigue ahí, sobre todo en la relación entre los dos personajes principales, pero ni Darín ni Villamil permiten que la cosa se les vaya de las manos, o de los diminutivos, y toda la crónica de amor imposible o postergado transcurre en un elegante tono elegíaco, casi de oda de Horacio. La combinación de dicho romance o anti-romance con la trama policíaca del primer plano resulta impecable; y conforme la película se desarrolla asistimos al que probablemente es su mayor acierto y uno de los logros más difíciles de obtener por cualquier contador de historias: soldar de modo coherente y sin que nada quede colgando la, llamémoslas así, parte cóncava y parte convexa de la historia, o vertical y horizontal, externa e interna o cuantos contrarios se os ocurran. Cosa que en conclusión se reduce a esto: que la intriga policíaca no parezca un mero adosado a las vivencias particulares de los protagonistas y que, al cabo, la resolución del enigma de una muerte sea también el hallazgo de la clave que permite al personaje central rehacer su vida o darle el rumbo adecuado. En ese sentido, El secreto de sus ojos contiene una reflexión (qué serio, qué bueno que digan esto de cualquier obra de ficción, que contiene reflexiones, como si en vez de un cuento fuera las meditaciones de Santa Teresa) sobre la violencia, la justicia, la venganza, el amor y el tiempo. Aunque bien es verdad que la película merece la pena sólo por presenciar el trabajo de sus secundarios, seguramente el verdadero punto fuerte de Campanella (aquí, el impagable Guillermo Francella, que hace de Pablo Sandoval).


Dream, dream, dream. Por lo demás, desearos a todos un felicísimo 2010 colmado de aspiraciones resueltas. O mejor, con posibilidades satisfactorias de resolverse: que sueño que se cumple es sueño que se acabó y siempre es mejor seguir soñando. Abrazos.

sábado, 19 de diciembre de 2009

El primer género literario


Mi talento secreto. Hay personas a las que les resulta sencillo hablar idiomas; a otras se les da bien el dibujo; la constitución física o psicológica de unos terceros les permite el sentido de la melodía; yo tengo facilidad para soñar. Observo que no todo el mundo sueña lo mismo, ni en cantidad ni en calidad, y que tanto en uno como en otro grado yo debo de andar por cifras de libro Guiness. Quizá el hecho de dormir con dificultad (me cuesta la propia vida cerrar los ojos, y una vez hecho me veo constantemente acosado por pies y dedos que se quedan sin circulación, espasmos repentinos, sudores, frioleras, qué sé yo) haga necesario a mi organismo recurrir a ese tipo de entretenimientos, quizá simplemente porque la textura de mi cerebro, siempre proclive a la fantasía, no puede cesar de presentar imágenes sin remedio: el caso es que sueño con enorme profusión y, aun a riesgo de caer en la autocomplacencia, creatividad.


Inútil servirse de redes o frascos. Esto me ha permitido reparar en varias cosas. Primera, lo difícil que resulta capturar un sueño; es decir, retenerlo, guardarlo en un bote, disecarlo en la memoria. Perdonadme otra vez, pero soy capaz de jurar solemnemente que he vivido sueños que sólo podría tildar de verdaderas obras maestras: he conversado con Borges, Obama y hasta el mismísimo Dios (que se parecía a Orson Welles); he visitado la Roma de los césares y el Egipto de Cleopatra; he vuelto a ver a mi abuelo, al que quería mucho, y he aprendido los misterios de la composición de parte de los mismísimos Bach o Mozart, en ciudades que se parecían a Berlín o Viena salvo por pequeños detalles de atrezzo. El problema es que, pasados apenas quince o veinte minutos del final de la función, una vez despierto, tan fantásticas visitas y diálogos acababan por esfumarse como la niebla matutina en las oquedades de mi cráneo. A veces, para preservarlos, los he anotado en esquinas de papel o páginas impares de cuadernos que finalmente acababan por perderse, con justicia poética, igual que las visiones a las que servían de recipiente. Por eso me encanta interrogar a quienes me rodean si han soñado esa noche y, de ser así, qué han visto. Quizá hayamos estado en los mismos lugares y conocido a los mismos fantasmas.


El sentido del sinsentido. Otra constatación que he realizado es que los sueños tienen sentido. Quiero decir, que pretenden decir algo, aunque eso que quieren decir, y perdón por el retruécano, sea un completo sinsentido. Los sueños poseen una estructura, un esqueleto, e hilan sucesos y personajes en un armazón, muy probablemente azaroso. Es como si nuestro subconsciente echara sobre un tapete cosas que no guardan ninguna relación entre sí (pero que nos han ocupado o preocupado durante la estación de vigilia) y luego se aplicase a buscar una ilación entre ellas, la primera que pueda surgir. Ese es el motivo de que, en la mayor parte de los casos, la historia que cuentan los sueños sea enigmática o disparatada; pero también de que, a veces, por pura chiripa, sean responsables de verdaderos descubrimientos. Más de un artista señero ha topado con un argumento irresistible en el fondo de la noche, y hasta científicos ha habido que se dejaron aconsejar por su almohada: conocidas y citadas hasta la saciedad resultan las anécdotas del Kubla Khan de Coleridge, que al parecer le fue dictado por una voz anónima mientras dormía, o de Mendeléiev, que concibió la ubicua tabla de elementos químicos sesteando sobre su pupitre. Todo lo cual me conduce a una conclusión que no es nueva pero sí seductora, o eso creo: que el sueño es el más antiguo género literario que existe; el más espontáneo, desinhibido, esencial; el más inocente; el primero.

sábado, 12 de diciembre de 2009

La víctima de los sentidos



Historia de una mutilación. La editorial Atalanta, ese delicioso capricho que se han permitido el conde de Siruela y su eginética señora, Inka Martí, acaba de subsanar una omisión muy lamentable en la historia editorial española: ha publicado, íntegra, sin cortes ni enmiendas, la populosa Historia de mi vida de Gian Giacomo Casanova. Encuentro el acontecimiento de lo más feliz, aunque muy probablemente tan egregia versión no termine por ocupar espacio en mis estanterías (hablamos de 120 euros de exquisitos márgenes y papel libre de productos químicos); y lo digo porque mi afición por la vida de Casanova, uno de los autobiógrafos más refrescantes y lúcidos que han existido y uno de los mejores retratistas del siglo en el que le tocó vivir, me llevó en su día a recolectar la mayoría de las versiones, todas lisiadas, de que disponía hasta ahora el lector en castellano. Obran en mi poder volúmenes huérfanos de la traducción de Ana María Aznar para Cupsa Editorial (Madrid, 1977), luego reeditada en la colección de quiosco de La Sonrisa Vertical en los años ochenta; y la deliciosa y revenida presentación en dos volúmenes de EDAF para su colección “El arco de Eros”, vertida en su mayoría por traductores sudamericanos (Buenos Aires, 1962). Todas ellas me hacían soñar con la monumental edición de Brockhaus-Plon de 1960-62, o con la de Livre de Poche que en cuatro tomos recogía la integral de los textos biográficos del autor; pero ante las imposibilidades financieras me conformé con el modesto aperitivo que ofrece Gallimard en Folio Classique (Préface de Jean-Michel Gardair, antología anotada, con estudio y bibliografía, París, 1986). Los legos han de saber que esta versión francesa es la original, porque Casanova escribió sus memorias en el idioma de Voltaire (a quien admiraba y denostaba a mitades iguales) y no en el vulgar dialecto de los labriegos de su tierra: el francés era la lingua franca del XVIII, seguiría siéndolo durante el XIX y constituiría patrimonio de persona culta hasta el bárbaro siglo XX y el Plan Marshall. Para convenceros: las largas conversaciones francófonas de Guerra y paz y La Montaña Mágica.


Pero, ¿de veras merece la pena acercarse a Casanova? De todo punto, sí. La posteridad, con ayuda de algunos libertinos mal orientados, de Federico Fellini y Donald Sutherland, nos ha hecho creer que este señor era un calavera cuya única y exclusiva ocupación consistía en evaluar la geometría de la vulva femenina y de elaborar un censo de sus variantes: lo cual es cierto, pero como todo lo cierto sólo en parte. Hoy nos admiraría saber que en su época Casanova se presentaba a sí mismo como filósofo (y al menos era tan filósofo como el otro calavera de Fernay), y que es autor de novelas eruditas, ensayos y disquisiciones sobre temas varios, siempre escritos en lengua culta (latín o francés): a su pluma pertenecen títulos del jaez de la Solution du problème déliaque (Dresde, 1790), obra de matemática profunda sobre un asunto que había suscitado la atención de sir Isaac Newton, o de Icosameron, o Historia de Eduardo y de Isabel, que pasaron ochenta y un años entre los Megamicros, habitantes aborígenes del Protocosmo en el interior de nuestro orbe (Praga, 1788), fábula ésta última que polemiza sobre la noción de incesto y sus implicaciones. Pero, evidentemente, lo más sabroso de la cantera de Casanova son sus productos memorísticos; y no sólo la famosa Histoire de ma vie (cuya primera edición, póstuma y ya amputada, data de 1821), sino otras joyas menores como El duelo (un estudio de psicología espléndido que en España editó Bruguera allá en el 1988) o Huida de las prisiones de Venecia llamadas Los Plomos (consultar la coqueta edición castellana de Valdemar, 1996). En todas ellas, Casanova se presenta como lo que realmente es: un cronista escrupuloso, irónico, atento a su tiempo, recogedor de anécdotas, incansable coleccionista de amantes, sí, pero también de personajes curiosos, de aventuras de toda laya (lo mismo esotéricas que militares o amorosas), y, sobre todo, un excelente protagonista literario. Resulta imposible no enamorarse de él cuando espiga aquí y allá, a lo largo de su texto, confesiones personales que nos lo retratan en toda la intimidad de su camisón; el prefacio a la Histoire de ma vie supone todo un tesoro al respecto:


“A pesar del fondo de excelente moral, fruto necesario de los divinos principios enraizados en mi corazón, he sido toda mi vida víctima de los sentidos; me agradó el descarrío, viví continuamente en el error, sin otro consuelo que el saber que estaba en él” (edición de EDAF, vol. I, p. XXII).



En conclusión. La Vida de Casanova se encuentra al mismo nivel de otras joyas de la memoria de la historia de la escritura: todos esos textos en que un hombre busca justificación o amparo del juicio de la posteridad en un tono próximo a la confesión, pero trufado con la ironía y la autoindulgencia que da la distancia en el tiempo: hablo de la Vita de Benvenuto Cellini, de las Memorias de Lorenzo da Ponte, del Cuaderno Rojo de Benjamin Constant. Horas y horas de lectura sin precio, que no agotan ni siquiera 120 euros.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Con la música a otro mundo




De todo un poco. Muchos son los temas que podría abordar el Testigo Ocular a la hora de rellenar su post de la semana, pero si las cuestiones sobre las que escribir se reproducen con la misma facilidad que los virus en febrero, no sucede lo mismo con el tiempo apropiado para tratar cada una de ellas por separado y con la importancia que merece. Así, podría disertar sobre la Feria del Libro Antiguo de Sevilla, la única feria en la que de veras merece la pena perderse, y de los títulos, siempre estrambóticos y apasionantes, con que este año me he hecho; podría confesaros a qué voy a dedicar parte del dinero que he recibido por mi último premio (lo creáis o no, voy a cumplir un sueño de infancia: comprarme un Halcón Milenario de 75 centímetros de eslora); podría hablaros del insigne Tomasito y de su último, desarmante elepé, Y de lo mío, ¿qué?, que contiene una versión imprescindible del Back in black de AC/DC y al que esta semana Babelia dedica toda una página a cuatro columnas, como si fuera alguien serio. Pero no: finalmente me he decantado por un obituario. Al fin y al cabo, morirse es un acontecimiento importante en la vida de todos: no caben ensayos previos.


Música, maestro. El fallecido es uno de los musicólogos más importantes de las últimas décadas, al menos en relación con el período, o uno de los períodos, que más me interesa: el clasicismo vienés de la segunda mitad del XVIII. Hablo del norteamericano Howard Chandler Robbins-Landon, que dejó de vivir hará cosa de unos días en su castillo de Foncussières. Leyendo por encima su biografía, uno advierte que se trataba de esos tipos escépticos, despreocupados, elegantes y cultísimos en que el mundo anglosajón fue tan pródigo en el siglo pasado, y a cuyo grupo fantaseo perpetuamente con pertenecer cada vez que echo un vistazo (otro vistazo, nunca el último) a Brideshead revisited (la serie de Granada, claro, no la película). El elenco podría contar entre sus miembros, por ejemplo, con el propio Evelyn Waugh, Robert Graves, Cyril Connolly, Patrick Leigh Fermor, y otros exquisitos poetas diletantes de la literatura clásica y la homosexualidad prerrafaelista. Después de una desastrosa carrera como pianista, Robbins-Landon decidió dedicarse a los estudios musicológicos; para ello tomó como objetivo un compositor maltrecho y prácticamente anónimo en sus días, Franz Joseph Haydn. De él se tenía por entonces la vaga noción de que había patentado la sinfonía en su esquema estándar (cuatro movimientos, forma sonata, etc.), así como el cuarteto de cuerda, pero su obra carecía de un catálogo solvente y ordenado que permitiera ubicar cada partitura y establecer sus vínculos orgánicos con el resto. Robbins-Landon consagró su vida a poner orden en aquel guirigay: le cabe el honor, junto a Anthony van Hoboken (que da nombre al actual catálogo Haydn) de haber vuelto del revés, sacado el polvo y depositado en sus correspondientes estanterías toda la producción del compositor (que no es poco: hablamos de casi mil números de censo). Por lo demás, y a pesar de que acabamos de concluir el año Haydn, las grabaciones del maestro siguen igual de maltratadas (honrosas excepciones: la Haydn Edition de Brilliant a la que ya dedicamos un post en su día), pero esa es otra historia.

Nuestro santo patrón. Concluidas sus obligaciones con Haydn, Robbins-Landon (en adelante, RL) pasó a sus devociones: a Mozart. Los amantes de Mozart somos una especie de tribu secular cuyos integrantes nos reconocemos de lejos y que solemos hacernos signos secretos para destacarnos entre la multitud. Desde que leí el primero de los libros de RL, yo supe que él pertenecía a mi clan (como tantos otros: Alfred Einstein, Woody Allen, Schopenhauer). Los trabajos que dedicó a Mozart se encuentran entre lo más recomendable que puede consultar cualquiera que desee hacer luz sobre la vida o la labor del compositor, tanto para el aficionado como para el especialista: amenos, directos, sin renunciar tanto a la profundidad como al entretenimiento, consiguen reconstruir al hombre de carne y hueso y aquilatar en su justa medida la importancia de sus aportaciones al universo de la evolución musical. El más conocido de sus títulos al respecto es 1791. El último año de Mozart (Siruela, 1995), que retrata los meses finales del salzburgués y el montón de maravillas de que fue teatro (el concierto para clarinete en la, la Sinfonía Júpiter, La Flauta Mágica, etc.), y convertido por los azares del mercado en misterioso best-seller. Por la misma senda transita Mozart: los años dorados (Destino, 1991), donde se describe la década prodigiosa de 1780-1790, generosa en obras maestras (desde la trilogía con Da Ponte hasta los monumentales conciertos para piano, los cuartetos dedicados a Haydn, etc.). Pero sin embargo, el libro más curioso de RL dedicado a nuestro santo patrón no es ensayo, sino novela: en España lo publicó Destino en 1994 con el título Mozart: una jornada particular. Describe un día cualquiera en la vida del artista, lo mismo los ratos en que componía tríos encima de la mesa de billar que el jugueteo con sus hijos y esposa; el resultado se halla bastante próximo a otro pastiche mozartiano de rancio abolengo, el Mozart camino de Praga de Eduard Mörike.


Requiescat. Querido Howard Chandler, descansa en paz y disfruta de la armonía de las esferas, tú que puedes.