jueves, 24 de febrero de 2011

Entre finales y anticuarios


 Aniversario. Cada dos años, aproximadamente, sucede en mi vida un acontecimiento capital: una novela de Pablo de Santis. A veces, incluso, esa efeméride se conmemora una vez cada doce meses, y otras hasta antes, cuando tengo la suerte de que algún amigo de paso por Argentina me trae un título inédito en España, o cuando topo, gracias a la pura chiripa de mis vagabundeos por las librerías, con un libro juvenil que había dejado pasar hasta entonces. Llevo unas semanas de absoluta felicidad porque en muy poco tiempo mi celebración ha sido doble: azar y novedad editorial se han dado la mano para traerme El buscador de finales y Los anticuarios.

Pero primero, el hombre. Para los que todavía sean tan desdichados como para ignorar su nombre, apuntemos que Pablo de Santis es seguramente el escritor argentino dotado de mayor inventiva, pulso y capacidad de narrar de toda su generación, a este o el otro lado del océano. La hipérbole es justa: De Santis se curtió en los guiones de cómics y la literatura juvenil, esa que, como él mismo menciona en alguna entrevista, no permite sobornar al lector con el prestigio de la academia o el suplemento. A su convivencia con el lado más lúdico, eficaz y dinámico del arte de contar historias, De Santis debe un mérito lamentablemente escaso entre quienes hoy se dedican a esta clase de cosa: el propósito de interesar a quien le lee. Sus novelas son, siempre y primero, una llamada a la curiosidad, al misterio, al lance; luego, una historia bien trabada, generalmente de ámbito criminal o fantástico, y no pocas veces entreverada de ambos; y, last but not least, un estilo límpido, transparente, casi una frase de violín en un cuarteto de Mozart (y perdón por la pedantería): unas frases prestadas de Borges o Bioy que a menudo se precipitan en el aforismo y el calambur. De Santis sería un genial autor de breviarios.

El buscador de finales. Yo no sabía que Pablo (que en ocasiones ha tenido la amabilidad de remitirme personalmente sus novedades australes) había publicado en Alfaguara Juvenil, en 2009, este texto lleno de encanto que reincide en muchos de sus temas comunes: un joven amante de los cómics logra, después de muchos avatares, entrar a trabajar en la editorial de sus héroes; allí desempeña diversos puestos más o menos subalternos, hasta que se convierte en el especialista más exigente de todos: un buscador de finales: aquel profesional que sabe hallar la conclusión más perfecta y redonda a cualquier historia que se le plantee. Es importante recalcar que, en el acervo de De Santis, denominaciones como relatos juveniles o adultos carecen por completo de relevancia: igual que César Mallorquí, Care Santos, Elia Barceló y otros practicantes de la literatura sin límites, ejerce alegremente eso que ahora se llama crossover, a saber: libros sin edad que se recorren con la misma fruición en la escuela que en el geriátrico. El protagonista de El buscador de finales realizará diversos viajes iniciáticos a lo largo de su carrera profesional que irán capacitándole para calcular el final de la historia más compleja de todas: su propia existencia.

Los anticuarios acaba de ser publicado ahora mismito en España por Destino y sigue caliente en los escaparates. Se trata del esperado regreso de su autor a la novela adulta (repito que el adjetivo no vale nada) después del Premio Planeta Casa de América de 2008, El enigma de París, y contiene, como bien enuncia la publicidad de los editores, el personalísimo asomo de De Santis al tema del vampirismo. Los anticuarios, y no quiero meterme en más berenjenales de los necesarios para haceros comprender que debéis leerla, son criaturas melancólicas, inmortales, tímidas y polvorientas que acumulan antigüedades y libros viejos en el fondo de los zaguanes, en esas ciudades en blanco y negro que salen en las postales. Por diversos azares, el protagonista de la historia se irá a enamorar de la mujer menos apropiada y entrará en contacto con un orbe de seres atormentados por una sed atávica que no tolera la gaseosa.

Muchas veces, Pablo de Santis ha producido en mí, como una radiación, ese efecto perverso que se experimenta frente al trabajo verdaderamente bien hecho: la idea de dejar de escribir. Bien o mal, seguimos haciéndolo, aunque eso no importa: lo importante es que sus libros no dejen de llegarnos desde la otra orilla.

(NB, por si las moscas: Todos estos elogios son sinceros y no existe vínculo de familia que los justifique.)

martes, 15 de febrero de 2011

El arte y pasarlas canutas




Un somero examen a la biografía de Johann Christoph Friedrich (1732-1795), el penúltimo de los hijos de Johann Sebastián Bach, e, igual que él y el resto de sus hermanos, maestro músico, no puede sino mover al aburrimiento. A diferencia de su padre, del agitado Carl Philip Emmanuel, del trastornado Johann Christian, Johann Christoph Friedrich llevó una vida de lo más sedentario, horizontal y anodino: recluido en la pequeña ciudadela alemana de Bückenburg, se dedicó a envejecer mientras paseaba por la calle principal llevando bastón y sombrero y pulía sus delicadas composiciones musicales, escondidas de la curiosidad pública durante siglos. Más adelante os hablaré extensamente de ello, pero cuando uno escucha la obra de Johann Christoph queda rápidamente sorprendido: la molicie y el descuido de la biografía no se corresponden con esta imaginación chispeante, estas modulaciones riesgosas, esta paradójica aceptación del brío de vivir. Entre la vida de este individuo y el arte que fluye de ella existe una extraña contradicción, no excepcional, ni mucho menos. En música, el fenómeno es incluso relativamente frecuente: las incendiarias sonatas del padre Soler fueron concebidas por un religioso completamente domesticado por las disposiciones monásticas, y la dulzura enamoradiza del teclado de Blasco de Nebra (por ceñirnos a ejemplos nacionales) provenía de un adusto fraile del monasterio de Montserrat. También en otras artes pueden espigarse ejemplos del mismo contrasentido.

En literatura, todo el mundo está al tanto de que las existencias de Kafka y Pessoa carecieron perversamente de relieve, y que los días de ambos se restringieron a una repetición lastimosa de oficinas, dietarios, tinteros, polvo y desamparo. Si alguien me pregunta a dónde pretendo llegar con todo esto, es a una cuestión que a menudo asalta a esos amantes de las biografías románticas, de las vidas de santos donde abundan la llama y el terremoto: ¿se puede crear sin poseer una experiencia profunda de la vida? ¿Hay espesor suficiente en la obra de un creador que apenas ha abandonado la salita de su casa, que no se ha quitado las pantuflas? ¿Es igual de valioso el artesano que vuelve cada noche a su alfombra y sus niños una vez concluida la jornada en el taller que aquel otro que desparrama su talento por los cinco continentes, entre juergas desenfrenadas, amantes con lunares y vino tinto? Más: ¿son necesarias la desdicha y el dolor para crear con autenticidad?

En fin, yo declaro desde ya que a mí me parece que no. Todo consiste más bien en un pesado malentendido romántico que, desde hace muchos años, obliga al artista a pasarlas canutas con el fin de destilar arte inmortal a partir de sus cuitas. Una tontería, sí, una pervivencia de aquel viejo prejuicio cristiano según el cual el sufrimiento nos vuelve más dorados a los ojos de Dios, o del clásico adagio de Esquilo, no sé si en Los Persas: páthos máthei, el dolor enseña. Pero a mí me da que el dolor no enseña en absoluto. Todo lo más, desespera; todo lo más, embrutece. Una persona que ha sufrido no es más sabia: es más indiferente.

Según un antiguo tópico en el que no creo, para retratar una emoción en una obra de arte, hay que haberla experimentado previamente centuplicada en las propias carnes. Quiero decir: para describir el abismo moral en que sume la pérdida de un hijo, hay que haber visto al propio en la mesa de autopsias, y para calibrar en todo su calado la intoxicación del amor, hay que haber amado sin reservas, en cinemascope. Los partidarios de este punto de vista encuentran incómodas o inexplicables las biografías de los autores que he reseñado hasta ahora. ¿Cómo puede ser honda la música de este sujeto adocenado, que no abandonó su pueblo a no ser para visitar una venta en día de bautizo? ¿Cómo puede comprender el mal una persona que se ha pasado toda su vida conviviendo alegremente con sus vecinos? ¿Cómo alcanza a entender un cáncer de estómago el que sólo ha sufrido un inofensivo dolor de muelas? La cosa se agrava si, además, se reconoce que el artista en cuestión fue feliz. Feliz, sí, esa ordinariez: porque ser artista y, encima, feliz, es como una falta de respeto para con sus biógrafos. Lo cuenta María Rosa Lida en el ensayo que dedica a Sófocles, un escritor desprestigiado por los románticos por el sencillo motivo de que su vida fue enteramente satisfactoria: le sonrieron la salud, el dinero, el amor y la gloria. Y escribió sobre el incesto, la mutilación, el odio, la sangre y el horror de vivir. ¿Era un hipócrita Sófocles? Pero, ¿acaso no todo artista lo es? Y si no lo era, ¿dónde conoció todas esas atrocidades de que habla? ¿Cómo se atreve a afirmar, tal y como enuncia uno de sus personajes más famosos, que afortunado es el niño que muere en el claustro de su madre, que no nacer es lo mejor que puede sucederle a nadie?



Muy probablemente, el arte sea una variante de conocimiento que se sirve de la imaginación. El artista es tanto más perfecto cuanto más es capaz de imaginar otros cielos, otros corazones, otros miedos. Y lo que caracteriza al verdadero artista es la capacidad de reflejar con exactitud pensamientos o emociones que no le han sacudido de veras, que él sólo ha reproducido controladamente en el laboratorio personal de su cerebro. Escribir sobre selvas cuando uno se ha pasado la vida dando machetazos en los manglares no tiene mérito: lo valioso es hacerlo, convencer al público y vivir en un adosado con dos niños repelentes. Dice Schopenhauer, el gran Schopenhauer, que el artista posee el privilegio de asomarse cara a cara a la idea platónica, y de concebir el amor, la valentía, la pasión, el horror y todo el resto de utillería sentimental a partir de sus modelos universales, sin contacto con la realidad. El mismo Schopenhauer, por cierto, que se pasó la mayor parte de la vida refugiado frente al hogar de su chimenea, hablando con su perro, huyendo del contacto de esos seres humanos a los que despreciaba. Y que sin embargo pintó mejor que ningún otro, o ese es mi criterio, las aguas más profundas del pozo de todo hijo de vecino. Incluido tú, incluido yo, incluidos los demás.

sábado, 5 de febrero de 2011

La lección de anatomía


Amiguitos y amiguitas: desde hace una semana me desdoblo y soy dos en vez de uno. A la vez que publico en el espacio de este vuestro fiel Testigo Ocular, concedo mi más ocultos, enrevesados y tétricos pensamientos a una bitácora paralela que se llama La lección de anatomía y que podéis visitar simplemente pulsando el enlace subrayado en rojo en esta misma frase. Se trata de un experimento que no sé a dónde me conducirá. El plan consiste en escribir todos los días con el pensamiento que más a mano me venga, siempre dentro del límite de, digamos, las quinientas palabras. Eso dará pábulo, digo yo, a confesiones, intimidades, anfractuosidades y accidentes varios de la orografía espiritual. El curso simétrico de mis dos blogs no presentará ninguna clase de obstáculo, o eso quiero creer. Reservaremos nuestro viejo Testigo Ocular para presentaciones públicas, libros propios y ajenos, opiniones peregrinas sobre libros, discos y películas, etcétera. El otro, el que ahora no está aquí, revisará las zonas menos oreadas de mi razón y mis sentimientos. Día a día. Espero que le echéis un vistazo. Y que os guste. O que al menos, bueno, no lo encontréis demasiado inútil.