Queridos amigos: deseo romper el inveterado silencio de este blog para dar una buena noticia. Acaba de aparecer en librerías mi última novela, El hombre sin rostro. Es un proyecto en que llevo trabajando desde hace algunos años y, por tanto, me hace muy feliz ver que por fin emerge a la superficie. Y que lo hace amparado por un sello por el que siento un grandísimo respeto, como lo es la editorial Salto de Página. Como aperitivo de lo que podéis encontrar en el interior, os incluyo el texto de contraportada, que también es autoría de un servidor. La portada, que espero que encontréis tan rotunda y poderosa como yo mismo, es obra de Sergio Bleda y Antonio Rómar. Como pronto haré un grand tour por las principales capitales del país presentando a la criatura, os mantendré informados, por si queréis verme en tres dimensiones y lanzarme rosas (o tomates). Ahí queda.
El Madrid de 1908 se ve sacudido por una ola de muertes inexplicables. Un profesor de biología es aplastado por el esqueleto de un dinosaurio. Un alto funcionario del gobierno se desangra en una sala de baile. Un desconocido interrumpe la vía del tren con un papel escrito a mano en la pechera. Lo único que todos estos cadáveres tienen en común es un hombre, y no cualquier hombre: el egregio Salomón Fo, el científico más brillante del reino, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, amante de los pasteles con mucho azúcar, dotado de un cociente intelectual que supera cinco veces el de una persona normal. El profesor Fo se verá abocado, lo quiera o no, a tratar de resolver esta serie sangrienta: y al hacerlo, se internará en una tupida red de mentiras, espionaje, secretos de Estado y experimentos aberrantes que jamás deberían ver la luz pública. En su extraordinaria peripecia a través de las maravillas y horrores que promete el siglo recién estrenado, le escoltarán dos compañeros de excepción: su propia hija Irene, la más inteligente de las mujeres; el periodista Elías Arce, el más incapaz de los hombres. Comienzan las andanzas del profesor Fo: misterio, aventuras y ciencias puras.
La piel fría
(2003), de Albert Sánchez Piñol, es un meritorio ejemplo de terrorismo
literario pergeñado por un escritor peninsular: para asustar no son necesarios
un apellido anglosajón, vampiros de los Cárpatos ni casas aisladas en el Medio
Oeste americano. Pero lo primero que espanta en la novela de Sánchez Piñol no
es la trama, sino la aparición de uno de sus personajes. Que dice llamarse, sí,
Batís Caffó.
El lector
espera a que el novelista se desdiga, a que se trate de una broma, de un mero
apodo, de algo provisional y desechable. Pero no. Uno de los protagonistas de
la historia se llama Batís Caffó y va a seguir llamándose así a lo largo de las
casi doscientas páginas que abarca. Resignación.
No se me
ocurre manera más drástica de arruinar a una criatura de papel que darle un
nombre inapropiado. Ridículo, estúpido, inútil: el de Batís Caffó es el más
reciente con el que he topado, pero también hay otros. Y a la inversa: nombres
radiantes, espléndidos, que hechizan al lector con la sola fuerza de su sonido.
Saber bautizar personajes es también una virtud literaria, no siempre tan
abundante como se desearía. A bote pronto, y no porque sean amigos o maestros
míos, pienso que unos buenos autores de nombres son Javier Calvo (Menelaus
Roca, Max Téller, Semproni de Paula, y los saco sólo de uno de sus libros) o el
gran César Mallorquí (Ulises Zarco, Alejo Zarza). Pérez-Reverte no es ni
maestro ni amigo mío y también sabe elegir: Flavio La Ponte, Varo Borja, Boris
Balkan. En general, aquellos escritores que provienen de la literatura popular,
el cómic o la industria del entretenimiento son los más conscientes del poder
de un buen nombre para dar carne con sus solas letras a un individuo que no
existe.
Un literato
más académico y, digamos, de etiqueta como Antonio Muñoz Molina también está al
tanto de la importancia de la nomenclatura. En su libro de estilo Pura alegría
(1998) escribe:
Nombrar es un
acto mágico, como creían los antiguos y siguen creyendo los primitivos.
Mediante el nombre se transmite al recién nacido el alma de un antepasado: el
nombre es el núcleo y la cifra de la identidad, y el novelista sabe que si da
un nombre equivocado a un personaje le otorgará una identidad falsa que le
impedirá existir plenamente (Alfaguara, página 49).
En 1903 se
publicó The riddle of the sands (en
castellano, El enigma de las arenas),
una novela de Erskine Childers que pasado el tiempo de su aparición fue reconocida
como el inicio de un nuevo género, el del thriller, y considerado uno de los
relatos de suspense y espías más sólidos de todos los tiempos. La historia
cuenta las vicisitudes del narrador y su compañero Davis a bordo de un yate en
las costas frisias del norte de Alemania, donde se cuece un avieso plan: hay naves
ocultas entre los canales, reuniendo pertrechos para una posible invasión de
las Islas Británicas. La Gran Guerra
estaba a la vuelta de la esquina y el miedo al desembarco del enemigo siempre
ha sido una constante en el largo censo de las desconfianzas británicas. El capítulo
primero de la novela comienza con un párrafo del que me acuerdo a menudo. Traduzco:
He leído acerca de hombres que, cuando son forzados
por el servicio a vivir durante largos periodos en completa soledad —salvo por
unas pocas caras negras—, han convertido en una regla vestirse correctamente
para la cena con el fin de conservar su autoestima y evitar una caída en la
barbarie.
Es cierto,
sólo la disciplina nos salva a menudo de caer en el desorden y la barbarie. Por
eso retomo aquí el blog largamente abandonado por mi desidia: reconozco que el
hecho de verme obligado regularmente a insertar una entrada me oxigena las
ideas y me recuerda que si las cosas no se dicen en voz alta nunca llegan a ser
cosas del todo. Esperemos que la llamada al orden de Childers se conserve
fresca en mi cabeza y no permita que acabe convirtiéndome en un salvaje. Veremos.
En el siglo
XVI, Tomás Moro eligió el término utopía
para bautizar una isla imposible donde todas las personas vivían en amor y
compaña sin dejarse interferir por sus diferencias de raza, credo u opinión.
Pronto la palabra pasó a designar cualquier objeto inalcanzable, cualquier
ideal al que se opusiera la resistencia hosca de la realidad, con especial
énfasis en las quimeras de orden político o social. Más tarde, no hace tanto,
alguien a quien no conozco propuso el concepto paralelo de ucronía, queriendo designar, esta vez, otro imposible: aquel negado
por la historia. Una ucronía es ese presente al que no conduce ningún afluente
del tiempo; un efecto negado por sus causas; una situación histórica que no
tuvo lugar pero que puede ocupar algún otro universo paralelo. Cabe una ucronía
en la que yo soy abogado, monarca, feliz; otra en que España es un país
próspero; otra en que España no existe en absoluto.
Por motivos
que creo evidentes, la ucronía ha sido explotada sobre todo por los autores de
ciencia ficción. Siempre que se saca a colación, se menciona la más citada
(aunque no sé si la más leída), The man
in the high castle, de Philip K. Dick. Hay muchas otras, evidentemente. Una
ucronía es también Fatherland(1992),
novela negra de Robert Harris en que se plantea qué habría sucedido si Hitler
no hubiera perdido la famosa guerra. La idea matriz, creo, es buena, y si uno
sabe sacarle partido puede enhebrar un hilo argumental a la vez resistente y
lucido. Harris lo consigue con soltura.
Para dotar de verosimilitud
a su relato, el novelista parte de la premisa de que un nazismo extendido hasta
el año 1964 (fecha de la acción), no habría diferido en esencia del comunismo
soviético que se dilató hasta el 89. En la Alemania que supone Harris, el entusiasmo de la
primera generación de ideólogos ha dado paso a una burocracia fría, tan eficaz
como poco convencida, que busca un acercamiento a sus antiguos enemigos. Por
dibujar el panorama en su integridad: vencidas, Francia, Gran Bretaña, Italia y
otras naciones han acabado por convertirse en estados satélite del Reich; sólo
EE. UU. resiste, al otro lado del Atlántico, amparado en su potencial atómico.
La principal
baza del libro radica en la descripción (minuciosa hasta el detalle) de la
administración del nazismo que nunca fue. Un mundo que recuerda a Orwell, sin
duda, y que, repito, tiene como referente, confeso o no, a las dictaduras
socialistas del este de Europa que no fueron ninguna ucronía. Burócratas,
ministerios de propaganda, juventudes, días del líder, todo resulta plausible y
siniestramente familiar; más: la descripción del presunto Berlín de Hitler (con
esa sala abovedada en la que podrían caber hasta ciento ochenta mil personas y
ese arco del triunfo que equivaldría a seis homólogos parisinos) casi vale por
un recorrido turístico por una ciudad que, quizá, estuvo más cerca de existir
de lo que nadie se atrevería a admitir.
A la hora de
pincelar su retrato, Harris ha escogido servirnos una potente novela negra o de
espías, con el consabido detective amargado y la chica periodista que mete las
narices donde no debe. Los personajes están extraídos del estereotipo, pero el
paisaje de fondo les presta aplomo y una inquietante solidez: se nota el
trabajo del autor por hacer fluidas las conversaciones entre Xavier March, un
protagonista al que se acaba por tomar cariño, y Charlie Maguire, dotada de un
inolvidable impermeable azul. Digamos, de paso, que no hay mejor modo de
construir personajes que vestirlos sobre la percha del estereotipo: los clichés
son mucho más reales que las personas que se ven por la calle, que siempre desobedecen
aquello que deberían ser.
Hallo que hay
una edición española en DeBolsillo del año 2004, aunque yo no la he visto en
las librerías. También existe película, para quien encuentre que las
comparaciones no son odiosas.
También yo he
incurrido en el pecado de las historias con cameo. Mi última novela publicada, Tormenta sobre Alejandría, contaba entre
sus protagonistas a Hipatia, la famosa matemática y filósofa que en su día
deslumbró por belleza y sapiencia a sus barbudos contemporáneos de la capital
del Mediterráneo. La receta consiste en lo siguiente: uno toma un argumento que
podría situar en cualquier otra época o lugar, que podría endosar a cualquier
otro individuo, e injertarlo, a veces con calzador, en la biografía de un
nombre de postín. La literatura reciente ofrece casos a porrillo, y, siguiendo
la corriente, lo mismo el cine: el notorio personaje histórico, político,
artista, escritor que por azares de la vida se convierte de pronto en centro de
una trama oscura sobre la que debe aportar luz. El autor de novelas policíacas
que de repente deviene detective; el presidente de una nación que ahora mata
zombis (glup); el episodio oculto de la mocedad del gran hombre sobre el que
los cronistas suelen pasar de puntillas. Ahora veo que el turno le ha llegado a
Edgar Allan Poe: en España acaba de estrenarse El enigma del cuervo.
Supe de esta adaptación (no sé de qué, pero así la
llaman los periódicos) hace unos meses, cuando la película se presentó en EE.
UU. y el blog de ficción fantástica Tor le dedicó una crítica demoledora. Copio
el párrafo que abre fuego:
“Bueno, The
Raven no es muy buena. Selecciona al azar detalles de algunos de los
cuentos de E. A. Poe y un puñado de tópicos sobre su vida y los injerta en un
relato de progresivos asesinatos en serie en el cual el personaje de Poe, el
más visible, es perfectamente superfluo.”
Ninguno de los
defectos que el reseñista achaca a la cinta me sorprende: oportunismo,
argumento traído por los pelos, truculencias de adolescente, psicokiller del
montón son armas de las que la industria yanqui se sirve a menudo y que lo
mismo le sirven para roto que para descosido. Supuestamente, el filón de la
cosa se halla en la figura del carácter principal, Edgar Poe, inventor de la
ficción policíaca y seguramente el mayor terrorista (en calidad y cantidad) que
la literatura ha dado jamás. Cómo dejar pasar de largo a un tipo que soñaba con
entierros prematuros y se asomaba a los precipicios por pura diversión, que
resolvía acertijos lógicos para pasar la tarde, que decidió enfrentar a una
pura máquina de raciocinio (monsieur Dupin) contra los detalles de un asesinato
brutal y escandaloso ocurrido en una lejana ciudad del otro lado del mar. Debo,
debemos tanto a Poe que es difícil imaginar la cultura contemporánea sin él
(sobre eso ya escribí en su día esto): pero el homenaje que le tributa James Mc
Teigue (director de The Raven, que se
llama la película en el original) no parece hallarse muy a la altura.
Aunque me dé
repeluco, es probable que acabe viendo la película y ya os contaré. Mientras
tanto, me da por pensar que, a pesar de su muy romántica vida, de su misteriosa
muerte y sus obligatorios relatos, el de Edgar Poe es un personaje que la
ficción no ha depredado a menudo. Está, aparte del homenaje de mi amigo Félix
J. Palma en su recién salida El mapa del
cielo (que recomiendo, claro), aquella atroz cosa de Matthew Pearl a la que
no debéis acercaros ni bajo los efectos de los estupefacientes (La sombra de Poe, prefiero no indicar
fecha ni editor), y, es cierto, una novela muy curiosa de Andrew Taylor sobre
la que caí no ha tanto y que fantasea con los años mozos del autor de El cuervo. Se titula The American boy y en castellano ha sido
traducida como, creo, Un crimen
imperdonable (Edhasa, 2005): centrada en la juventud británica de Poe, se
trata en realidad de la historia de su preceptor, un individuo enamoradizo y
algo bobo que sin comerlo ni beberlo se ve inmerso en una trama de
suplantaciones de personalidad y herencias robadas. Esta tiene poco que ver en
realidad con Poe, pero por lo demás está bastante bien. En fin, si me acuerdo
de algo más lo iré poniendo por aquí. Y si alguno de vosotros va a ver la
película, le invito a que deje sus impresiones abajo: me gustaría mucho
equivocarme.
Hay libros que
marcan nuestra vida: ritos de paso que, igual que personas, paisajes, palabras,
cifran un punto concreto de nuestro pasado en el que el mundo se convirtió en
otra cosa. A veces, en momentos de flaqueza, cuando los objetos se vuelven
menos sólidos a nuestro alrededor y las torres amenazan con derrumbarse,
regresar a esos libros es como recogerse en casa; navegar hasta puerto seguro,
refugiarse en la cabaña ante el acoso del vendaval. Es lo que me sucede a mí
con una obra que he estado revisitando en las últimas semanas, a la que me han
vuelto a conducir diversos descarríos del cuerpo y del alma. Se trata de uno de
los libros más bellos que existen: la Ética
de Spinoza.
La Ethica ordine geometrico demonstrata, o Ética demostrada según el método geométrico,
fue el título álgido de Baruch Spinoza, filósofo holandés de raíces ibéricas
que vivió entre 1632 y 1677. Los retratos nos lo presentan como un hombre
pacífico, anodino, de piel de oliva, con una eterna gola que en los óleos se
cubre de una pátina ocre y una cabellera que recuerda a un guitarrista de glam
rock. Su historia es instructiva: judío de religión y cultura, fue expulsado de
la sinagoga por librepensador y vivió pobremente en un suburbio de Ámsterdam
ganándose la vida como pulidor de lentes. Por las tardes (las tardes a las tardes son iguales, escribe Borges en uno de los
dos poemas en que le homenajeó), se dedicaba a fumar, meditar o conversar con
sus amigos sobre Dios y la libertad, temas a los que, más que a ningunos otros,
consagró sus insomnios. Supongo que en esos ratos de júbilo espiritual
redactaría la minuciosa orfebrería que conforma su Ethica, entre otros textos. Una Ethica,
por cierto, que jamás se atrevió a dar a la imprenta por temor a represalias y
que se difundió sólo después de su muerte. Durante siglos, esa obra le granjeó
el exigente título de hombre más odiado del mundo: ningún ateo, hereje,
criminal ni demonio pudo compararse con él.
Al internarse
en la Ehica, la mente queda perturbada de inmediato por
la forma. Para desplegar sus ideas principales, Spinoza eligió los rigores del
método geométrico: como en un juego de la oca matemático y demencial, las
definiciones ceden el paso a los axiomas, los axiomas a los postulados, y todos
allanan el camino para proposiciones numeradas en cifras romanas que tienen el
sabor a granito y verdina de la eternidad. Si la poesía es forma, entonces la Ethica
es la mayor obra de poesía del mundo. Para demostrar a los hombres que el amor
intelectual a Dios es la cima de la perfección y de que tenemos la obligación
de la alegría, entre otras metas, Spinoza eligió una disciplina férrea,
desnuda, mecánica, que deslumbra al lector con su avalancha de referencias
cruzadas y el aspecto aparentemente descarnado de las deducciones. Todo en la obra
parece suceder en abstracto, a salvo de las contingencias de los hombres, como
un fenómeno natural que no se puede aprobar o condenar por las buenas, sino que
sólo cabe admirar. Como su autor quería que hiciéramos con todo, con lo único
que existe: la Naturaleza,
es decir, Dios.
Spinoza
asienta de antemano que todo es una única sustancia de la que nosotros, los
hombres (igual que los pájaros, y las nubes, y las colillas, y las melodías, y
las guerras, y los recuerdos) no constituimos más que meras modificaciones o
aspectos. El hombre no es libre porque tampoco Dios lo es: debe expresar su
infinita potencia sin cesar, debe ser hasta agotarse (si ello fuera posible),
poniendo toda su esencia infinita en el despliegue. Por eso todo ente, toda
cosa individual, toda persona desea perseverar en lo que es, desea existir sin
cesar. Por eso todo cuanto le ayuda en ese objetivo es bueno, y por eso el
regocijo es deseable y la tristeza no. Y por eso, en fin, no cabe mayor felicidad
que la contemplación de ese todo que colma las esperanzas de un intelecto ávido
de eternidad.
¿Arduo?
Seguramente. ¿Árido? Os aseguro que no. Parece quizá algo tonto querer buscar
cobijo en sitios tan abstrusos y accidentados habiendo a mano eurocopas, porno,
Nadal, etcétera. Pero a ello respondo precisamente con la última frase del
libro que ha vuelto a salvarme (Parte V, proposición 42, escolio): Sed
omnia praeclara tam difficilia quam rara sunt. Que todo lo excelente es tan difícil como
raro. Gracias, Baruch.
Mi denso silencio de las últimas semanas no se debe
a que haya desaparecido desintegrado en los recovecos del espacio-tiempo, sino a
que ando más liado que los pasillos de un palacio cretense y apenas tengo oportunidad
de sentarme delante del ordenador. Cosa que hago ahora para informaros de una
nueva que me llena de júbilo: acaba de aparecer en librerías Steampunk: antología retrofuturista (Fábulas
de Albión). La recopilación es un encuentro de amiguetes y gente a las que le
gusta esta cosa rara del futuro visto al revés o a través de las lentes de un
siglo anterior, en concreto el diecinueve. Prologa el decimonónico honorario Félix
J. Palma y participa en él lo más granado de la imaginación nacional: Juan
Jacinto Muñoz Rengel, Care Santos, José Carlos Somoza, Nacho del Valle y así
hasta doce autores entre los cuales cuento con el honor de haber sido incluido.
Todo esto me invita a hablar de qué es eso del steampunk y de dónde ha salido,
tema que me apasiona y sobre el que querría disertaros pero algo más adelante:
ahora el laberinto se cierne de nuevo sobre mí y debo recuperar el hilo de
Ariadna, que me he dejado enrollado en el picaporte. Khaire!