lunes, 19 de marzo de 2007

Alegre pero no tanto

No ha sido Silverberg el único en aventurar que la decadencia y final extinción del poder romano vino causada por la infiltración de las ideas cristianas en diversos estratos de la sociedad antigua. Para algunos historiadores, el credo de Jesús, que igualaba a hombres libres con esclavos y prometía el paraíso a mansos y a pusilánimes que ofrecían la mejilla opuesta en lugar del puño cerrado, acabó por minar un edificio erigido sobre los ideales masculinos de la resistencia al dolor, la gloria de las espadas y la división de los hombres en lobos y ovejas, los que mandan y los que obedecen. En cuestión de cuatrocientos años, el cristianismo convirtió un robusto estado de hombres de acción en una camarilla de eunucos que preferían las intrigas de los salones al enfrentamiento contra un enemigo bárbaro en las lejanas fronteras de las selvas del norte. Pero en fin, simplificaciones aparte, existieron muchos otros agravantes que contribuyeron a reducir a la loba capitolina al rango de perrito faldero: las crisis de fe de los últimos siglos, la extensión de cultos orientales que volvieron estéril la religión oficial, la inflación, los diversos terremotos económicos y sociales. Si admitimos con Spengler que toda cultura no es más que un organismo vivo, una especie de planta exuberante que en vez de tallo, ramas y brotes cuenta con códigos de leyes y poetas, habría que concluir que Roma creció y se sostuvo durante todo el tiempo en que contó con abono suficiente; luego le sucedió lo mismo que a las macetas de un piso de soltero: terminó por secarse.

Teorías alternativas hay para todos los gustos. Como la que avanza Carlo Maria Cipolla en un libro imprescindible, esa obra maestra de la guasa erudita que lleva por título Allegro ma non troppo. En ella, el economista italiano sugiere que el Imperio Romano se resquebrajó debido a la extinción de su clase dirigente, provocada, a su vez, por el envenenamiento masivo de las familias patricias debido al plomo que contenían los recipientes, platos y vasos, de que se servían para alimentarse. En cierta ocasión el aburrimiento me hizo redactar una reseña bastante pedante de este libro que insisto en recomendar sin paliativos (el libro, no la reseña). La incluyo aquí, con mis disculpas por el tono y la abundancia de citas: los tímidos solemos caer en la tentación de escudarnos en las opiniones ajenas.


Una página puede suscitar muchas clases de felicidad: la de compartir las peripecias insólitas de un protagonista; penetrar en lado cóncavo de un individuo y observar cómo fluctúa esa humareda, su alma; visitar un lugar al que nuestras piernas no tienen acceso; chocar con un pensamiento que alguna vez habíamos vislumbrado, una certeza a la que nos habíamos asomado como a un precipicio; el sabor de una palabra encajada en su hueco justo, de esa palabra que es guante y calcetín; la carcajada. De todas estas, tal vez el humor cause el efecto más duradero: hay párrafos de Rabelais o de Voltaire que parecen escritos ayer. Los años han oxidado sin remedio Don Álvaro o la fuerza del sino, pero ciertos capítulos del Quijote (que, como Sterne nos recuerda una vez y otra, es un libro cómico) conservan un lustre que ya quisieran muchos para sus cucharas o anillos. Esta obrita de Carlo Maria Cipolla es, también, un libro cómico, lo cual no significa frívolo o trivial, sino todo lo contrario: Twain enunció que uno sólo puede reírse de lo absolutamente serio. Su título, Allegro ma non troppo, sugiere ese dictamen; alegres, pero no en demasía, los dos pequeños opúsculos que integran la obra pretenden arrancarnos no sólo la sonrisa, sino también algo de lo que es más costoso desprenderse: una reflexión lúcida, profunda, desinhibida sobre el funcionamiento de las cosas y los hombres. Objetivo hacia el que también apuntaron otras joyas de la literatura humorística como el Cuento de una barrica o Cándido.

La primera de las dos piezas que agrupa el volumen, “El papel de las especias en el desarrollo económico de la Edad Media”, lleva a sus últimas consecuencias de arbitrariedad una variante de análisis muy popular en los años setenta, en que está fechada, y que fue practicada sobre todo por los estructuralistas. Igual que Foucault había afirmado en Les mots et les choses que la historia de Occidente consiste en el entrecruzamiento de una serie de ideologías subterráneas que desaguan en la literatura, la política o la ciencia, Cipolla plantea que cierta serie de acontecimientos cruciales de nuestro pasado vinieron motivados por factores oscuros, marginales, oblicuos, a los que hasta el momento no se ha prestado la atención debida. La conclusión del texto es que toda teoría, que por fuerza se basa en abstracciones, conexiones y analogías entre fenómenos extraídos de ámbitos diversos, conduce finalmente al disparate: sátira de la erudición posmoderna, “El papel de la especias…” viene también a advertirnos que, por ejemplo, las genialidades que sobre el origen extraterrestre de las civilizaciones alumbró Erich von Daniken no están tan alejadas como creemos de muchos estudios que se presentan solemnemente en las universidades. Y que pueden dar lugar a barruntos similares a los que Cipolla avanza: que la caída del Imperio Romano fue motivada por la extinción de la clase aristocrática, envenenada por el exceso de plomo de los recipientes en que se alimentaba; que la explosión demográfica del siglo XIII dependió de la importación de pimienta, producto afrodisíaco; que la Guerra de los Cien Años tuvo su causa en un litigio entre los reyes de Francia e Inglaterra por los viñedos de Borgoña.

Del terrible rigor de la segunda parte, “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, creo que nadie dudará: las definiciones, los corolarios, las expresiones more geometrico e incluso los diagramas acrecientan el efecto paródico de un texto que, a pesar de la forma, conserva un inevitable lecho de pesimismo y derrota. Que el mundo está gobernado por imbéciles y que siempre existe uno dispuesto a desbaratar los planes de reforma que quieran emprenderse son ideas que hubiera firmado Schopenhauer y que, por desgracia, el mundo patrocina con hechos demasiado a menudo. Pero quizá la obra maestra de comicidad y burla del libro se encuentre en su prólogo: en una acrobacia última de ironía, Cipolla advierte al lector que todo lo que va a recorrer es humor sano y gratuito, y que la más alejada de sus pretensiones radica en herir a nadie. “El humorismo es distinto de la ironía —leemos en las páginas iniciales—. Cuando uno es irónico se ríe de los demás. Cuando uno hace humorismo se ríe con los demás”: y el rizo del rizo consiste en asegurar que un escrito que se dedica a escarnecer los métodos de investigación universitarios y a lamentarse del número de estúpidos que pululan por la Tierra no pretende hacer ironía, sino ganar amigos. Un capolavoro de la carcajada, que diría Vasari.












miércoles, 14 de marzo de 2007

Más sobre el pueblo circunciso

Ya sé que esta postura no goza de muy buena prensa hoy en día, con la que se lía un día sí y otro también en la Explanada de las Mezquitas, pero después de releer lo que he escrito sobre Allen y Weiss y de acordarme de otros tantos de sus correligionarios no puedo evitar un silbido de admiración sincera ante todo lo que nuestra cultura debe a los hijos de Israel. Me pregunto qué hubiera sido de Occidente sin la Menorá y el cuchillo sobre la garganta de Jacob, a pesar de la insistencia cerril del Partido Popular Europeo en que, según proclaman en sus estatutos, “la civilización de nuestro continente posee raíces netamente cristianas”. Supongo que se referirán a que Jesús de Nazaret también fue judío.

Imaginemos un mundo que no hubiera contado con sinagogas, sin progromos cuyas hogueras iluminaran las ciudades europeas durante las noches caliginosas de la Edad Media, que no guardara lugar para las bombonas de Zyklon B ni los párrafos acorralados de Ana Frank. Es lo que ha supuesto Robert Silverberg en la última novela de la que acabo de salir, la dilatada Roma Eterna. En ella Silverberg, conocido por sus incursiones pasadas con mayor y menor fortuna en los predios de la ciencia ficción, irrumpe en el género menor de la ucronía; es decir: diseña una realidad alternativa en que ciertos acontecimientos históricos no tuvieron lugar o lo hicieron siguiendo trayectos alternativos. Silverberg opta por escamotear del pasado el Éxodo que liberó al pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto; de tal modo, jamás se elevó un templo en Jerusalén, Cristo no predicó, no hubo rebelión contra Roma, no existió dispersión del pueblo elegido por los guetos de la Tierra.

Esta amputación entraña una consecuencia principal: al no verse amenazado por la erosión de una religión monoteísta, el poder de Roma y sus dioses se mantiene intacto a lo largo de veintisiete siglos de decadencia, hasta el día de hoy. El retrato de Silverberg, a través de once narraciones tenuemente ligadas entre sí que retratan otros tantos momentos de la evolución política, social, ideológica de este dinosaurio imaginario, posee una consistencia de alucinación, de sueño de paredes espesas: sus personajes conviven, aman, temen y hacen la guerra sobre el trasfondo de un crepúsculo inacabable, miembros de una estructura cultural demasiado ingente como para moverse con facilidad, células de un organismo anquilosado y perennemente enfermo para el que el porvenir se reduce a una repetición monocorde de lo que ya sucedió.

La fábula que acabo de glosar parece sugerir que debemos al judaísmo y a su preferencia por los dioses egoístas el impulso de progreso que hace avanzar a las civilizaciones y su empeño por alcanzar un mundo superior donde las deficiencias, morales y vitales, de este en que vivimos se vean superadas. Nietzsche y otros de su cofradía mantenían una opinión diferente: el monótono-teísmo (la expresión es suya) ha colocado todas las esperanzas de la humanidad en un más allá incierto que sólo rozan el incienso y la mística, haciéndonos despreciar el que queda mucho más cerca, a la distancia del otro lado del porche de casa; la solución que propone es el regreso al paganismo, a la hermandad con los ríos, las selvas y los cuerpos que niegan los misales: por eso, para ser un hombre auténtico, hay que convertirse en anticristo. Ricardo Reis, uno de los habitantes de Fernando Pessoa, lo expresó en unos versos que se mecen como las espigas bajo la brisa de verano:


Não a Ti, Cristo, odeio ou te não quero

Em ti como nos outros creio deuses mais velhos.

Só te tenho por não mais nem menos

Do que eles, mas mais novo apenas.


Odeio-os sim, e a esses com calma aborreço,

Que te querem acima dos outros teus iguais deuses.

Quero-te onde tu stás, nem mais alto

Nem mais baixo que eles, tu apenas.


Deus triste, preciso talvez porque nenhum havia

Como tu, um a mais no Panteão e no culto,

Nada mais, nem mais alto nem mais puro

Porque para tudo havia deuses, menos tu.


Cura tu, idólatra exclusivo de Cristo, que a vida

É múltipla e todos os dias são diferentes dos outros,

E só sendo múltiplos como eles

'Staremos com a verdade e sós”.





martes, 13 de marzo de 2007

¿Alguien espía los juegos de los niños?

Pero si hablamos de testigos oculares no podemos olvidarnos del más importante de todos, aquel que vigila agazapado en las esquinas, aquel con poder para observar cuanto sucede en el universo, por venial que sea, desde el otro lado de las estrellas. Aunque creas estar a solas con tu aburrimiento, aunque ocultes en un bolsillo el caramelo que encerraste en el puño cuando el dependiente miraba hacia otro lado, aunque inclines tu hombro sobre la consola a la hora de teclear el cajero automático, Dios estará mirándote. Eso le repetía su padre, rabino, a Judah Rosenthal. Hablo, naturalmente, del protagonista de Delitos y faltas, la película con sabor a naranjas sin madurar que Woody Allen dirigió en 1989 y que Teresa y yo nos despachamos anoche en nuestro ciclo dedicado a este otro miembro imprescindible de la tribu de Ernst Weiss y la diáspora.

Muchos la comparan con Match point, su último éxito londinense, pero yo encuentro que las diferencias entre ambas cintas no resultan menos significativas que sus similitudes. En una y otra comparecen el remordimiento, por supuesto, los tortuosos vericuetos del amor que conducen de la pasión al asco, la sorpresa y el vértigo ante las bifurcaciones del azar; pero mientras Match point centra su atención en los descarríos de la mala y la buena suerte, Delitos nos plantea un indigesto dilema existencial: si es posible vivir en un mundo en que Dios, y por extensión suya los principios morales, no tienen lugar. Se trata seguramente, por debajo de su pátina de guasa y de ciertos sesgos irónicos, de la obra más pesimista de Allen: el malhechor no sufre castigo, la chica inteligente siempre se decanta por el tonto de la clase, toda filosofía coherente conduce al suicidio.

Iván Karamázov profiere en cierto capítulo de la novela de Dostoievski una frase que Sartre repite por megafonía: si Dios no existe, todo está permitido. La cinta de Allen nos abandona en un planeta en que la única responsabilidad de nuestros actos radica en los valores privados, en el sentido más mostrenco del deber, sin recurso a multas o recompensas. No existen cielo o infierno, el destino no escribe sobre papel pautado. Mi madre suele citar un lema que oía en un serial radiofónico en esos tiempos en que todavía vestía falda a cuadros: el criminal nunca gana. Por desgracia, basta encender el televisor a la hora del telediario para refutarlo.

Si Dios observa desde las alturas le vendría bien visitar a Alain Afflelou, por eso de los dos pares de gafas.

domingo, 11 de marzo de 2007

Ver pero no tocar



En cuanto al título de esta bitácora, aparte de mi tendencia confesa a ejercer de voyeur allá a donde puedo asomar el ojo (cabinas de autobús, veladores de cafeterías, la puerta entreabierta del vecino de rellano cuando vuelve de la compra, también, sí), es un homenaje a la clarividente novela de Ernst Weiss. Comencemos a hacer proselitismo: como Kafka, como Perutz, como Zweig, Weiss reunía dos facilidades de peso para ejercer el cosmopolitismo: era centroeuropeo y era judío. Vivió en el convulso continente de entreguerras y conoció una fugaz fama como autor de novelitas sentimentales que pronto apagaron la enfermedad y la contumaz sordera de los editores hacia sus obras. Aunque era prácticamente desconocido en España hasta hace unos años, Siruela y Minúscula están encargándose de rescatarlo de la papelera; entre aquellos de sus títulos que podemos encontrar en las librerías de este lado de la península se cuentan Jarmila o El pobre derrochador.

Y también, por supuesto, El testigo ocular (Der Augenzeuge), una novela de 1938 que no pudo ver la luz hasta 1963 y que Weiss presentó a varios concursos (como el American Guild for German Cultural Freedom) sin resultados apreciables. El motivo de tan larga demora radica en su temática: narra la historia de un médico acomplejado por su incapacidad ante la vida, impotente para tomar decisiones, reducido a espectador de sí mismo y de sus congéneres que en cierto momento decide catastróficamente intervenir en la historia de la humanidad. ¿Cómo? Curando la ceguera histérica de un cabo del ejército alemán herido durante la Primera Guerra Mundial al que lacónicamente se cita como H. Para conseguirlo, el protagonista debe recurrir a la hipnosis: y así convierte a H. en un visionario, en un fascinador, en un encantador de serpientes que logra arrebatar a las masas con el solo timbre de su voz y el magnetismo de su mirada. El testigo ocular al que hace referencia el título es el propio protagonista, frío y neutral observador de cuanto sucede a su alrededor, cronista de la descomposición de los antiguos valores y del ascenso imparable de la barbarie que traerá consigo el nazismo. Sólo al cabo, abrumado por la monstruosidad que ha contribuido a crear, decidirá dejar atrás su quietismo y precipitarse en la acción alistándose a las filas republicanas en la Guerra de España. Pero el título también puede referirse a algo más; el crítico alemán Hermann Kesten opina que Weiss pudo querer acusar al propio pueblo alemán, que se limitó a presenciar el auge del horror sin intervenir, sin ponerle cerrojos ni alambres: “También éste fue testigo ocular, más aún, fue el auténtico testigo ocular”.

Amo las novelas centroeuropeas porque en ellas los personajes miran sin tocar, porque son seres derrotados de antemano, para los que los actos no poseen ningún valor, que prefieren la pereza del opiómano a la histeria de los emprendedores: criaturas letárgicas, que funcionan a velocidad retardada, que no encuentran ningún motivo perentorio por el que abandonar la comodidad de la butaca. Se me ocurre que este tipo de caracteres, que abundan sobre todo en la literatura de la Mitteleuropa del primer siglo XX, son hijos de aquel farragoso Imperio Austro-Húngaro, de aquel monstruo aquejado de elefantiasis que apenas podía desplazarse por la cacharrería de los mapas antiguos sin derribar fronteras a su paso. Como el viejo imperio, como el viejo Francisco José que le servía de enseña, los protagonistas de estas novelas consideran que el estatismo es preferible a cualquier gesto brusco y que la vida consiste en una larga tarde de domingo en que esperar la llegada del crepúsculo. Y así, me acuerdo de aquel ser anónimo que aguarda sin esperanza a la entrada del tribunal en la fábula de Kafka; del barón Trotta que se deja morir mustiamente frente a las escalinatas del palacio imperial en La marcha Radetzky, de Joseph Roth; del Virgilio de Hermann Broch, que repasa su vida sin moverse del lecho, en el precipicio de la muerte; del título capital de Musil, que habla de un hombre sin atributos, sin voluntad, sin ganas de hacer nada. Soy heredero de todos ellos: también un mero testigo ocular.

En fin, como canta mi venerado Giorgio Gaber en Polli d’allevamento:

Io non tocco niente, non tocco gli animali, le piante,
le maniglie delle porte, figuriamoci la gente...
Io guardo molto, guardo tutto ma non tocco mai!

sábado, 10 de marzo de 2007

Santo patrón

Un día de primavera de 1200 y poco, Juan de Mata regresaba del norte de África con una colección de cautivos cristianos arrebatados a los sarracenos. El viento era benévolo y conducía amablemente la nave de Juan hacia las costas italianas cuando de pronto se vislumbró desde lo alto del mástil que otro barco se aproximaba a ellos con intenciones dudosas: aún no existían catalejos, pero sobre la borda que se les venía encima podían distinguirse dos docenas de individuos que agitaban garfios, espadas, alabardas y yataganes, por cuanto el vigía concluyó que seguramente no eran amigos. Y no lo eran: se trataba de una horda de piratas infieles que masacraron a la mitad del pasaje de Juan y dejaron su nave francamente maltrecha. Rasgadas las velas, con el casco convertido en una nuez pisada, el pobre Juan las tenía difíciles para regresar a casa de otro modo que no fuera enredado en algas y con dos litros de agua mediterránea en el estómago. Pero Juan, que había fundado la orden trinitaria en la fecha del nacimiento de Cristo de 1195, año más o menos, y que por tanto disponía de línea directa con el Altísimo, se prosternó en cubierta y comenzó a rezar hasta que las rodillas se le quedaron de cartón. Y Dios, que de vez en cuando usa trompetilla, le oyó, envió una buena provisión de vientos a soplar sobre aquella parte de la Tierra e hizo llegar a sus fieles sanos y salvos hasta el puerto de Ostia.

Lo que Juan no podía imaginar era que en el año de 1660 sería canonizado por sus servicios en favor de la fe verdadera ni que se le otorgaría un día en el calendario para celebrar su onomástica. Ni que trescientos cuarenta y siete años más tarde de su ascenso a los altares y ochocientos y pico después de su diálogo con Dios en el barco, el 10 de marzo, el día consagrado a su nombre, Luis Manuel Ruiz daría inicio a esta bitácora que no sabe a dónde quiere llegar y que también corre peligro de acabar en el fondo del mar, entre las corrientes asesinas de la incertidumbre, la timidez y el hastío. Así que me encomiendo a San Juan y doy inicio a la travesía, a ver qué sale.

Por cierto: uno de los miembros de la orden trinitaria, el padre Juan Gil, liberó en 1580 a Miguel de Cervantes de su prisión magrebí. Lo cual quiere decir: sin Juan de Mata no hubiera existido Quijote; sin Quijote Borges no hubiera escrito Pierre Menard, autor del ídem; sin Pierre Menard, Ficciones no hubiera sido el mismo libro; sin Ficciones, mi vida no habría sido la misma. Supongo que este día presenta buenos auspicios.