jueves, 24 de junio de 2010

Miedo, risa y otras cosas


Por diversos azares astrológico-metafísicos he estado ausente de El Testigo Ocular casi un mes completo. Cambios radicales en mi existencia de los que igual hablo un día de estos se han fundido con mi trigésimo séptimo cumpleaños (gracias a todos aquellos que tuvisteis a bien hacerme llegar vuestras felicitaciones) y con investigaciones de profundidad espeleológica sobre la filosofía de la narración, acerca de la cual preparo un paper para un próximo congreso. Bueno, en espera de hablaros acerca de algo más apasionante y para que nadie crea que esto es un silencio definitivo, dejo caer por aquí algo de la información que sobre Sesión continua se ha publicado estas semanas en papel o píxel. Doy los enlaces correspondientes a:

La reseña de mi querido Javier Mije en Estado crítico. By the way, pronto hablaremos del señor Mije y su flamante nuevo libro de cuentos, que publica Acantilado y se llama El maravilloso mundo de nada.

La entrevista de mi también amadísimo Alejandro Luque para El Correo de Andalucía, tan hiperbólico y generoso como suele.

La información de Santiago Belausteguigoitia para la edición andaluza de El País, con la que encabezo este post, y que podréis leer más cómodamente si pincháis en la foto o en el enlace previo.

Y atentos: the rest is not silence.

miércoles, 9 de junio de 2010

La música del volcán



El español que vino de Nápoles. Por irónico o doloso para el orgullo patrio que resulte, uno de los puestos de honor en la historia de la música española ha de ser atribuido a un artista que no era español. No, al menos, de nacimiento, aunque la traducción que hizo de los sones populares de esta península al teclado y la sala de conciertos lo han convertido en ibérico de puro derecho, casi más que el jamón. Domenico Scarlatti nació, según registran las biografías con gusto por las coincidencias astrológicas, en el mismo año que Bach y Händel, 1685. Lo cual no deja de ser premonitorio, porque en estas tres figuras se resumiría, casi escolarmente, todo lo que la música iba a dar de sí en el curso del siglo que estaba por empezar. Bach, de quien todo epíteto sobra, lograría una síntesis asombrosa de los estilos italiano y francés bajo la bóveda del profundo contrapunto de tradición alemana; Händel, más mundano, yuxtapondría los estilos nacionales para crear una especie de híbrido que ofrecería sus más óptimos resultados en el ámbito de la ópera. Y a Scarlatti le corresponde, más que a ningún otro, la paternidad de un modo de pulsar el teclado que, corriendo el tiempo, iría a desaguar en la sonata de forma clásica de Haydn, Mozart y Beethoven. Dice Aristóteles que el árbol ya está en la semilla y la tragedia en el cálamo, pero escondida y en embrión; si miramos un poco más de cerca, conteniendo la respiración, comprobaremos que la Marcha turca y el Claro de luna ya figuran, turbiamente, gestándose, en alguna de las asombrosas 555 sonatas para teclado de Domenico Scarlatti.


Exploración de países desconocidos. En los tiempos del maestro napolitano la pieza más común para teclado es todavía la suite de herencia francesa, que ejemplifican muy cabalmente las series de Suites Inglesas y Suites Francesas de Bach: conjuntos de piezas de diferentes ritmos y estilos, veloces o lánguidas, que se agrupaban siguiendo los esquemas de antiguas danzas cortesanas. Incluso cuando no las titula de ese modo y las llama Partitas, Bach sigue respetando el mismo esquema estereotipado de preludio, zarabanda, giga, alemanda, etcétera (nota al pie: denominaciones como partita, toccata o sonata carecían de un contenido preciso, limitándose a designar composiciones per toccare o suonare, es decir, que podían interpretarse sobre cualquier instrumento de tecla, preferentemente el clave). Sin embargo, las sonatas de Scarlatti son enteramente únicas al respecto. Para empezar, se trata de piezas aisladas, solitarias, sin relación con un grupo dentro del cual hayan de buscar puesto o significación: cada una de ellas ofrece una solución por separado a las muchas incógnitas musicales que acogotaban el cerebro (y los dedos) de su autor. Lo que más llama la atención de las sonatas de Scarlatti en el momento de ser oídas es su audacia, acompañada de un rabioso virtuosismo: con su inclinación confesa por los ritmos trepidantes y los allegri con fuoco, las sonatas registran cada rincón de la gama cromática y recorren los límites de la armonía barroca y de la modulación, ofreciendo un puente al clasicismo que estaba por llegar. Las sonatas de Scarlatti son como los cuadernos de ingeniería de Leonardo: exploración de las posibilidades de una herramienta dada, combinaciones inciertas, ensayos en busca de efectos propicios. La unidad estructural o rítmica se quiebra en multitud de ocasiones, con una violencia inaudita para su siglo; las notas se repiten, febriles, haciendo hincapié sobre determinados compases; las manos se cruzan sobre el teclado para acometer una pirotecnia de efectos sonoros; arrecian los largos pasajes en terceras y sextas paralelas. Y todo, y a eso íbamos, acompañado de un indeleble aroma hispánico, peninsular, afectado de compases flamencos, gitanos, moriscos. Esto, creo yo, convierte a Scarlatti en el más influyente de los compositores españoles. Aunque naciera en otra península, al amparo de un volcán nunca muerto del todo.


De península a península. Domenico Scarlatti era hijo de otro gigantesco artista de los siglos XVII y XVIII, Alessandro, conocido sobre todo por sus cantatas y sus intermedios teatrales romanos. Recibió instrucción musical de su padre, según era común en la época, y le asistió en sus labores como organista en la iglesia de Santa Maria Maggiore. En Roma, desempeñó las labores de maestro de capilla de la Cappella Giulia y profesor de clave de la destronada reina Casimira de Polonia. Aquí tuvo ocasión de presenciar su sobrenatural destreza con el clave el embajador de Portugal ante la Santa Sede, el marqués De Fontes, quien lo remitió a Lisboa con una recomendación. En 1720, a los treinta y cinco años, Scarlatti es nombrado maestro de capilla de la corte del rey João V, así como profesor de clave de su hija, la Infanta Maria Barbara de Braganza. Cuando Maria Barbara se casara con el futuro rey de España, Fernando VI, y se mudara al país vecino, al nuestro, Scarlatti la seguiría obedientemente. De 1729 a 1733 residió en Sevilla, donde prometo buscar datos de su paso para futuras entradas, y de ahí en adelante, hasta su muerte en 1757, en Madrid. Treinta y siete años de estancia bajo nuestros cielos autorizan, creo yo, a considerarlo casi de la tierra. Sobre todo, teniendo en cuenta la amplitud de su influjo sobre la música ibérica, de la que, viendo la longitud de este post, ya me resigno a hablar más adelante: en concreto sobre las sonatas de Antonio Soler y Carlos de Seixas, aunque tampoco haya que desdeñar su sombra en las composiciones de mi último y sorprendente descubrimiento: un teclista sevillano del siglo XVIII que responde al nombre de Manuel Blasco de Nebra del que mi ignorancia, la única de las posesiones que puedo designar como absolutamente propia sin incurrir en mentira, me había mantenido alejado hasta la fecha. Otro día hablamos más de lo mismo: paciencia.


(Para entretener la espera: audiciones sugerentes. Ya he mencionado aquí en diversas tesituras que soy devoto de Brilliant Classics y que saqueo su fondo siempre que tengo ocasión de asomarme a una tienda de discos. Económicamente hablando, la integral de sonatas de Scarlatti más asequible a los seres humanos es la de Pieter-Jan Belder, en treinta y seis cedés. De tanto oírlo, ya me he vuelto devoto de este clavecinista holandés algo áspero, rotundo, versátil y honesto, con esa sinceridad y ese amor por el trabajo bien hecho que caracteriza a los artesanos conocedores de su oficio. La integral de Brilliant ha sido editada tanto en grupos de tres discos como en un estuche que los contiene y todos, y cubre los números de serie del 9357 al 9876. Versiones más reconocidas y ciertamente más exquisitas son las de Trevor Pinnock, en una antología que reúne las sonatas K 46, 87, 99, 124, 201, 204a, 490-2, 513, 520-1, CRD (ADD) CRD 3368; Scott Ross, responsable de la integral más apreciada en el mundo discográfico, con treinta y cuatro cedés y acompañado por Monica Huggett y Christophe Coin en las sonatas para violín y oboe, Erato 2564, 62092-2; y Andreas Staier, en una selección de dos volúmenes para Deutsche Harmonia Mundi que incluye treinta y una sonatas, empezando con la K 64, 87 y 96.)