La piel fría
(2003), de Albert Sánchez Piñol, es un meritorio ejemplo de terrorismo
literario pergeñado por un escritor peninsular: para asustar no son necesarios
un apellido anglosajón, vampiros de los Cárpatos ni casas aisladas en el Medio
Oeste americano. Pero lo primero que espanta en la novela de Sánchez Piñol no
es la trama, sino la aparición de uno de sus personajes. Que dice llamarse, sí,
Batís Caffó.
El lector
espera a que el novelista se desdiga, a que se trate de una broma, de un mero
apodo, de algo provisional y desechable. Pero no. Uno de los protagonistas de
la historia se llama Batís Caffó y va a seguir llamándose así a lo largo de las
casi doscientas páginas que abarca. Resignación.
No se me
ocurre manera más drástica de arruinar a una criatura de papel que darle un
nombre inapropiado. Ridículo, estúpido, inútil: el de Batís Caffó es el más
reciente con el que he topado, pero también hay otros. Y a la inversa: nombres
radiantes, espléndidos, que hechizan al lector con la sola fuerza de su sonido.
Saber bautizar personajes es también una virtud literaria, no siempre tan
abundante como se desearía. A bote pronto, y no porque sean amigos o maestros
míos, pienso que unos buenos autores de nombres son Javier Calvo (Menelaus
Roca, Max Téller, Semproni de Paula, y los saco sólo de uno de sus libros) o el
gran César Mallorquí (Ulises Zarco, Alejo Zarza). Pérez-Reverte no es ni
maestro ni amigo mío y también sabe elegir: Flavio La Ponte, Varo Borja, Boris
Balkan. En general, aquellos escritores que provienen de la literatura popular,
el cómic o la industria del entretenimiento son los más conscientes del poder
de un buen nombre para dar carne con sus solas letras a un individuo que no
existe.
Un literato más académico y, digamos, de etiqueta como Antonio Muñoz Molina también está al tanto de la importancia de la nomenclatura. En su libro de estilo Pura alegría (1998) escribe:
Nombrar es un
acto mágico, como creían los antiguos y siguen creyendo los primitivos.
Mediante el nombre se transmite al recién nacido el alma de un antepasado: el
nombre es el núcleo y la cifra de la identidad, y el novelista sabe que si da
un nombre equivocado a un personaje le otorgará una identidad falsa que le
impedirá existir plenamente (Alfaguara, página 49).