martes, 10 de junio de 2008

Horizontal y vertical


En un sugerente ensayito situado a la cabeza de su recopilación El individuo y la libertad, Georg Simmel propone que la civilización es un invento de los ingenieros; que todo lo que nos ha dado la cultura, con sus jardines, sus bibliotecas, sus guerras de religión y lanzaderas espaciales, proviene de tres elementos paisajísticos: la puerta, el camino, el puente. Gracias al primero, el hombre dejó de ser todos o nadie para convertirse en alguien y el grupo cedió paso al individuo; la puerta, al aislar al sujeto del resto de la comunidad, al dotarle de un espacio íntimo y secreto donde relacionarse con el silencio y los propios pensamientos, permitió la aparición de la conciencia. El camino le facilitó comprender la estructura del devenir y le hizo atisbar que la vida se compone también de puntos de partida y de destino que se ramifican perversamente, de modo que toda llegada no es más que una nueva salida aplazada, que todo rumbo no supone sino la posibilidad de otra miríada de rumbos alternativos. En cuanto al puente, su significación resulta tan palmaria incluso a los menos aficionados a las metáforas que casi da reparo aludir a ella: el puente es la demostración sobre madera, piedra o material perdurable de que no hay obstáculo que no pueda salvarse mediante un regateo y de que la razón, el ingenio y aquello que Pascal definía como esprit de géometrie pueden prestarnos servicios inapreciables a la hora de eludir los inconvenientes que plantean las cosas. Así que toda la historia, si nos atrevemos a conducir a Simmel hasta conclusiones a las que probablemente él no se hubiera atrevido, todo el caudal de triunfos y desilusiones que se extienden desde las cuevas de Altamira hasta la bomba sobre Hiroshima caben en el estricto marco de estos tres inventos que los niños aprenden a dibujar en cuanto empuñan su primer rotulador: el camino, la puerta, el puente.

Convencido por unas páginas de Óscar Tusquets que recorro en los escasos huecos que me permite el cuidado de mi hijo recién nacido (se llama Luis, pesa alrededor de tres kilos y está bien, gracias), se me ocurre añadir algunos elementos más al paisaje de Simmel. Me da por pensar que el zócalo, el pavimento, el hallazgo de un espacio completamente plano es responsable de la aparición de la filosofía. Como bien saben los arquitectos, la horizontalidad absoluta no aparece en la naturaleza, si exceptuamos el agua estancada o extendida en forma de tapete sobre el mar infinito: horizontalidad prohibida a los pies de los hombres salvo en los evangelios. Al crear un suelo perfectamente liso, neutro, perpendicular al horizonte, libre de anfractuosidades, zanjas, elevaciones y todas las incomodidades del terreno campestre, el hombre puede comenzar a pensar sin preocuparse de donde pone los pies; puede dejar que el santo se le vaya al cielo mientras pasea por el patio, puede preguntarse por su futuro y por las misteriosas encrucijadas del destino a la vez que cubre el espacio que le lleva de la plaza del pueblo a la casa donde le esperan la hoguera, el pan y la sal. Porque caminar, desplazarse, colocar los pies uno delante de otro sin hacerse cargo de la ruta que se extiende ante el peregrino es sinónimo de reflexionar, que significa también avanzar, o retroceder, o perderse, en todo caso estar en camino, que diría Heidegger: el grupo de filósofos más afamado de la Antigüedad lleva el nombre de peripatéticos, de peripathos, o patio porticado, el del Liceo donde Aristóteles solía razonar con sus discípulos dando vueltas y revueltas entre las verandas hasta que se les consumían las suelas de las sandalias.

Pensar equivale a caminar sin tropiezos; creer, a ascender sin caer. En cierto momento explosivo de la historia de la civilización, algún maestro alarife debió de advertir que si al plano horizontal del zócalo se le suma una pequeña superficie vertical que a su vez concluye en otra nuevamente horizontal y la operación se repite indefinidamente, los hombres pueden elevarse sobre el suelo en un mágico remedo de la levitación y contemplar las cosas como lo harán los dioses, cuyos tobillos se hallan a salvo del barro de los senderos y las zarzas cruzadas. La escalera permitió a los hombres aproximarse a la divinidad, a los astros, a las alturas donde el aire es más puro y las desgracias de los pueblos pierden gravedad y rigor. No en vano la escalera aparece asociada en la historia de la arquitectura con la erección de los primeros templos propiamente dichos: los que remataban las cúspides de los zigurats, que servían a la vez para celebrar holocaustos en honor de los inmortales y observar más de cerca el paciente baile de las constelaciones en el hemisferio de la noche. Allí arriba todo es tan puro, tan nítido, tan tajante, que cuesta creer que el éter no sirva de residencia a criaturas mejores que nosotros, seres no atribulados por la enfermedades y el tedio, dueños de la cellisca y el granizo, nosotros mismos desprovistos de todo cuanto nos pesa y nos hace ser, después de todo, nosotros.

Pero Zapatero nos ha traído tiempos de descreimiento y libertinaje y el piadoso hábito de subir escaleras cae paulatinamente en desuso: todos prefieren ese instrumento ateo, el ascensor.