miércoles, 31 de marzo de 2010

Pero tú, ¿por qué escribes?



La otra tarde, leyendo una entrada del blog de Patricio Pron sobre escritores de primera división, segunda, tercera y regionales, di en pensar varias cosas. Pron dejaba en el aire la cuestión de cómo es posible que haya tanto pobre escritor por ahí, llevando una existencia miserable en conventículos de provincia, autoeditándose o colaborando con fugaces revistas o editoriales que mueren al parir, como las mujeres antiguas; por qué siguen escribiendo estos individuos, a los que la suerte elude como a apestados o teleoperadores a la hora de la siesta, por qué abren portales de internet y blog llenos de poemas o microrrelatos mal alumbrados, por qué se dedican a insultar y malmeter, bajo el membrete del anonimato, en los blogs de otros escritores que, según su bisoño criterio, sí han conocido el triunfo. En suma, la gran pregunta es: ¿por qué escribir? ¿Para qué escribe uno, qué espera de la escritura? ¿Qué sentido tiene, si es que tiene, el acto doloso de escribir? Esto me llevó a concluir que si soy escritor (adoptemos la primera persona del impersonal) puedo haber llegado hasta aquí por varios motivos. [Aclaración previa: considero escritor a todo el que escribe, publique o no; en realidad, hay mucha gente que escribe sin publicar, como mucha que publica sin escribir; lo que me estoy cuestionando aquí no es por qué la gente edita libros, sino por qué los hace, independientemente de que luego vean la luz pública o no.] Yo soy escritor...


1. Por éxito. No sé si recordaréis cierto anuncio de coches que emitían por la tele hará unos años. La protagonista era una chica monísima a la que acababan de echar del trabajo (lo contaba todo ella en off), que había cortado con su novio y a la que amenazaba una bancarrota. Todo parecía irle de pena, así que uno no entendía por qué estaba tan contenta (porque la voz y el tono que empleaba al referir todas estas calamidades no era de compunción ni muchísimo menos). Hasta los planos finales: entonces llega la tipa a su casa, deja sobre la mesilla las llaves con el llavero de la marca de coches en cuestión, que no recuerdo, y nos dice como la que no quiere la cosa: “Por cierto, mi primera novela está siendo todo un éxito”. Uno puede escribir en busca del éxito, sí. En busca de ese mismo tipo de éxito que aparece en los anuncios de coches y las revistas de tendencias: porque escribir (la idea de escribir) viste, es un complemento reluciente y se parece a veranear en Saint-Tropez. Hay muchos abogados montados en el dólar, presentadoras de postín y políticos hartos de marisco que, llegados a cierto punto, se dicen: ¿por qué no escribir un libro? (o mandarlo escribir, claro.) El libro es como el detallito final que falta en la casa de la Barbie. Y se ponen a escribir, sí. Y se lo pasan pipa, seguro (luego alguien lo corregirá, por supuesto), y darán charlas en los cócteles, frente a mujeres operadas que los mirarán bizqueando, sobre lo difícil que es escribir un libro y la paciencia que hace falta. En este sentido, uno escribe como se compra un Audi o alquila un yate: muy bien, cariño, ¿por qué no después de volver del gimnasio?


2. Por el nombre. Porque ser escritor, decir que uno es escritor, que a uno lo presenten como tal en una cena o imprimirlo en una tarjeta, joder, eso mola. Hay un aura en torno al escritor, algo mágico, algo que lo aparta del común de los mortales. No pertenezco (supuestamente) a ese mundo polvoriento de la secretaria y el funcionario, no gasto mi vida (supuestamente) pagando hipoteca y llevando a mis hijos al parque temático. Yo soy lo que tú, pobre diablo, siempre quisiste ser: me dejo el pelo largo y bebo whisky sin hielo. Este podría ser, digamos, el modelo social de escritor. Este escritor a veces ni siquiera escribe, o no hace falta que se moleste: basta con que garrapatee un par de párrafos cada dos semanas, porque suele estar bloqueado. Aparte, la vida le llama. Frase fetiche: “prefiero la vida a la literatura” (como si alguien le obligara a elegir entre dos canapés). A menudo, se trata de una mera pose para ligar o hacer amigos, para ser admitido en el grupo. Y está bien, me gustan estos escritores: permiten que la profesión conserve algo de su viejo romanticismo. Los más inteligentes de ellos, por supuesto, no se toman en serio.

3. Porque soy artista. Porque los serios son estos. Los peores, sin género de duda, los peligrosos: aquellos que señalaba Pron, los que escriben para la posteridad y se amargan porque nadie los lee, los que se compran todos los suplementos literarios sin que falte uno y rastrean quién y por qué aparece en la página par y quién y por el contrario figura en la impar, los que consideran que el acto de escribir es profundo, sagrado, arcano, místico, los que se creen miembros de una cofradía de elegidos dotados de una especial sensibilidad o de un especial entendimiento, los que juzgan y sientan cátedra, los que dicen no escribir para nadie y envidian las cifras de ventas de esos a-los-que-no-merece-la-pena-leer. Si uno de estos, encima, obtiene el éxito (premio o celebridad crítica, que a veces pasa) entonces es el acabóse: existe la justicia poética (ver mi definición de dicho concepto en el post previo).


4. Porque sí. En fin, ¿y por qué no? Escribo como tú coleccionas sellos o montas maquetas, para distraerme, y relajarme, para pasar el rato. Escribo como terapia: me despeja, me ayuda a sobrellevar el tedio y la angustia que a veces te caen a plomo como una sábana mal sujeta al tendedero. En realidad habría preferido dedicarme a la música, que es lo que amo sobre todas las cosas, o al cómic o a la reparación de relojes, pero de joven descubrí que esto de escribir se me daba más o menos bien, y seguí con ello. Ahora, de repente, me veo con no sé cuántos libros publicados y descubro que me gusta, que me resulta imprescindible escribir. Sé de sobra que la posteridad no va acordarse de mí, ni pretendo que lo haga; admiro a dos o tres personas que escriben, porque creo que su relojería funciona con perfección casi suiza, y los imito en cuanto tengo ocasión. ¿Qué es el éxito? Tener dos cosas: el tiempo y la indiferencia.

martes, 23 de marzo de 2010

Diccionario de arena, 2: cultura simultánea



Cultura:
n. f. Aptitud útil para imponerse a los rivales en ciertos juegos de mesa.

Justicia: n. f. Coherencia interna o simetría moral que muestran las cosas cuando salen como a mí me gusta. ~ poética: Satisfacción resultante de recibir una distinción pública o enterarse de que un enemigo ha muerto.

Pedantería: n. f. Efecto acústico que producen ciertas frases o ciertos apellidos al repetirse continuadamente en la boca de un individuo.

Regla: n. f. Cada uno de los preceptos respetando escrupulosamente los cuales cualquier jugador cuenta con la oportunidad de perder en una partida.

Salud: n. f. Lapso entre resfriado y resfriado. ~ mental: Estado ideal que se supone a ciertos individuos no internados en hospitales psiquiátricos.

Simultáneo: adj. Acontecimiento que mañana sabrás que está teniendo lugar justamente ahora.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El título, 2: Breve lección de geometría


La deuda. Una lectora de esta bitácora tuvo a bien recordarme hace una semana que voy por ahí incumpliendo promesas y que eso no corresponde a las personas decentes, sino a estafadores, aprovechados, cargos electos y demás ralea. En concreto, según muy bien me recuerda ella, dejé en el aire una prometida segunda parte sobre el arte de poner títulos que debería haber sido publicada en el otoño de 2008 y que por motivos ajenos a mi voluntad (os lo juro con la mano en el pecho) se quedó en el aire donde pronto terminó por esfumarse. Pero ahora vuelvo a tomar ese aire, lo introduzco en un recipiente, lo someto a diversas operaciones alquímicas hasta lograr que se condense y voilà: si lo prometido es deuda, Araceli, acabo de despegarme del innoble montón de morosos que existen en este planeta.

No es cosa de broma, esto. Para empezar, hay que tener en cuenta que titular no es cosa para tomarse a la ligera. Titular (y esto creo haberlo dicho ya en mi entrega previa) puede impulsar una obra al estrellato de lo imprescindible o ahogarla en el polvo de las traperías anónimas, ahí donde van a saldarse los excedentes de edición. Con el mismo cuidado tratamos de elegir apropiadamente el nombre de nuestros hijos, porque no es lo mismo llamarse Serafín que Napoleón: vestigio éste del modo atávico de pensar (presente en el animismo primitivo, como bien documenta Sir James Frazer, y en la cábala hebrea) según el cual el nombre es espejo o resumen de la persona y lo contiene y lo protege, de manera que añadir una tilde o restársela puede provocar en aquel al que nombra mutaciones que mejor ni imaginarse, que le salga un apéndice o que se le caiga, o que se le venga encima un tranvía, o un premio de lotería, etcétera. En suma: que titular es algo muy importante; esencial; básico.

Y por qué. Pues porque el título incluye ya la primera definición de la obra por parte del autor. Luego llegarán la presentación y las botellitas de agua mineral, el dossier de prensa de la editorial, el encuentro con los periodistas y demás, pero antes, en su origen, a la hora de concederle una matrícula, el escritor ha de comprometerse estableciendo un nombre. Ese nombre nos indicará, principalmente, a) El tono de la obra, su intención, sus pretensiones; b) El modo que el autor tiene de verse a sí mismo y a su obra. Porque a la hora de poner el título, el creador se desnuda más que nunca: ahí, mejor que en ninguna otra parte, puede verse si es un pedante, un tímido, un engreído, un idiota, un maestro, un esnob (entre otras categorías). Un autor transparente, amante de la línea recta, igualitario, no se andará con zarandajas y elegirá un título al que todo el mundo pueda acceder: un título en forma de pasillo que conduzca directamente a la obra, sin extravíos posibles. Ejemplo cabal: la última novela de Matilde Asensi se llama Venganza en Sevilla. ¿Alguien espera sorprenderse de encontrar dentro puñales, intrigas familiares, callejones, traición y redención a partes iguales? En el extremo opuesto se hallará el autor arcano. El que se parapeta en el fondo de su biblioteca o de su prestigio, el que se quiere difícil o único, el que expresa abiertamente a la adocenada humanidad que no todo el mundo cuenta con la inteligencia o el talento necesarios para comprender su obra. Aquí el título será un mero biombo, una celada o un laberinto; exigirá un esfuerzo de interpretación por parte del lector: será una potencial trampa. En los concursos literarios uno se encuentra muchos de estos; quiero decir, autores gigantescos que la gran muchedumbre de profanos no puede comprender ni de lejos, y que apenas condescienden a mostrar su desprecio por el rebaño. Una vez en que yo hacía de jurado, me tocó leer (intentar leer) un manuscrito que llevaba el encabezamiento (y no es coña) de Apolíon: tú o yo, mi/nuestro Anticristo. Toma.



En línea recta. Así que, a falta de mejores criterios, ya hemos realizado un primer acercamiento a los títulos dependiendo de la relación que exista (que el autor desea que exista) entre dicho título y lo que pretende decir. En este nivel, analizar un título se convierte en todo un ejercicio práctico de estética, de psicología, de estrategia comercial (porque el primer cometido de un buen título es o debería ser, no lo olvidemos, seducir al lector). Los autores castos, con pretensión de honradez, cuya retórica suele consistir en la aparente ausencia de retórica, se decantan mayoritariamente por lo que, usando un símil geométrico, podríamos calificar de título rectilíneo, y que podríamos definir así: Rectilíneo: título que establece una relación biunívoca con su contenido y que consiste en un retrato de lo más visible del mismo. Ejemplos: La metamorfosis (o La transformación) de Franz Kafka (un libro donde un hombre se metamorfosea (o se transforma) en un insecto gigante); La carretera de Cormac McCarthy (una novela donde un hombre y un niño van por una carretera); El asedio de Arturo Pérez-Reverte (una novela donde la ciudad de Cádiz es sometida a un asedio). La línea recta puede venir motivada por varias opciones estilísticas o comerciales. Una, la deliberada sencillez, que coincidiría con una apuesta por una estética de mínimos, de frases cortas y parca en metáforas (creo que los ejemplos de Kafka y McCarthy son palmarios al respecto); otra, la percepción de que al lector no le gusta que le tomen por tonto ni le miren por encima del hombro con altisonancias o estruendos: a un libro para todo el mundo ha de corresponder un título para todo el mundo (volvamos a Venganza en Sevilla). Por supuesto, la línea recta tiene de su parte la elegancia, la luminosidad, la contundencia (hay títulos rectilíneos, generalmente consistentes en dos palabras, que se hallan entre lo mejor del acervo que ofrecen las bibliotecas: El acoso, La náusea, La peste). Aparte, ya sabemos que la línea recta siempre es la distancia más corta entre dos puntos, incluidos emisor y receptor.

En diagonal. Pasemos al segundo tipo. Diagonal: título que establece una relación indirecta con su contenido, ofreciendo al mismo una aproximación parcial o limitada a alguno de los aspectos que lo conforman. Ya sabemos que una obra literaria, si es buena, no consiste en un bloque y que presenta diversos matices, fachadas o ángulos desde los que ser observada; un clásico de la literatura puede ser, a la vez, la historia de la degradación moral y sentimental de una mujer casada, una denuncia de la mediocridad imperante en las ciudades de provincia francesas, un estudio psicológico, un pastiche de novela rosa, un recuento de técnicas posibles para la redacción de novelas. A la hora de titular, el autor se ve en una embarazosa situación: debe reducir toda esa multiplicidad de texturas a una sola, sacarse un prisma del bolsillo y refractar el espectro luminoso de su arco iris para conseguir un rayo de luz blanca, que incida sobre un punto y sólo sobre uno. Es el motivo de que muchos maestros del pasado hayan renunciado a ofrecer pistas sobre el contenido real de la obra limitándose a consignar, en el encabezamiento, el nombre de su actor principal (Madame Bovary, Ivanhoe, Drácula, Anna Karénina). En sus Apostillas a El nombre de la rosa, Umberto Eco confiesa que, consciente de la amputación que todo título entraña, hubiera deseado titular a su novela sencillamente Adso de Melk: porque en dicho marchamo quedarían incluidos los asesinatos de la abadía y las enseñanzas del inigualable Guillermo de Baskerville, sí, pero también las diatribas en torno a dominicos y franciscanos, las visiones del Apocalipsis, las relaciones poco edificantes del narrador con una mujer del poblado, y todo lo demás. Sin embargo, Eco hubo de conformarse con un título bastante curioso, que constituye un buen ejemplo de diagonal: elude exponer frontalmente la parte más visible del relato, lo cual pecaría de simplón y obvio (otro título descartado fue La abadía del crimen), y escoge una aproximación alternativa, un acercamiento oblicuo (El nombre de la rosa remite a las discusiones filosóficas que trufan la novela y al propio artificio literario en que la novela consiste, hecho de nombres y palabras). El título diagonal es el más extendido en el universo de los títulos, porque suele satisfacer varias exigencias y solventar varios problemas: 1. No peca de sencillez, que en ciertos ámbitos (como el editorial) es a veces menos virtud que defecto; 2. Permite licencias poéticas más o menos al alcance de todo el mundo; 3. No obliga al autor a reducir su creación a un objeto plano que sólo puede mirarse de frente, detrás de una pantalla, sobre las dos dimensiones de una tela o un papel. Ejemplos, y recurro a lo primero que me sale a la vista: El cielo protector (Paul Bowles), El orden natural de las cosas (António Lobo Antúnes), El príncipe destronado (Miguel Delibes), Confesiones de una máscara (Yukio Mishima).


La línea se quiebra y se rompe. Cuando la diagonal se repite en más de una dirección, nos hallamos con una línea quebrada o en zigzag. Quebrado: título que establece una relación de contraposición, irónica o crítica con su contenido. El autor nos está avisando de que su obra ha de leerse con cuidado, de que no todo ahí dentro es como parece: hay intenciones ocultas, minas antipersonales y cepos a cada paso del camino. Generalmente, el título quebrado encabeza textos satíricos, denuncias de la realidad, astracanadas, cosas para entender las cuales el lector ha de activar en su cerebro un nivel superior de percepción por encima del que le ofrece los cinco sentidos y el sentido común. Valgan como ejemplos la nomenclatura nacional del clásico de Adlous Huxley Un mundo feliz (cuyo título original, extraído de la cita de Shakespeare que abre la trama, es Brave new world), la ácida y desternillante Mundo maravilloso de Javier Calvo, la turbia El siglo de las luces de Alejo Carpentier. Y cuando la línea quebrada sencillamente se rompe de tanto retorcerse, estamos ante un título, digamos, discontinuo. Discontinuo: título que no presenta relación apreciable de orden común o lingüísticamente transmisible con el contenido al que representa. Un tipo de título, evidentemente, muy apropiado para amantes de lo secreto, la minoría y la élite, que abundó en la primavera del surrealismo y que todavía se ve por ahí en las secciones de poesía de las librerías: La naranja mecánica, de Anthony Burgess, La máquina de languidecer, de Ángel Olgoso, El almuerzo desnudo, de William Burroughs, La sed adiestrada, de Julio César Jiménez.

En entregas sucesivas seguiremos desentrañando los misterios del arte de titular. Menester no pequeño y de no poco mérito, que casi podría considerarse un género literario en sí mismo. Pero no me atrevo a prometer nada, que luego está Araceli por ahí y me tira, con razón, de las orejas.

lunes, 8 de marzo de 2010

Enciclopedias de mi vida



Iter Sopena. Un tomo recio, con las pastas duras de color amarillo y banderas. Un hombre con gafas venía cada curso a ofrecérnoslo a los niños del colegio, ponderando la justeza de su precio (que he olvidado) y la cantidad de palabras que contenía. Nunca lo compré: papá decía que ya teníamos diccionarios en casa, sobre todo uno en varios volúmenes que avasallaba a todos los demás (ver siguiente punto y aparte). Al asomarme por encima del hombro del resto de mis compañeros, vi que el Sopena era un océano de páginas amarillas donde estaban todas las cosas que permite el idioma (hasta mojón y puta, sílabas que nos llenaban de risa y de un secreto horror). Pero recuerdo, por encima de todo, las ilustraciones: dibujos a plumilla o grabados de selvas, planetas, la circulación sanguínea, África, Fernando e Isabel los Católicos, armaduras (estaba entera y había flechas que indicaban el nombre de cada pieza: yelmo, celada, visera), músicos, pistolas, aviones, alimentos. Cuando alguien me lo prestaba, yo me dedicaba a hojear sin tiento, aguardando la sorpresa que me deparara el orden alfabético. Entonces comprendí, por primera vez, que el universo cabe en un libro. Que, a su modo, es ese libro.

Larousse. Básicamente, diez tomos (ver fotografía inicial del post). En el salón de casa, en lo alto de un mueble al que poco a poco fui llegando de puntillas cuando el metabolismo me lo permitió. Encuadernación de piel, verde con filamentos dorados, un número en cada volumen y una clave incomprensible: 1. A-Bap; 2. Baq-Clin; 3. Clin-Dub... Mi padre hablaba con reverencia de aquellos diez monstruos de grosor espantoso a los que había que sumar los dos suplementos. Era la edición de 1967, que él había reunido fascículo a fascículo y luego encuadernado para entronizarlo en lo más alto de la caoba del salón. Me veo una tarde, preguntándole a mi padre qué significan esas siglas (a-bap, baq-clin, etc.) que aparecen en el lomo de cada libro, imaginándome algún lenguaje arcano que serviría para invocar entidades de otra dimensión (por entonces yo aún no había comenzado a leer a Tolkien y a dejarme llevar por el alto élfico y esos extravíos, pero andaba cerca). Mi padre me explicó entonces, y esto lo recuerdo como si lo viera a través de un cristal, que en esos libros estaba todo. La idea me sobrecogió: ¿todo, absolutamente todo? Pensé, y lo dije en voz alta, y mi padre se rió: ¿todo? ¿También esta casa, también estos muebles, también nosotros? (Idea deslumbrante: una enciclopedia donde estuvieran recogidos todos los nombres, todos los hombres: que diera una definición objetiva y cabal de cada individuo, de cada destino, sin temor a equívocos.) Con el tiempo, le tomé tal amor a la Larousse (tardes y tardes que se convertían en noches, en el sofá del salón, con el cuarto o el décimo volumen entre las rodillas (eran mis favoritos), ganduleando de aquí para allá, deteniéndome en lugares o personas al azar, mirando las viejas fotografías y los retratos borrosos, interpretando mapas en blanco y negro donde los ataques de Napoleón apenas se diferenciaban de los contraataques de Wellington, oliendo la humedad y el polvo acumulados en las páginas, oyendo cuartearse y luego hacerse pedazos la encuadernación del lomo (la remendé hasta tres veces con adhesivos varios), siendo inmensamente feliz), tal amor, digo, que con la salvedad de mi hijo, de mi señora esposa y de alguna otra persona la considero, probablemente, la presencia más importante de mi vida. Sigue en casa de mi padre, aunque tengo, naturalmente, otra copia (idéntica: 1967) en casa. Se la compré a un librero de segunda mano, debidamente apulgarada, por doscientos insignificantes euros.

Espasa. Hablo de la edición monumental de los ciento cincuenta y tantos volúmenes, no de la versión abregée para cobardes que sacaron luego y que reducía su inmenso caudal a diez tomitos de juguete. Ocupaba, entera y verdadera, una pared del oscuro zaguán que en su día fue la Biblioteca Pública Mateo Alemán de San Juan de Aznalfarache, mi patria chica. Luego topé con los ejemplares de la Biblioteca Pública de Sevilla, notablemente más deteriorados hasta llegar, en el caso de algunos, al estado de coma. La tipografía era rancia a más no poder, el estilo y la ortografía conservaban giros que olían a tumba. De las ilustraciones mejor ni hablar: las ciudades y los rostros apenas se reconocían por debajo de la niebla. Pero, eso sí, el detalle resultaba maniático hasta marear: fechas exactas de nacimiento y muerte de los aludidos, traducción de cada término a cuatro o cinco lenguas (incluyendo el ruso), cifras en columnas que hubieran hecho las delicias de un loco de la estadística (población, renta per cápita, frecuencia de precipitaciones, altitud sobre el nivel del mal) y, sobre todo, los mapas: planos de capitales congeladas circa 1914 (remota primera edición levemente retocada en la sucesivas) y sacados de algún baedeker de los tiempos del casco prusiano (el del pincho). Para dar idea del nivel de minuciosidad: el artículo sobre el Imperio Austro-Húngaro contiene una lámina con los colores, galones e insignias de todos los cuerpos del ejército de Francisco José, al menos de los que lucieron en la Gran Guerra; lejos de limitarse a precisiones astronómicas, el artículo sobre la luna se prolonga en un estudio de los mitos y los rituales asociados a ella desde el Paleolítico a nuestros días. Estuve a punto de comprarla (un vendedor cayó sobre mí a bocajarro), pero la salud de mi matrimonio (creo ya haberos dicho que Teresa es adicta a los espacios abiertos) se ha beneficiado de aquella negativa.


Britannica. La madre de todas. El origo et fundamentum. Nunca la he tenido físicamente delante (si exceptuamos ese remedo satinado y lleno de barniz que ahora venden por catálogo), pero su rumor legendario me ha hecho soñar y deslumbrarme desde lejanas tardes. Basado, como siempre, como todo, en Borges. Os recuerdo que la noticia que Borges recoge de John Wilkins, el inventor de la lengua perfecta (“El idioma analítico de John Wilkins”, en Otras Inquisiciones), está extraído de la undécima edición de la Britannica; que la Anglo America Cyclopaedia de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (en Ficciones) es “una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902”. Hay muchos otros ejemplos de devoción desperdigados en la obra del argentino, pero ahora no me acuerdo. Sí he retenido, no obstante, su respuesta a una entrevista de hacia 1985, cuando ya estaba a punto de dejar de ser Borges: “Apenas duermo, como poco, no salgo de casa; mis únicos vicios son leer la Britannica y no leer a Enrique Larreta”. El otro día, por azar, di con la Eleventh edition de esa criatura mitológica en versión facsímil y online, aquí. Es el último, glorioso episodio de un amor por las enciclopedias que ha llenado las horas más gozosas de mi vida, y que sigue constituyendo, para mí, el antídoto más poderoso contra la derrota y el aburrimiento (dos nombres de lo mismo). Desde que descubrí la página el pasado viernes, llevo ratos y ratos quedándome ciego frente a la pantalla repasando la fisiología del cerebro (la fisiología del cerebro de 1911, y eso es lo apasionante), la historia de los ángeles (con notas en hebreo), los principios de la frenología, la antropología de los hiperbóreos. Ah, Internet que no estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.

martes, 2 de marzo de 2010

Tuning Hawking




Pantes anthrópoi tou eidénai oregontai fusei

Aristóteles, Metafísica, I, 980a


Según os comenté la semana pasada, últimamente me cuesta la propia vida dedicarme a leer ficciones. Al rato me aburro, o empiezo a acordarme de un cuadro muy hermoso que contemplé en cierta pared, o me ronda la idea de hacerme una ensalada para cenar esta noche, y tanto la trama como los personajes se me diluyen igual que el aceite y el vinagre entre los festones de la lechuga. De manera que de un tiempo a esta parte (antes también lo hacía, pero ahora más y mejor), me dedico a leer ensayos, y en concreto ensayos de divulgación científica. Me parece percibir que alguno de vosotros eleva la ceja de su ojo izquierdo con recelo: ¿es que este ha cambiado Quimera por el Muy interesante? ¿Y los deterioros cerebrales que podrían seguirse de semejante canje? Amigos, me gustaría defender aquí, ante toda la humanidad, el muy meritorio género de la divulgación científica. Porque ¿hay algo más posmoderno que tunear la sillita de ruedas de Stephen Hawking?


Los franceses emplean el término algo ofensivo de vulgarisation; y no se refieren (o no sólo) a meter zombis en Pride and prejudice o a trocear a Tolstoi en tres o cuatro cómodos capítulos que digerir por televisión los viernes por la noche: es el calificativo que se otorga a un tipo de género literario cuyo fin confeso es difundir, o democratizar, los conocimientos científicos comúnmente limitados a un cenáculo de especialistas. Para entendernos, en castellano se le ha dado el nombre algo menos venenoso de divulgación, y confieso que se trata de uno de mis géneros favoritos.


Mueve un tanto a sospecha, o huele mal, que muchos de los principales divulgadores científicos (pienso en Stephen Jay Gould) comiencen invariablemente sus obras tratando de disculparse por lo que hacen y de convencer al respetable de que su labor es perfecta e intelectualmente legítima: hace pensar que el propio divulgador considera que la divulgación es pura chatarra. Y no, no lo es. La difusión de la cultura a todas las capas de la sociedad (a todas aquellas que posean unas mínimas nociones de alfabetismo) constituye uno de los pilares fundamentales de la Ilustración, aquel viento de cambio sin el cual hoy no seríamos (no todos) lo que somos. Ya dijo Aristóteles que si el conocimiento no es universal, si no puede compartirse, comunicarse, grabarse en alguna parte, no es conocimiento en absoluto. Descartes y Galileo, en el siglo XVI y en el XVII, decidieron redactar sus grandes tratados sobre Física y Metafísica no en el latín de las academias, que precisaba de bisoñas anteojeras para ser desentrañado, sino en la lengua vernácula del verdulero y la taberna: escribían no para el docto, sino para el vulgo. En general, escribir para la gran mayoría (sea poesía, novela, teatro o ciencia) lleva aparejada una muy mala prensa, porque ciertos prejuicios petits bourgeois nos han convencido de que lo bueno, lo exquisito y lo valioso sólo pueden pertenecer a la selecta minoría que esquía en Baqueira-Beret y timonea un yate. Pero el gran hombre, como pone en no sé qué tratado chino de la época clásica, no es el que pronuncia soliloquios en la soledad de su cuarto, sino el que estremece multitudes.

En un artículo que respira una atmósfera enrarecida y algo cómica de derrota, George Steiner enuncia que, pese a la abundancia de metáforas y correlatos que suelen emparentarlos, ciencia y literatura (entendida como el arte de expresarse mediante letras) no pueden traducirse la una a la otra. El vulgo, dice Steiner (y ojo a la palabra, porque define muy bien desde donde nos habla), emplea alegremente, en la parada del autobús y la tribuna del periódico, la expresión relatividad: aunque dicha noción se haya trivializado, se haya aplicado a multitud de situaciones diversas desde el encuentro entre culturas hasta la psicología de la pareja, nunca nadie fuera del orbe de las matemáticas (ciencias inefables) entenderá de veras qué quería decir Einstein cuando forjó el mismo concepto. En suma, que nadie, salvo un físico de alto nivel, entenderá jamás lo que significa la teoría de la relatividad, por mucho que se lo expliquen (precisamente porque se lo expliquen) recurriendo al lenguaje coloquial. En fin, digo ya, con todos los respetos por George, que a mí esto me resulta una soberana memez. Es verdad que sin el debido andamiaje matemático y sin el manejo de una serie de nociones clave que pertenecen a ciencias abstrusas que no se hallan al alcance del ciudadano medio no se puede captar en toda su complejidad lo que dicha teoría enuncia; pero de ahí a afirmar que es, per se, incomprensible, y que debe permanecer encerrada en el limbo del especialista, hay, creo yo, mucha distancia. Por laberínticas que sean las cosas puede intentarse a ellas una aproximación mediante la palabra (es decir: por personal que resulte una emoción o un pensamiento, siempre podemos intentar ponerlo en común). Es más, opino que la vulgarización (traduzco literalmente del francés) o el intento de simplificar una cuestión nos permiten comprenderla o penetrar en sus recovecos con mayor profundidad que cuando nos limitamos a la jerga cuneiforme del laboratorio o del despacho. Como docente que soy, confieso que nunca acabo de entender más cabalmente algo (y explico a Hegel, a Heidegger y a Foucault, que ya es) como cuando lo trituro, destilo y sublimo para que pueda captarlo quien no posee ningún conocimiento previo de la cosa. Me anima el principio de Aristóteles con el que he abierto este post: Todos los hombres desean por naturaleza saber. Que es algo parecido a aquello con que nos torturaba Mercedes Milá en los tiempos de la Televisión Única, lo de queremos saber y todo eso. En fin, amiguitos, como decían en Königsberg: Sapere audete.