domingo, 23 de octubre de 2011

Lealtad


Habitualmente, la palabra lealtad nos evoca banderas, uniformes y juramentos sagrados, vidas dedicadas a una causa que exige sangre y que sólo de lejos tiene que ver con nuestros desvelos y congojas diarios. Pero lealtad es también el nombre de la amistad, del amor, de la cercanía y el consuelo que les debemos a esos seres que comparten con nosotros el plato de sopa y la conversación previa a que las luces se apaguen y todos nos marchemos a la cama, a soñar con los castillos de mañana. Lealtad es también el vocablo con que designamos la esperanza en nuestros ideales, la convicción de que el mundo, por bronco y hostil que sea, no tendrá poder para derribarnos ni para eliminar como un vendaval los ladrillos con los que nos gustaría ver edificado nuestro futuro, ese apartamento amplio y lleno de habitaciones del que a veces parece que hemos perdido las llaves. Hoy quiero hablar de la que tal vez es la entrada más valiosa del diccionario, esa lealtad, esa fidelidad a nosotros mismos y a quienes nos aman que debe sostenernos en los momentos en que nuestro camino serpentea por los bordes del abismo. Porque existen traiciones mucho más nocivas que las que dañan a la patria o a una promesa entregada: la peor traición consiste en dar la espalda a los espejos.

A veces, ser leal nos exige sacrificios que los demás no comprenden, y que incluso escapan a la pobre inteligencia de nuestros cerebros. Nos sorprendemos de que existan personas que calzan las mismas zapatillas de su adolescencia, aunque ya casi no sean más que pedazos de trapo llenos de hilachas y mugre; nos llama la atención que haya quien regresa como un peregrino a la casa que le vio nacer, tal vez hoy únicamente un solar con las vigas desnudas y tapias cubiertas de desconchaduras; nos alarma descubrir que conservamos en la agenda un número de teléfono que deberíamos haber tachado, en una página que debería ser arrancada pero que a veces repasamos con nostalgia o dudas. No se asusten ni piensen en psicólogos si todavía se encuentran un pijama viejo en el fondo del cajón o se niegan a condenar a la basura los cuadernos de caligrafía de la escuela: ustedes saben, aunque no lo entiendan, que esos objetos desamparados exigen su lealtad y que abandonarlos supondría una traición espantosa. Un pecado mucho mayor, sin duda, que no ponerse de pie al escuchar un himno.