jueves, 26 de agosto de 2010

Sobre el viaje, 1: los amigos del punto fijo




Y ahora llegarán todos, amigos próximos y distantes o simples conocidos de vista, y me describirán con lujo de detalles sus viajes por los cinco continentes, los siete mares, los ciento ochenta meridianos y los veinticuatro paralelos, mientras yo, quizá con rostro de compunción o secreto recelo, he de callar, dada mi condición de sedentario. Porque yo no me he movido de casa en todo el verano. Mis amigos, según me consta, han estado en Italia, en Croacia, en Kenia y en La Coruña; yo, por contra, me he limitado al modesto exotismo de mi piscina comunitaria. Ahora, con el regreso de todo el mundo, me toca la vez de sentirme acomplejado y disminuido, un poco bicho raro o tonto. Así, al menos, me sucedía en el pasado. Si por algún azar me había visto obligado a permanecer en casa durante el verano, oía las crónicas de los periplos de otros mordiéndome las mangas de la camisa, y de noche, durante el insomnio, programaba singladuras venideras por estepas y montes que dejarían en calzoncillos a todas las de la gente que conocía. Ahora, honestamente, me importa un pito. Creo que he descubierto que no me gusta moverme. Que antes lo hacía obligado por un oscuro impulso de competición que, venturosamente, ha desaparecido de mi interior. Ahora reivindico las virtudes de las estatuas: son las únicas criaturas que conocen el secreto del punto fijo.

El objeto del presente post, y de los siguientes, es dilucidar por qué la gente viaja. Qué hay de meritorio, envidiable o lúbrico en el viaje (en lo que llamamos viaje) que haga a los hombres (y mujeres) planearlos con denuedo durante su época de trabajo y desvelarse con los posibles inconvenientes o promesas que pueda traer. El ansia, la obligación de viajar se ha vuelto tan perentoria que aquel que confiesa que prefiere permanecer en casa es mirado con cara de alarma, como si hubiera revelado que acaba de descubrirse un bultito en la axila. Y sin embargo a no todo el mundo le gusta viajar, aunque nadie lo diga en voz alta para que no le retiren la palabra. Los motivos de dicho rechazo suelen ser los mismos en todos los casos: el verdadero viaje comienza y termina en el sofá de casa.

“La idea de viajar me provoca náuseas... El tedio de lo constantemente nuevo, el tedio de descubrir, bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, la perenne identidad de todo, la semejanza absoluta entre la mezquita, el templo y la iglesia, la igualdad de la cabaña y del castillo, el mismo cuerpo que es rey vestido y salvaje desnudo, la eterna concordancia de la vida consigo misma, el estancamiento de todo lo que, vivo sólo por moverse, está pasando” (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego. Edición de Ángel Crespo. Barcelona, Seix Barral, 1991, p. 280).

A Bernardo Soares, el alter ego de Pessoa en esta confesión íntima y llena de provocación, le asquean barcos y trenes porque el único desplazamiento valioso, el único posible o real, transcurre en la imaginación. La imaginación es mucho más vívida, auténtica y fiel que esa cosa manoseada que llamamos realidad: “únicamente no hay tedio en los paisajes que no existen, en los libros que nunca he de leer” (Ibídem). La imaginación, además, dispone de la ventaja de no necesitar reservas, pasaportes, horarios, etcétera. En la imaginación, por suerte, no hay turoperadores.

“Sólo le quedaba el tiempo justo para salir corriendo hacia la estación, pero una inmensa aversión al viaje, una imperiosa necesidad de quedarse tranquilamente donde estaba, se iban adueñando de su voluntad con una fuerza cada vez más insistente, cada vez más tenaz. Pensativo e indeciso, dejó que fueran pasando los minutos, haciendo de esta forma más difícil su decisión.
—Si me voy ahora —se dijo— tendría que correr a toda prisa para conseguir un billete, y luego me tocaría andar a empujones con todo el mundo para llevar y colocar el equipaje, pues ¡menuda lata! ¡No merece la pena tanta molestia!” (Joris-Karl Huysmans, A contrapelo. Edición de Juan Herrero. Madrid, Cátedra, 2000, pp. 272-273.)

Lo mismo opina el duque Jean Floressas Des Esseintes, el mayor campeón de la apatía de cuantos nos ha dado la historia de los libros. La realidad tampoco puede competir para Des Esseintes con la perfección y la nitidez del ensueño: en la fantasía el viaje siempre es perfecto y prescinde de incomodidades; a ras de la materia, por el contrario, se reduce a esas triviales incomodidades que parece mejor soslayar. Por tanto, es mucho más preferible permanecer en casa e imaginar que uno viaja. Aprovisionarse de guías, de diarios, de perfumes, de sabores, de imágenes y figurarse que se ha abolido la barrera de espacio y tiempo que nos separa de nuestro destino y que, de algún modo, ya estamos allí. En realidad, siempre habíamos estado allí. Porque, en cierto sentido, todo lo que el viaje despierta ya se encontraba en nuestro interior, en letargo. Lo único que hace el billete de tren es removerlo, despertarlo, como el poso en el fondo de la copa de vino.

Este sería el último motivo, y quizá el más poderoso, para no moverse de casa. Lo que hace que el viaje merezca la pena es que suscita alguna emoción en nuestras profundidades, que nos premia con un sentimiento que antes no teníamos o que vivía adormilado en nuestro interior. Por tanto, el viaje es sólo un pretexto, un detonante de cargas interiores. Por tanto, como tal, es innecesario: bastaría con hallar algún otro producto químico que produjera los mismos resultados. El único viaje que merece la pena es el viaje interior. Todas estas certezas, o similares, impulsaron a Xavier de Maistre a escribir en 1790 su singular Viaje alrededor de mi cuarto, donde se demora en describir detalladamente su sofá, ropa de cama y cojines, por no hablar de la gata que le contempla desde uno de los brazos forrados de organdí. Al recensionar la obra, el hermano de Xavier, el politólogo protofascista Joseph de Maistre, trató de tranquilizar a la opinión pública dando aviso de que la intención del autor no era eclipsar a otros grandes exploradores de la modernidad: “Magallanes, Drake, Anson y Cook”. Pero, sin duda, en el viaje de su hermano había mares y penínsulas aún sin retratar que esperaban el lápiz de algún cartógrafo. Tan satisfecho quedó Xavier con aquellos horizontes que regresó a ellos, de noche. En 1798 atacó Expedición nocturna a través de mi cuarto, donde matizaba sus experiencias previas añadiéndoles la claridad mortecina de la luna. En 1799, Alexander von Humboldt iniciaba un prolijo recorrido por los confines del mundo que le serviría de excusa para su excesivo Del Orinoco al Amazonas. Viaje por las regiones equinocciales del Nuevo Continente. Un dispendio de páginas y, sobre todo, de energía.

El hombre no siempre consideró imperativo viajar. Se sabe que en la Antigüedad las personas corrientes evitaban todo lo posible abandonar su localidad natal y que, en caso de tener que hacerlo (a lo que algún funesto compromiso obligaba a veces), hacían testamento antes de salir y se despedían de sus familias como si jamás fueran a volverlas a ver: el mar, los bandidos, las enfermedades, las tormentas, los imprevistos de toda laya acechaban al viajero en cada recodo del camino. ¿Por qué, entonces, el viaje atrae hoy a individuos sin un mínimo afán de aventura y anima a gastarse los cuartos alejándose de casa? ¿Por qué el sedentario se siente minusválido si no viaja? Intentaremos responder a estos indigestos enigmas en las entradas que seguirán. No seréis más felices al enteraros, pero quizá sí más sabios.