jueves, 28 de mayo de 2009

Lou despega



El saxo alto. Comencemos, noblesse oblige, con una cita. Dijo Nietzsche (ese gran proveedor de los dietarios): “Decir Venecia significa decir música”. Y yo le parafraseo y digo: decir saxo alto es decir Charlie Parker. Muy cierto, por lo demás, pero no sólo eso. Porque nos dejaríamos en el tintero a una remesa de nombres enormes que han alegrado durante décadas, antes y luego, los oídos de los aficionados al jazz. Es decir: Johnny Hodges (¡esos blues y stomps con Duke Ellington!), Sonny Criss (¡esas versiones de color vainilla de los clásicos de Cole Porter!), Red Garland, o, cómo no, el inefable Lou Donaldson, que es de quien quería hablar aquí. Y todo porque el otro día, en la sección de discos de baratura de El Corte Inglés, adquirí una cosa despampanante con un cohete en la portada: Lou takes off. A menudo, Lou me sugiere tonadas para silbar o música de fondo con que distraer mi aburrimiento entre dientes; ahora, a todo lo superlativo que conocía de él (y es algo, como pronto veréis) debo sumar este título editado en 1957 por ese mecenas de la música con mayúsculas que fue Rudy van Gelder.


Yo pude verle. Cierto personaje de una de mis novelas mencionó en una ocasión que el peor pecado, peor que el pensamiento, la palabra y la obra, es la omisión. Jamás lamentarás tanto un acto, un adjetivo, una caricia como aquellos que perdiste, como aquellos que no llegaste a cometer. Todavía me desvela en los insomnios pensar que Lou Donaldson, con sus ochenta y tantos años a cuestas, anduvo por Sevilla, enrolado en el semifestival de jazz que patrocinaba la (entonces) Caja San Fernando, en compañía de Lonnie Smith, Melvin Sparks y algunos otros con los que grabaría burradas del estilo de Everything I play is funky o Mr. Shing-a-Ling. Pero por entonces yo andaba extraviado en otra clase de laberintos, no sé si éticos, etílicos, sentimentales o metafísicos en general, y dejé pasar a quien sin duda, y no me tiembla la lengua al decirlo, es uno de los músicos más poderosos del siglo que se fue. Ya sabemos que Parker tiene a su favor el revuelo mediático y la leyenda, agudizada por la película de Clint Eastwood; a cambio, Donaldson sólo puede ofrecer su talento. Porque toda su obra obedece a un programa expreso, puesto en evidencia por él mismo en multitud de entrevistas y contraportadas de elepés: hacer disfrutar al respetable con música de la mayor calidad posible.


Pero ¿quién es este? Donaldson comenzó su carrera documentada en los primeros cincuenta, cuando el estruendo de la ausencia de un Bird recién muerto aún temblaba en el aire y el espacio vacío de las salas de concierto. La influencia de Parker es innegable tanto en Donaldson como en cualquiera de los músicos de jazz contemporáneos, pero nuestro alto sax se propuso algo más que remedar las maneras del maestro: combinarlo y mecharlo y trufarlo con un montón de saxofonistas previos, los que iban desde Hodges hasta Benny Carter, Jimmy Dorsey o Louis Jordan. El resultado: una suerte de mainstream bien curado que en sus primeros tiempos bebe la resaca del bebop (a oír: sesiones con Donald Byrd en el Café Bohemia, sesiones con Clifford Brown, Richie Powell y Max Roach, sesiones con Horace Silver y Art Blakey y los Messengers), prosigue en los primeros sesenta formando la punta de lanza de eso que a falta de mejor nomenclatura llamaremos funky jazz (mi época favorita: la colección de grabaciones en que Donaldson se codea con Grant Green, Jimmy Smith y Big John Patton) y acaba, en los setenta, convirtiéndose en el abanderado del hard funky o funky de veras, esa combinación psicodélico-sicalíptica que podéis oír en los baretos de moda (Sevilla: Elefunk y Jackson) entre una orgía de órganos hammonds y guitarras calientes. Como sospecho que me dirijo a muchos desconocedores de su vida y milagros, espigo aquí algunos de los títulos imprescindibles de su discografía: Blues walk (1958), de lo más temprano con su nombre as leader; Gravy train (1961), con un tema imprescindible que da título al disco; Good gracious (1963) y The natural soul (1964), hitos del trío junto a Green y Patton; más la larga retahíla de versiones funky: los mencionados Everything I play is funky (1970) y Mr. Shing-a-Ling (1967), más Midnight creeper (1968), Lush Life o Alligator Bogaloo (ambos también de 1967). Me dejo, por supuesto, todos los títulos en los que colaboró as sideman, pero, coño, esto pretende ser un breve comentario sobre un disco puntual (el dichoso Lou takes off) y mira todo lo que llevamos escrito. No hay remedio: la mala erudición no tiene solución, como dijo el gran filosofo Duns Escroto, por ejemplo.


Lou despega. Corren los últimos años cincuenta. Mil novecientos cincuenta y siete, para ser exactos. Los yanquis andan acomplejados a la vez que muertos de estupor después de los últimos logros soviéticos en materia de viajes espaciales: los ivanes no sólo han logrado poner en órbita el primer satélite artificial, una especie de balón con antenas que gira sin parar en torno a los polos, sino que incluso han enviado una perra y hasta a un hombre a contemplar los continentes y la guerra fría desde todo lo alto, al otro lado del tapiz de nubes que circunda nuestros océanos. Cunden por doquier los símiles astronáuticos, los cohetes, las estrellas, las invasiones marcianas. Por tanto, no resulta extraño que el título que Lou elige para su disco sea Lou takes off (“Lou despega”), que en la carátula aparezca un cohete en pleno acto de ignición, que el primer y explosivo corte reciba el nombre de Sputnik. La selección consta de cuatro sucintos temas, que fluctúan entre los siete y los catorce minutos. El plantel, de sueño: a Lou, que entonces goza de treinta y dos angelicales añitos, se le suman un Donald Byrd de veintiséis y un Curtis Fuller con ofensivos veinticuatro. Además, aguantad la respiración, de Sonny Clark sin mono y Art Taylor. Podría hablar sin parar de este disco estupefaciente que me acompaña desde hace una semana en el reproductor de mi coche y aprovechar para emplear muchos símiles sinestésicos que en el fondo no aclararían nada: todo a lo que me atrevo es a recomendaros vivamente que os hagáis con él. A Sputnik o Strollin’ in, temas del propio Donaldson, se suman sus reconocidas versiones de Parker, en las que era un maestro. Para mí, la cumbre está en su interpretación de ese himno bebop que Dizzy Gillespie construyera sobre los cuatro tonos de una vieja melodía popular, Groovin’ high. El resto, cuando el último corte llega a su fin, es silencio: y la felicidad inenarrable de saber que con sólo apretar un botón la misma orgía de placer sonoro puede volver a comenzar. El mundo cabe en un botón, dijo también Duns Escroto: con sólo tocar un botón una mujer alcanza el orgasmo y se desencadena una guerra nuclear.


Habla el maestro: jazz de verdad. “El jazz debería ser simple y cada cual debería extraer de él lo que pudiera, como hizo Bird. Él simplemente se dedicó a extraer cosas, sacar cosas simples de cosas simples. Por supuesto, para eso se necesita talento y un montón de tíos carecen de él, así que tienen que dedicarse a experimentar con cosas más elaboradas. Pero eso no puede ser jazz de verdad. El jazz es algo elemental y básico, y así es como debe mantenerse. Lo que quiero conseguir es un estilo personal, identificable, basado en Bird pero que asuma todas las características y capacidades del saxo alto, ritmo, tono, melodía… el ritmo es lo más importante, creo: Bird tenía mucho ritmo a la hora de tocar. Pero también está la hermosura del tono, como Johnny Hodges, que puede tocar esas melodías tan lindas. Quiero asumir todo eso, pero no ir demasiado lejos; y sobre todo, ser yo mismo, que es realmente lo más importante de todo: no importa que los demás te tachen de triste” (citado por Robert Levin en las liner notes de Lou takes off, Blue Note 15371).

miércoles, 20 de mayo de 2009

Siempre acudo a una cita


“Nunca pienses sin citar: corres el riesgo de ser original”

YO


Magíster dixit. Hubo un tiempo en que la cita constituía parte inexcusable de todo discurso bien trabado, ya fuera oral o escrito, y en que ningún individuo podía pasar por culto sin trufar sus frases con la mención a dos o tres eminencias, cuanto más sonoras mejor. Esa necesidad de aval provenía directamente de la Edad Media, en la cual, según nos enseñan los manuales, imperaba el famoso Principio de Autoridad. Según este principio, la verdad no es democrática ni plural y consiste en el monopolio de una docena escasa de cerebros; no merece la pena buscarla por uno mismo, porque se esconde en lugares recónditos y no se halla al alcance de cualquiera; así que, más que fatigar la inteligencia en un rastreo inútil, parecía conveniente acogerse al criterio de alguien más sesudo y antiguo que nosotros que ya había sabido todo lo que había que saber en el terreno de un asunto dado. Creo que, después de El nombre de la rosa, todo el mundo está al corriente de que en el Medievo Aristóteles recibía el título honorífico de El Filósofo, y que bastaba la mera mención de esta antonomasia para dirimir un debate: lo dice el Filósofo o lo niega el Filósofo constituían la desembocadura obligatoria de cualquier exploración intelectual. Ese es el motivo de que las obras medievales y renacentistas (de Isidoro de Sevilla a otro sevillano, Pero Mexía) estén literalmente infestadas de citas y de que en medio de semejante jungla de nombres y títulos de tratados farragosos resulte imposible topar con un pensamiento original.

Odres nuevos. Aparte del Principio de Autoridad, se me ocurren otros motivos por los que un escritor, u orador, se puede sentir obligado a citar compulsivamente. Uno no desdeñable es la timidez: la persona que habla tiene sus certezas y convicciones como todo hijo de vecino, pero le da vergüenza exponerlas en público porque su criterio puede no valer un pimiento; por tanto, se escuda en la frase de cualquier señor con denominación de origen que pensó lo mismo, o algo parecido. Y está, cómo no, la ironía, que Borges, el santo patrón de El Testigo Ocular, manejó con mayor soltura que nadie: lo irritante, lo inevitable, no es la cita, sino la carencia de ella; citar se vuelve forzoso cuando ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir, tanto en literatura como en filosofía, y sólo nos resta repetir los apotegmas de antaño con distinto ropaje: viertan el vino añejo en odres nuevos, que diría el eximio (y medieval) Don Marcelino Menéndez Pelayo. Por último, y aquí me acerco al motivo central de este post, está la cita posmoderna. El Romanticismo, la contracultura, los beatniks y demás chatarra nos habían enseñado a creer que lo importante en cuestión espiritual era la inventiva propia, la originalidad, y que hojear libros no aumentaba un ápice nuestra valía como intelectuales. Pero esa edad pasó, como el verano del amor, y la hipertextualidad posmoderna nos obliga, a todos los que nos pretendamos enrolados en el mundo de la cultura, a citar sin parar, a manejar referencias, a saltar de Wittgenstein a Barrio Sésamo y de Mao a la manteca Tulipán sin despeinarnos el flequillo. Lo importante es citar, indicar fuentes, apellidos, marcas: el contenido importa bastante menos. Veamos algunos ejemplos.

Tú cita, que algo queda. Internet ha enseñado a los bípedos a fabricarse una cultura de cartón piedra, donde cualquiera puede ser erudito por el módico precio de un par de presiones con el dedo índice sobre el botón izquierdo de su ratón. Cuestión aparte es si el cartón piedra ha sustituido al hormigón también en el resto de ámbitos de nuestra vida (como la comida, el sexo, la información y todo lo que Baudrillard quiera); el caso es que, para hacerse notar en cualquier foro, lo mismo delante de un estrado que de una tapa de caracoles, todos se ven obligados a citar. Eso crea confusiones reveladoramente posmodernas. Por ejemplo, hay tres expresiones que en la última semana he oído atribuir a tres autoridades distintas y que, pese a ser ocurrencias de eficacia patente, no sé quién las acuñó por primera vez. Quizá nadie, o todos, o un fantasma, igual que el compositor de Las 1001 noches: esa imprecisión es lo que resulta típicamente posmoderno, igual que típicamente oriental. A ver: 1. “Lo importante es que hablen, aunque sea bien”. Pudo ser proferido por Picasso o Dalí. 2. “La inspiración siempre me sorprende trabajando”. Otra vez Picasso, o bien Hemingway. 3. “Un pesimista es un optimista bien informado”. Savater o Mario Benedetti (que en gloria esté). El lector es invitado a sumarse a las atribuciones, o, en caso de poder ofrecer datos fidedignos, a sacarnos del estupor indicando la autoría correcta de cada aforismo.

Quien esté libre de pecado… Lo que quiero decir, al fin y al cabo, es que las citas han proliferado últimamente como los champiñones y que en realidad nadie tiene ni puta idea de lo que cita, y lo que es peor: tampoco hace falta tenerla. Yo mismo reconozco haber metido la gamba en multitud de ocasiones (llevo años atribuyendo una frase de T. S. Eliot, “el hombre es una criatura que no soporta demasiada realidad”, a William James, por no hablar de las veces que he confundido a Max Scheler con Max Weber), y, lo que es más divertido y sin duda creativo, haberme inventado citas. Sabemos que el enorme E. A. Poe, en su intento de forjarse una imagen de hombre oscuramente culto, iniciado en libros o escritores que la gran mayoría de los lectores ignoraba, se sacó de la manga tratados de cartografía, sabios chinos y escabrosos filósofos alemanes que no existían más que en el limbo de sus borracheras. Entono el mea culpa: también yo he engrosado el catálogo de la historia de la literatura o de las obras de alguna lumbrera (como Oscar Wilde) con añadidos propios: que Martín de Riquer me perdone. Citar es algo involuntario, espasmódico, fatal: como dijo no sé si Cortázar, o Schopenhauer, o Andy Warhol, cito tanto porque me gusta estar rodeado de mis amigos.

Epílogo: prueba de cargo. En cierta ocasión, el escalofriante Julio Iglesias era entrevistado en el estudio color ámbar de Jesús Quintero. Ante la pregunta del entrevistador sobre si lamentaba algún episodio de su pasado y el silencio subsiguiente, la gran gloria de nuestra música respondió con cultura de alta graduación. En concreto, citó un poema de Borges, el poema más famoso de Borges, el más repetido en la red y el que podréis encontrar repartido por mayor número de blogs, webs, enlaces y portales. Uno más no hará bulto, así que aquí os lo dejo. Jamás el rostro de Borges, como en un vídeo de Michael Jackson, se pareció tanto al de Ana Rosa Quintana:


Si pudiera vivir nuevamente mi vida,

En la próxima trataría de cometer más errores.

No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.

Sería más tonto de lo que he sido, de hecho

Tomaría muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico.

Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría

más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.

Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería

más helados y menos habas, tendría más problemas

reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata

y prolíficamente cada minuto de su vida;

claro que tuve momentos de alegría.

Pero si pudiera volver atrás trataría de tener

solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,

sólo de momentos;

no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin termómetro,

una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas;

Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios

de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño.

Daría más vueltas en calesita, contemplaría más amaneceres

y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante.

Pero ya tengo 85 años y sé que me estoy muriendo.


Nosotros sí que nos estamos muriendo, amigos: pero no sé si de miedo o de risa.

jueves, 14 de mayo de 2009

¡Falsa alarma!


Noticia bomba. Gracias a los servicios inestimables de Inzitan e Ibuprofeno, una pareja con poderes no menos sobrenaturales y apabullantes que los de Osiris e Isis, mi espalda ha podido recuperar parte de su antiguo vigor y se muestra dispuesta a sostenerme en posición vertical por un espacio limitado de minutos que me permitirá desplazarme de mi vehículo particular a una silla y dirigirme a todos los curiosos que mañana viernes por la tarde se congreguen en la Feria del Libro de Sevilla.


Por fin viernes. Este post, por tanto, neutraliza el anterior. Mañana viernes 15 de mayo, a las 20:00 horas, en el Apeadero de la Feria del Libro de Sevilla, a la misma hora en que un cónclave de fans de Stephenie Meyer cubrirá de mercromina y polvos de talco otras casetas, vuestro atento Testigo Ocular discutirá, en compañía de Alejandro Luque e Inés Martín, sobre el legado inmortal de la obra de Stanislaw Lem. Estáis avisados.

martes, 12 de mayo de 2009

A la mesa con Lem


Problemas vertebrales. Mi plan de este viernes consistía en salir por la feria. No por la de los farolillos, los dipsómanos y las navajas, que ya concluyó felizmente un par de semanas atrás, sino por la del Libro, que en nuestra larga y cálida Sevilla se celebra del 14 al 24 del corriente. El viernes, Alejandro Luque y yo teníamos programada una parranda en torno a una mesa no menos redonda que la de Camelot, cuyo plato principal era la obra de Stanislaw Lem. Nos había propuesto el ágape, sin entrantes ni postre, la dueña de la librería La Araña, que se ocupa de estas cosas del terror, los dragones, la ciencia ficción y otros asuntos igualmente cubiertos de acné. Mi espíritu andaba desde un par de semanas atrás volando de acá para allá, la mar de contento por compartir mantel con Alejandro frente a plato tan suculento, pero hete aquí que la carne, que siempre agua la fiesta (según Platón y San Pablo saben) se metió por medio. Y más que la carne, el hueso: en concreto, las vértebras lumbares cuyos discos han acabado por deslizarse hacia mi espina dorsal provocándome indicios muy poco corteses de sus libertades. En fin, que ando desde el martes con los riñones convertidos en un patatar por culpa de una hernia y viéndomelas moradas para sostenerme en posición vertical, motivo que me prohibirá disfrutar de la mesa del viernes. Sin embargo, queridos curiosos, no quiero privaros de lo que podría haber brotado, en medio del inmenso aforo de la feria, de mi boquita de piñón. Así que os arrojo a la cara estas reflexiones lemianas.


Hacia la ciencia ficción. A lo largo de una carrera curiosamente simétrica a la de otro insigne maestro del género fantástico, Italo Calvino, Stanislaw Lem comenzó practicando el realismo, esa variante de literatura vanidosa e ingenua según la cual el universo entero puede caber dentro del lenguaje humano. Ambos, el italiano y el polaco, militaron en la resistencia antinazi y ambos, concluido el conflicto y traicionados por el establishment comunista, recogieron sus experiencias de guerrilla en volúmenes poblados de personajes desengañados y hambrientos, según era preceptivo en la época. Posteriormente, tanto para uno como para otro, llegaría el camino de Damasco y de advertir que la realidad es notablemente más extensa de lo que puedan pretender las combinaciones de veinticuatro caracteres fenicios. En el caso de Lem, la conversión a lo fantástico pasó por iniciarse en un género que en aquel tiempo se hallaba en sus primeros balbuceos y cuya propiedad era detentada casi en su totalidad por los escritores del otro lado del océano: la science- fiction. Un examen detenido de su obra demostrará sin ambages que Lem se ejercitó en la sci-fi menos por convicción tecnológica que en la búsqueda de un idioma más o menos popular que diera salida a sus obsesiones y paradojas, muchas de ellas poco aptas para ser trasladadas a argumentos narrativos y más próximas a la pura especulación o al puro disparate. En este sentido, Lem siempre se halló más cerca de los escritores de la ciencia ficción new age (Disch, Silverberg, Le Guin, Moorcock) que de sus estrictos contemporáneos de la orilla opuesta del atlántico, todavía enredados en encuentros con marcianos y guerras interestelares. Igual me equivoco, pero detecto en el polaco preocupaciones metafísicas, lingüísticas o epistemológicas que emparientan sus trabajos antes con los cuentos de Voltaire, Swift y Borges que con el rayo láser. Aunque las pistolas desintegradoras también abunden entre sus páginas, por supuesto.


A la sombra de Solaris. Lo más obvio de la literatura de Lem, la fachada que da a la calle, es naturalmente su ciencia ficción. Novelas y cuentos, repetimos, que sirven de escenario a excursiones intergalácticas, encuentros con civilizaciones de allende las estrellas, robots, y todo el resto de la parafernalia obligatoria en este tipo de casos. Títulos señeros de esta tendencia son los Relatos del Piloto Pirx, Edén, Diarios de las estrellas, Ciberíada. Todos ellos vienen marcados, aparte de por la utillería de papel aluminio ya mencionada, por el gusto por la especulación propio del Lem más personal y un sentido de la ironía que a menudo convierte sus relatos, por cabalísticos que sean (y muchos lo son) en puras fábulas, en el sentido esópico del término: apólogos o advertencias morales. Esto último resulta especialmente notorio en una colección como Ciberíada, las peripecias de cuyos protagonistas, robots neuróticos que campan por el espacio en busca del sentido último de la existencia, recuerdan demasiado a las de Cándido o el gigante Micromégas. Sin duda, la obra cumbre de esta sección de la literatura de Lem es su impresionante Solaris: un ejemplo patente, por lo demás, de que para el polaco la sci-fi es algo más, y algo menos, que naves de latón sobrevolando planetas de fisonomía desconocida. El terror, el desasosiego psicológico, la alegoría, la búsqueda imposible de Dios se dan cita en este argumento sobre la incomunicación donde tres astronautas intentan el contacto con un ser desconocido en forma de océano, que saca a la superficie, tal vez sin pretenderlo, todos sus recelos y esperanzas perdidos. No he visto la versión cinematográfica de Tarkovsky ni la de Soderbergh, pero me resulta difícil creer que la imagen en movimiento pueda recoger la apabullante cantidad de implicaciones intelectuales de toda índole que contiene la novela. Así que la apartaremos por el momento y, si las fuerzas ayudan, igual le dedicamos un post enterito en otra ocasión.


Que nada se sabe. Llegamos así a la cuestión de la ideología de Lem, al planteamiento que sirve de vértice a la mayoría de sus narraciones o ensayos. Creo haberlo identificado como el siguiente: el hombre, confiando orgullosamente en su razón y en ese brazo ejecutor que es la ciencia, pretende conocer la realidad y dominarla; por haber descrito la ley de la gravedad, de la relatividad, por haber observado la existencia de electrones y agujeros negros, pretende poseer un mapa exacto de la estructura del universo; pero en realidad la razón, la ciencia, cualquier tipo de esquema intelectual, no es más que un antropomorfismo, un dibujo aproximado y adaptado a las necesidades humanas, de lo que existe ahí fuera, que, sea lo que sea, jamás podremos conocer con exactitud. Cuando creemos comprender cómo funciona la naturaleza, sólo estamos comprobando cómo funcionan nuestros cerebros. En este sentido, resultan ilustradores los dos tibios acercamientos de Lem al género policíaco, algo decepcionantes si se los considera desde cánones estrictamente formales. Porque son novelas policíacas cuya extravagancia llega al punto de prescindir de culpable, de solución, incluso de crimen. Tanto La investigación como La fiebre del heno parten de idéntica premisa: una secuencia de hechos inexplicables, tal vez sobrenaturales (un presunto regreso a la vida de unos cuerpos dados por muertos en el primer caso, una ola de suicidios relacionados con la proximidad de un volcán en el segundo) que se presentan al lector bajo el crudo foco del análisis científico, antes de aducir las posibles explicaciones a las que podrían responder y de abandonar toda solución última, a causa de la incapacidad confesa de la razón para desentrañar enigmas como estos. Releo lo que he escrito y me doy cuenta de que Lem es una especie de Kant folletinesco: nada extraño, si consideramos que tanto la ciudad natal del primero (Lwow, hoy Lviv, Ucrania) como la del segundo (Königsberg, hoy Kaliningrado, Rusia) formaron en su día parte del mismo país.


Lo bueno, si breve. He dejado para el final lo que considero la mayor délicatesse de toda su labor. En los años setenta, ya atrás los títulos clásicos de su carrera, Lem produjo un par de tomos de asombrosa factura, que hacen más evidente, por si todavía no lo era bastante, su filiación con la literatura fantástico-especulativa del pasado (perdonadme semejante cartel, pero no sé de qué otro modo identificar a esa corriente eléctrica que recorre las letras universales desde Luciano de Samósata a Andrew Crumey, pasando por Swift, Francis Bacon, Voltaire, Diderot, Carlyle, John Wilkins, Calvino, Borges…) Los dos volúmenes, agrupados bajo el rótulo común de Biblioteca del siglo XXI, se llamaban, y se llaman, respectivamente, Vacío perfecto y Magnitud imaginaria. El primero es una colección de críticas de libros no existentes que eleva al infinito la capacidad imaginativa e intelectual del autor, ofreciendo continuos pretextos para el entusiasmo, la perplejidad, la carcajada, el goce de leer, el goce de vivir para leer. No hace mucho escribí una crítica de una reciente edición en castellano de dicha obra, que os señalo aquí por si queréis comprender las razones de mis superlativos. Confieso que su segunda parte, Magnitud imaginaria, no la he leído todavía (Impedimenta tiene prevista su salida para dentro de pocos meses), pero la espero con el mismo fervor con que las abejas reciben el polen cada primavera: también a mí me sabrá a miel o, mejor, a jalea real. Según el propio autor confesó en su día, en ella


“traté de imitar diversos estilos: el de una crítica literaria, el de una conferencia, una presentación pública, un discurso de recepción del Premio Nóbel, etcétera. Dichas situaciones eran cajas que yo debía apilar para escalar sobre ellas y hacer hablar al gólem. Intenté restringir el argumento al mínimo imprescindible. Me aburre oír que ‘la marquesa dejó la casa a las cinco’. No me importan ni la marquesa, ni su casa ni las cinco. Sólo debería decirse lo que es estrictamente necesario. Escribiendo reseñas en lugar de libros llegué mucho más lejos en el terreno de la experimentación que si hubiera dedicado todas mis energías a cada una de esas obras como un artesano. Si no existiera un límite de edad en los sesenta, setenta años de vida, si mi cerebro no hubiera comenzado a desintegrarse, quizá habría renunciado a servirme de instantáneas a la hora de atreverme con cierta clase de experimentos. Pero en la situación presente me considero excusado por circunstancias que escapan a mi control.”


Una modesta proposición. Escribir reseñas en lugar de libros completos es una muestra de civismo y ecología por la que las generaciones venideras nunca cesarían de mostrarnos su gratitud. Sugerimos al presidente Zapatero, que es asiduo a la fabricación de nuevos ministerios, que funde uno de Literatura Futura; que dicho ministerio exija de los autores una breve reseña de cada obra antes de que se inicie su redacción; que permita sólo la existencia de aquellas cuya reseña prometa como de mayor valía y respeto al medio ambiente cultural; que condene al resto al limbo de la nada y que vigile escrupulosamente que nadie se atreva a redactar su primer capítulo. El Amazonas, por no hablar del catálogo ISBN, le estarán eternamente reconocidos.

martes, 5 de mayo de 2009

Nuestro amigo Marco


Regalos envenenados. Hace un par de semanas, el buen Alejandro Luque tuvo a bien regalarme un libro. No he estado en su casa, pero quienes me la describen hablan de un lugar lleno de volúmenes, desde cuyas paredes, como en aquella novelita de Bohumil Hrabal, los lomos y las carátulas amenazan con arrojarse sin previo aviso sobre el visitante incauto. Bueno, igual en lugar de la casa de Alejandro estoy describiendo la mía propia, que también parece una cosa mestiza entre manicomio y biblioteca, o entre biblioteca y cementerio de elefantes. El caso es que Alejandro me regaló un libro, no sé si porque lo admiraba mucho o porque lo odiaba, para librarse de él. Imagino que Alejandro, igual que yo, habrá llegado a la constatación de que todo nuevo libro puede aligerar el espíritu pero entorpece la materia: porque no hay donde colocarlos y uno convive con personas (y hasta niños) que necesitan del espacio preciso para esas tonterías como moverse, tumbarse, comer y hacer pipí. Por eso todo nuevo libro (que sigo adquiriendo a ritmo suicida, preguntádselo a la pobre Teresa) es un regalo envenenado. Aunque tenga un sabor tan delicioso y acaramelado como el que hace dos o tres domingos me tendió Alejandro.


Desde Cádiz con amor. Se trataba (se trata) de Falsificaciones y otros relatos, del argentino Marco Denevi. Para los profanos, una colección exquisita de miniaturas (microrrelatos, los llaman ahora) que revisa con mucha ironía y cariño los clásicos más rancios de nuestra historia literaria, de Ulises a Isolda pasando por Emma Bovary o Paolo y Francesca. Yo llevaba olfateando su rastro por las librerías desde que en los últimos noventa la editorial Calembé, que depende del Ayuntamiento de Cádiz, lo sacara a la calle casi en voz baja, como para no despertar sospechas. Es de imaginar que el Ayuntamiento de Cádiz no cuenta con una capacidad de distribución muy potente, y por eso el libro había rehuido mis pesquisas hasta que le hablé de él, como el que no quiere la cosa, a Alejandro. De esto debe de hacer una buena porción de años, pero él no lo olvidó. Es lo que tenemos los admiradores de Borges (lo hermoso y lo terrible), que acabamos por convertirnos en personajes suyos y no podemos olvidar. Ahora tengo delante de mí el lindo volumen, con una portada de Jack Vettriano en que un mayordomo con bombín sostiene un paraguas.

Rosaura a las diez. No recuerdo exactamente en qué momento ni tesitura Marco Denevi llegó a mi vida. Tal vez fue en una de esas tardes desérticas del verano sevillano en que yo buscaba la benevolencia de los aires acondicionados de las librerías, o entre la lluvia y los lomos descabalados de la Feria del Libro Antiguo. Por las fechas (siempre firmo mis libros después de adquirirlos y añado las cifras de mes y año), observo que lo primero que cayó en mis manos fue Rosaura a las diez. No es lo mejor de Denevi, pero sí de lo poco suyo que se conoce a esta orilla del castellano. Aun así, sigue siendo una novela de una potencia inusitada, original y valiente a la vez que distraída, adjetivos estos tres que resulta raro encontrar unidos en la misma frase. Por supuesto, igual que su otro único título accesible al lector español (y mi favorito), Ceremonias secretas, forma parte (o formaba) del inagotable filón de felicidad y lecturas que fue (y no sé si es) El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. En Rosaura, Denevi ofrecía una historia en forma de poliedro o escultura manierista, algo al estilo de La Piedra Lunar o las sagas de Lobo Antunes, para ilustrarnos la incapacidad que tiene el ser humano de conocer a sus semejantes y el poder de redención de la literatura, que convierte en novela aun la existencia más trivial y miserable. Sin dejar de constituir un ejemplo interesante de maestría narrativa, que le granjearía el Premio Kraft en 1955, no llega sin embargo a la excelencia de sus relatos, el verdadero corazón de las tinieblas de la obra de Denevi. Como la gran mayoría de sus compatriotas mejor conocidos, da lo mejor de sí en las cantidades discretas, antes en taza que en vaso. Y con una contundencia difícil de igualar por parte de otros que se pretenden sus iguales o, peor aun, por encima.


En busca del cuento perfecto. Tanto Falsificaciones (cuya edición original, argentina, data de 1966) como Ceremonias secretas destellan por sus virtudes literarias, sea lo que sea lo que esta expresión hueca pretenda significar. Quiero decir, desde la primera página, desde el primer párrafo, uno entiende que se encuentra frente a un escritor en tres dimensiones y no un pipiolo con ínfulas. La crítica, los manuales, el eco académico han primado a una serie de autores de marca registrada cuyo fragor ha ensordecido la obra de muchos otros de no menor valía: la única explicación que cabe para el desconocimiento por parte del lector medio (y aun de parte del aficionado) de los libros de Denevi radica en las sombras que sobre él proyectan Borges, Cortázar, Bioy Casares, Mújica Laínez, Sábato. De otro modo no logro comprender cómo Ceremonias secretas, una recopilación de cuentos que no dudo en calificar de magistrales, no haya vuelto a ser reeditada desde que, según he mencionado, Alberto Manguel la reuniera para el Libro de Bolsillo de Alianza en 1996. Dicha recopilación resume la trayectoria literaria de Denevi y, cierto, en ella pueden encontrarse cosas mejores y peores. Pero la plasticidad de las imágenes, la fluencia del estilo, la ironía del relato que da título al repertorio o de Viaje a Puerto Aventura, los fogonazos de Carta a Gianfranco, los jugueteos existencialistas de La obra maestra de Anouilh perdida, y, sobre todo, tanto el fondo como la forma de Un perro en el grabado de Durero titulado “El Caballero, la Muerte y el Diablo”, uno de los más perfectos textos que se han escrito en nuestro idioma (así lo pienso y así lo digo), lo convierten en un título imprescindible en la biblioteca de cualquier persona adicta a la buena lectura. Aunque, como le sucede a la mía, esté masificada hasta llegar a la amenaza y me haga preguntarme no sin cierta angustia qué haré cuando mi retoño, el buen Luigi, comience a comprender que también los libros sirven para jugar al Tetris. En el salón, encima y debajo del sofá, y hasta en la bañera, sí.