miércoles, 20 de mayo de 2009

Siempre acudo a una cita


“Nunca pienses sin citar: corres el riesgo de ser original”

YO


Magíster dixit. Hubo un tiempo en que la cita constituía parte inexcusable de todo discurso bien trabado, ya fuera oral o escrito, y en que ningún individuo podía pasar por culto sin trufar sus frases con la mención a dos o tres eminencias, cuanto más sonoras mejor. Esa necesidad de aval provenía directamente de la Edad Media, en la cual, según nos enseñan los manuales, imperaba el famoso Principio de Autoridad. Según este principio, la verdad no es democrática ni plural y consiste en el monopolio de una docena escasa de cerebros; no merece la pena buscarla por uno mismo, porque se esconde en lugares recónditos y no se halla al alcance de cualquiera; así que, más que fatigar la inteligencia en un rastreo inútil, parecía conveniente acogerse al criterio de alguien más sesudo y antiguo que nosotros que ya había sabido todo lo que había que saber en el terreno de un asunto dado. Creo que, después de El nombre de la rosa, todo el mundo está al corriente de que en el Medievo Aristóteles recibía el título honorífico de El Filósofo, y que bastaba la mera mención de esta antonomasia para dirimir un debate: lo dice el Filósofo o lo niega el Filósofo constituían la desembocadura obligatoria de cualquier exploración intelectual. Ese es el motivo de que las obras medievales y renacentistas (de Isidoro de Sevilla a otro sevillano, Pero Mexía) estén literalmente infestadas de citas y de que en medio de semejante jungla de nombres y títulos de tratados farragosos resulte imposible topar con un pensamiento original.

Odres nuevos. Aparte del Principio de Autoridad, se me ocurren otros motivos por los que un escritor, u orador, se puede sentir obligado a citar compulsivamente. Uno no desdeñable es la timidez: la persona que habla tiene sus certezas y convicciones como todo hijo de vecino, pero le da vergüenza exponerlas en público porque su criterio puede no valer un pimiento; por tanto, se escuda en la frase de cualquier señor con denominación de origen que pensó lo mismo, o algo parecido. Y está, cómo no, la ironía, que Borges, el santo patrón de El Testigo Ocular, manejó con mayor soltura que nadie: lo irritante, lo inevitable, no es la cita, sino la carencia de ella; citar se vuelve forzoso cuando ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir, tanto en literatura como en filosofía, y sólo nos resta repetir los apotegmas de antaño con distinto ropaje: viertan el vino añejo en odres nuevos, que diría el eximio (y medieval) Don Marcelino Menéndez Pelayo. Por último, y aquí me acerco al motivo central de este post, está la cita posmoderna. El Romanticismo, la contracultura, los beatniks y demás chatarra nos habían enseñado a creer que lo importante en cuestión espiritual era la inventiva propia, la originalidad, y que hojear libros no aumentaba un ápice nuestra valía como intelectuales. Pero esa edad pasó, como el verano del amor, y la hipertextualidad posmoderna nos obliga, a todos los que nos pretendamos enrolados en el mundo de la cultura, a citar sin parar, a manejar referencias, a saltar de Wittgenstein a Barrio Sésamo y de Mao a la manteca Tulipán sin despeinarnos el flequillo. Lo importante es citar, indicar fuentes, apellidos, marcas: el contenido importa bastante menos. Veamos algunos ejemplos.

Tú cita, que algo queda. Internet ha enseñado a los bípedos a fabricarse una cultura de cartón piedra, donde cualquiera puede ser erudito por el módico precio de un par de presiones con el dedo índice sobre el botón izquierdo de su ratón. Cuestión aparte es si el cartón piedra ha sustituido al hormigón también en el resto de ámbitos de nuestra vida (como la comida, el sexo, la información y todo lo que Baudrillard quiera); el caso es que, para hacerse notar en cualquier foro, lo mismo delante de un estrado que de una tapa de caracoles, todos se ven obligados a citar. Eso crea confusiones reveladoramente posmodernas. Por ejemplo, hay tres expresiones que en la última semana he oído atribuir a tres autoridades distintas y que, pese a ser ocurrencias de eficacia patente, no sé quién las acuñó por primera vez. Quizá nadie, o todos, o un fantasma, igual que el compositor de Las 1001 noches: esa imprecisión es lo que resulta típicamente posmoderno, igual que típicamente oriental. A ver: 1. “Lo importante es que hablen, aunque sea bien”. Pudo ser proferido por Picasso o Dalí. 2. “La inspiración siempre me sorprende trabajando”. Otra vez Picasso, o bien Hemingway. 3. “Un pesimista es un optimista bien informado”. Savater o Mario Benedetti (que en gloria esté). El lector es invitado a sumarse a las atribuciones, o, en caso de poder ofrecer datos fidedignos, a sacarnos del estupor indicando la autoría correcta de cada aforismo.

Quien esté libre de pecado… Lo que quiero decir, al fin y al cabo, es que las citas han proliferado últimamente como los champiñones y que en realidad nadie tiene ni puta idea de lo que cita, y lo que es peor: tampoco hace falta tenerla. Yo mismo reconozco haber metido la gamba en multitud de ocasiones (llevo años atribuyendo una frase de T. S. Eliot, “el hombre es una criatura que no soporta demasiada realidad”, a William James, por no hablar de las veces que he confundido a Max Scheler con Max Weber), y, lo que es más divertido y sin duda creativo, haberme inventado citas. Sabemos que el enorme E. A. Poe, en su intento de forjarse una imagen de hombre oscuramente culto, iniciado en libros o escritores que la gran mayoría de los lectores ignoraba, se sacó de la manga tratados de cartografía, sabios chinos y escabrosos filósofos alemanes que no existían más que en el limbo de sus borracheras. Entono el mea culpa: también yo he engrosado el catálogo de la historia de la literatura o de las obras de alguna lumbrera (como Oscar Wilde) con añadidos propios: que Martín de Riquer me perdone. Citar es algo involuntario, espasmódico, fatal: como dijo no sé si Cortázar, o Schopenhauer, o Andy Warhol, cito tanto porque me gusta estar rodeado de mis amigos.

Epílogo: prueba de cargo. En cierta ocasión, el escalofriante Julio Iglesias era entrevistado en el estudio color ámbar de Jesús Quintero. Ante la pregunta del entrevistador sobre si lamentaba algún episodio de su pasado y el silencio subsiguiente, la gran gloria de nuestra música respondió con cultura de alta graduación. En concreto, citó un poema de Borges, el poema más famoso de Borges, el más repetido en la red y el que podréis encontrar repartido por mayor número de blogs, webs, enlaces y portales. Uno más no hará bulto, así que aquí os lo dejo. Jamás el rostro de Borges, como en un vídeo de Michael Jackson, se pareció tanto al de Ana Rosa Quintana:


Si pudiera vivir nuevamente mi vida,

En la próxima trataría de cometer más errores.

No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.

Sería más tonto de lo que he sido, de hecho

Tomaría muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico.

Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría

más atardeceres, subiría más montañas, nadaría más ríos.

Iría a más lugares adonde nunca he ido, comería

más helados y menos habas, tendría más problemas

reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata

y prolíficamente cada minuto de su vida;

claro que tuve momentos de alegría.

Pero si pudiera volver atrás trataría de tener

solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,

sólo de momentos;

no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca iban a ninguna parte sin termómetro,

una bolsa de agua caliente, un paraguas y un paracaídas;

Si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir comenzaría a andar descalzo a principios

de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño.

Daría más vueltas en calesita, contemplaría más amaneceres

y jugaría con más niños, si tuviera otra vez la vida por delante.

Pero ya tengo 85 años y sé que me estoy muriendo.


Nosotros sí que nos estamos muriendo, amigos: pero no sé si de miedo o de risa.

1 comentario:

Joaquín Blanes dijo...

Amigo ocular:
Lo de Borges chocheando era algo tan inverosímil como aquella carta de despedida que un espabilado (con la aviesa intención de diseminarla como planta mala) atribuyó a Gracía Márquez.
A Bertolt Brecht también se le atribuía aquel poema germano:
"Primero vinieron a por los comunistas,
Y yo no hablé porque no era comunista.
Después vinieron a por los judíos,
Y yo no hablé porque no era judío.
Después vinieron a por los católicos,
Y yo no hablé porque era protestante.
Después vinieron a por mí,
Y para entonces, ya no quedaba nadie que hablara por mí."
Es como los epitafios que dicen que hay escritos en las tumbas de famosos. Como ese de Alfred Hitchcock que decía: "Esto es lo que les pasa a los niños malos". Lástima que fuera incinerado y sus cenizas esparcidas, con ellas se perdió el epitafio.
Y es que hay tanto listo suelto.