martes, 12 de mayo de 2009

A la mesa con Lem


Problemas vertebrales. Mi plan de este viernes consistía en salir por la feria. No por la de los farolillos, los dipsómanos y las navajas, que ya concluyó felizmente un par de semanas atrás, sino por la del Libro, que en nuestra larga y cálida Sevilla se celebra del 14 al 24 del corriente. El viernes, Alejandro Luque y yo teníamos programada una parranda en torno a una mesa no menos redonda que la de Camelot, cuyo plato principal era la obra de Stanislaw Lem. Nos había propuesto el ágape, sin entrantes ni postre, la dueña de la librería La Araña, que se ocupa de estas cosas del terror, los dragones, la ciencia ficción y otros asuntos igualmente cubiertos de acné. Mi espíritu andaba desde un par de semanas atrás volando de acá para allá, la mar de contento por compartir mantel con Alejandro frente a plato tan suculento, pero hete aquí que la carne, que siempre agua la fiesta (según Platón y San Pablo saben) se metió por medio. Y más que la carne, el hueso: en concreto, las vértebras lumbares cuyos discos han acabado por deslizarse hacia mi espina dorsal provocándome indicios muy poco corteses de sus libertades. En fin, que ando desde el martes con los riñones convertidos en un patatar por culpa de una hernia y viéndomelas moradas para sostenerme en posición vertical, motivo que me prohibirá disfrutar de la mesa del viernes. Sin embargo, queridos curiosos, no quiero privaros de lo que podría haber brotado, en medio del inmenso aforo de la feria, de mi boquita de piñón. Así que os arrojo a la cara estas reflexiones lemianas.


Hacia la ciencia ficción. A lo largo de una carrera curiosamente simétrica a la de otro insigne maestro del género fantástico, Italo Calvino, Stanislaw Lem comenzó practicando el realismo, esa variante de literatura vanidosa e ingenua según la cual el universo entero puede caber dentro del lenguaje humano. Ambos, el italiano y el polaco, militaron en la resistencia antinazi y ambos, concluido el conflicto y traicionados por el establishment comunista, recogieron sus experiencias de guerrilla en volúmenes poblados de personajes desengañados y hambrientos, según era preceptivo en la época. Posteriormente, tanto para uno como para otro, llegaría el camino de Damasco y de advertir que la realidad es notablemente más extensa de lo que puedan pretender las combinaciones de veinticuatro caracteres fenicios. En el caso de Lem, la conversión a lo fantástico pasó por iniciarse en un género que en aquel tiempo se hallaba en sus primeros balbuceos y cuya propiedad era detentada casi en su totalidad por los escritores del otro lado del océano: la science- fiction. Un examen detenido de su obra demostrará sin ambages que Lem se ejercitó en la sci-fi menos por convicción tecnológica que en la búsqueda de un idioma más o menos popular que diera salida a sus obsesiones y paradojas, muchas de ellas poco aptas para ser trasladadas a argumentos narrativos y más próximas a la pura especulación o al puro disparate. En este sentido, Lem siempre se halló más cerca de los escritores de la ciencia ficción new age (Disch, Silverberg, Le Guin, Moorcock) que de sus estrictos contemporáneos de la orilla opuesta del atlántico, todavía enredados en encuentros con marcianos y guerras interestelares. Igual me equivoco, pero detecto en el polaco preocupaciones metafísicas, lingüísticas o epistemológicas que emparientan sus trabajos antes con los cuentos de Voltaire, Swift y Borges que con el rayo láser. Aunque las pistolas desintegradoras también abunden entre sus páginas, por supuesto.


A la sombra de Solaris. Lo más obvio de la literatura de Lem, la fachada que da a la calle, es naturalmente su ciencia ficción. Novelas y cuentos, repetimos, que sirven de escenario a excursiones intergalácticas, encuentros con civilizaciones de allende las estrellas, robots, y todo el resto de la parafernalia obligatoria en este tipo de casos. Títulos señeros de esta tendencia son los Relatos del Piloto Pirx, Edén, Diarios de las estrellas, Ciberíada. Todos ellos vienen marcados, aparte de por la utillería de papel aluminio ya mencionada, por el gusto por la especulación propio del Lem más personal y un sentido de la ironía que a menudo convierte sus relatos, por cabalísticos que sean (y muchos lo son) en puras fábulas, en el sentido esópico del término: apólogos o advertencias morales. Esto último resulta especialmente notorio en una colección como Ciberíada, las peripecias de cuyos protagonistas, robots neuróticos que campan por el espacio en busca del sentido último de la existencia, recuerdan demasiado a las de Cándido o el gigante Micromégas. Sin duda, la obra cumbre de esta sección de la literatura de Lem es su impresionante Solaris: un ejemplo patente, por lo demás, de que para el polaco la sci-fi es algo más, y algo menos, que naves de latón sobrevolando planetas de fisonomía desconocida. El terror, el desasosiego psicológico, la alegoría, la búsqueda imposible de Dios se dan cita en este argumento sobre la incomunicación donde tres astronautas intentan el contacto con un ser desconocido en forma de océano, que saca a la superficie, tal vez sin pretenderlo, todos sus recelos y esperanzas perdidos. No he visto la versión cinematográfica de Tarkovsky ni la de Soderbergh, pero me resulta difícil creer que la imagen en movimiento pueda recoger la apabullante cantidad de implicaciones intelectuales de toda índole que contiene la novela. Así que la apartaremos por el momento y, si las fuerzas ayudan, igual le dedicamos un post enterito en otra ocasión.


Que nada se sabe. Llegamos así a la cuestión de la ideología de Lem, al planteamiento que sirve de vértice a la mayoría de sus narraciones o ensayos. Creo haberlo identificado como el siguiente: el hombre, confiando orgullosamente en su razón y en ese brazo ejecutor que es la ciencia, pretende conocer la realidad y dominarla; por haber descrito la ley de la gravedad, de la relatividad, por haber observado la existencia de electrones y agujeros negros, pretende poseer un mapa exacto de la estructura del universo; pero en realidad la razón, la ciencia, cualquier tipo de esquema intelectual, no es más que un antropomorfismo, un dibujo aproximado y adaptado a las necesidades humanas, de lo que existe ahí fuera, que, sea lo que sea, jamás podremos conocer con exactitud. Cuando creemos comprender cómo funciona la naturaleza, sólo estamos comprobando cómo funcionan nuestros cerebros. En este sentido, resultan ilustradores los dos tibios acercamientos de Lem al género policíaco, algo decepcionantes si se los considera desde cánones estrictamente formales. Porque son novelas policíacas cuya extravagancia llega al punto de prescindir de culpable, de solución, incluso de crimen. Tanto La investigación como La fiebre del heno parten de idéntica premisa: una secuencia de hechos inexplicables, tal vez sobrenaturales (un presunto regreso a la vida de unos cuerpos dados por muertos en el primer caso, una ola de suicidios relacionados con la proximidad de un volcán en el segundo) que se presentan al lector bajo el crudo foco del análisis científico, antes de aducir las posibles explicaciones a las que podrían responder y de abandonar toda solución última, a causa de la incapacidad confesa de la razón para desentrañar enigmas como estos. Releo lo que he escrito y me doy cuenta de que Lem es una especie de Kant folletinesco: nada extraño, si consideramos que tanto la ciudad natal del primero (Lwow, hoy Lviv, Ucrania) como la del segundo (Königsberg, hoy Kaliningrado, Rusia) formaron en su día parte del mismo país.


Lo bueno, si breve. He dejado para el final lo que considero la mayor délicatesse de toda su labor. En los años setenta, ya atrás los títulos clásicos de su carrera, Lem produjo un par de tomos de asombrosa factura, que hacen más evidente, por si todavía no lo era bastante, su filiación con la literatura fantástico-especulativa del pasado (perdonadme semejante cartel, pero no sé de qué otro modo identificar a esa corriente eléctrica que recorre las letras universales desde Luciano de Samósata a Andrew Crumey, pasando por Swift, Francis Bacon, Voltaire, Diderot, Carlyle, John Wilkins, Calvino, Borges…) Los dos volúmenes, agrupados bajo el rótulo común de Biblioteca del siglo XXI, se llamaban, y se llaman, respectivamente, Vacío perfecto y Magnitud imaginaria. El primero es una colección de críticas de libros no existentes que eleva al infinito la capacidad imaginativa e intelectual del autor, ofreciendo continuos pretextos para el entusiasmo, la perplejidad, la carcajada, el goce de leer, el goce de vivir para leer. No hace mucho escribí una crítica de una reciente edición en castellano de dicha obra, que os señalo aquí por si queréis comprender las razones de mis superlativos. Confieso que su segunda parte, Magnitud imaginaria, no la he leído todavía (Impedimenta tiene prevista su salida para dentro de pocos meses), pero la espero con el mismo fervor con que las abejas reciben el polen cada primavera: también a mí me sabrá a miel o, mejor, a jalea real. Según el propio autor confesó en su día, en ella


“traté de imitar diversos estilos: el de una crítica literaria, el de una conferencia, una presentación pública, un discurso de recepción del Premio Nóbel, etcétera. Dichas situaciones eran cajas que yo debía apilar para escalar sobre ellas y hacer hablar al gólem. Intenté restringir el argumento al mínimo imprescindible. Me aburre oír que ‘la marquesa dejó la casa a las cinco’. No me importan ni la marquesa, ni su casa ni las cinco. Sólo debería decirse lo que es estrictamente necesario. Escribiendo reseñas en lugar de libros llegué mucho más lejos en el terreno de la experimentación que si hubiera dedicado todas mis energías a cada una de esas obras como un artesano. Si no existiera un límite de edad en los sesenta, setenta años de vida, si mi cerebro no hubiera comenzado a desintegrarse, quizá habría renunciado a servirme de instantáneas a la hora de atreverme con cierta clase de experimentos. Pero en la situación presente me considero excusado por circunstancias que escapan a mi control.”


Una modesta proposición. Escribir reseñas en lugar de libros completos es una muestra de civismo y ecología por la que las generaciones venideras nunca cesarían de mostrarnos su gratitud. Sugerimos al presidente Zapatero, que es asiduo a la fabricación de nuevos ministerios, que funde uno de Literatura Futura; que dicho ministerio exija de los autores una breve reseña de cada obra antes de que se inicie su redacción; que permita sólo la existencia de aquellas cuya reseña prometa como de mayor valía y respeto al medio ambiente cultural; que condene al resto al limbo de la nada y que vigile escrupulosamente que nadie se atreva a redactar su primer capítulo. El Amazonas, por no hablar del catálogo ISBN, le estarán eternamente reconocidos.

1 comentario:

José Almeida dijo...

Me han encantado tus reflexiones sobre la obra de Lem. Tal vez sea en los cuentos donde Lem alcanza sus cotas más altas, siempre con sus obsesiones sobre el hombre latentes entre sus ficciones más o menos divertidas.

A mí Solaris de Lem me encantó, Solaris de Tarkovski por momentos me sobrecogió y Solaris de Soderbegh sólo me interesó. Pero las tres son obras distintas y de valor que circulan alrededor de un mismo tema, el que proponía Lem: Un oceáno, un mundo consciente que es capaz de sacar a relucir nuestras obsesiones, filias y fobias más ocultas como un acto de comunicación imposible de soportar para los humanos sin caer en la locuraYo recomiendo investigar las tres obras para disfrutar de las diferentes variaciones

Felicidades.