domingo, 18 de julio de 2010

Diccionario de arena, 4: largo y cálido verano




Broncear(se): v. trans. Método para conseguir un cómodo cáncer de piel sin dejar de lucir el tipo.


Chiringuito: sust. masc. Piadosa oportunidad que se ofrece al náufrago de poder volver a hundirse [véase Playa].


Mar: sust. masc. Poéticamente, la muerte. Vulgarmente, urinario.


Piscina: sust. fem. ~ pública: Laboratorio abierto especialmente indicado para prácticas de bacteriología y microbiología. // ~ privada: Depósito a ras del pavimento que puede contener hasta 10.000 litros de autoestima.


Playa: sust. fem. Lugar donde, para su mal, despiertan los náufragos.


Verano: sust. masc. (del verbo ver, percibir a través de la vista.) Época del año en que la gente insiste en hacer ver a los demás cosas que es mejor que permanezcan en la sombra.


Viaje: sust. masc. Rodeo largo y fatigoso que una persona practica de regreso a casa.



Long hot summer, The [El largo y cálido verano]: Película dirigida por Martin Ritt (1958) e inspirada en diversos relatos de William Faulkner (1897-1962) en que un hombre desesperado prende fuego a todo lo que encuentra a su paso.



(El Testigo Ocular cierra el chiringuito por vacaciones. Hasta el mes de agosto, no permitáis que las temperaturas, exteriores o interiores, os sofoquen.)

viernes, 16 de julio de 2010

Las extraordinarias aventuras de Adela




“Al final de cada episodio, cito el título del siguiente, pero no tengo ni idea de qué tratará. Después me queda inventarme toda la historia”.


Jacques Tardi citado en Le Matin, 21 de diciembre de 1996.



Desde tiempo atrás me extrañaba que el cine la hubiese soslayado, pero ese olvido (lamentable o no) toca a su fin. Norma reedita en España la colección completa de Les aventures de Adèle Blanc-Sec, la obra maestra de Jacques Tardi con permiso (o sin él, que me da igual) de la adaptación de Léo Malet Niebla sobre el puente de Tolbiac, y ello coincidiendo con el traslado al celuloide (digital) de nuestra intrépida heroína. Por lo que sé, la colección de Adèle había sido publicada durante los años ochenta a este lado de los Pirineos de ese modo caótico y caprichoso que nos es propio en revistas como Tótem, Cimoc, 1984 y alguna otra, y ni siquiera sé si el conjunto de sus aventuras apareció de modo completo en formato de álbum, aunque creo que no: ahora Norma remedia todas esas omisiones con una hermosa edición en dos volúmenes, color y precio que equivale a una prohibición.


Ha sido Luc Besson el encargado de traducir las peripecias de Adéle a la pantalla. Uno puede dudar de lo apropiado del director para la tarea, aunque sus logros en Léon y El quinto elemento hacen que esperemos su trabajo al menos con curiosidad (olvidemos atrocidades del estilo de Fanfan la Tulipe o Astérix & Obélix: Misión Cleopatra). Leo que la película abrevia para la ocasión los cuatro volúmenes iniciales de la serie, publicados originalmente entre 1976 y 1978 y convertidos en clásicos inoxidables del cómic de aventuras: Adèle et la bête, Le démon de la Tour Eiffel, Le savant fou y Momies en folie. Repito, no me explico cómo hasta la fecha esta serie había permanecido desatendida por los secuestradores de historias del séptimo arte: una protagonista de personalidad aplastante (¿conservará en la película la cicatriz del labio inferior?), una ambientación de época que evoca, junto al decadentismo parisino de finales del siglo XIX, toda la ciencia ficción primitiva de Verne y Wells, una estructura de relato policíaco aliñada con elementos del género fantástico y de terror, un humor gráfico deudor de todos los clásicos del tebeo de antaño no podía sino suscitar el interés de los guionistas, sobre todo ahora que el futuro vintage mola mazo y por todas partes crecen brotes de estética steampunk. Bienvenida seas a las salas, pues, Adèle: espero que tu belleza descuidada sufra bien el cambio de soporte.


Están por llegar. Tintín en versión de Spielberg y Blake & Mortimer vistos por Álex de la Iglesia. ¿Soportará la historieta franco-belga el calor infernal de los proyectores? Veremos.


lunes, 12 de julio de 2010

Los mejores del mundo


He pasado la mayor parte de la noche de hoy en vela. Y no, como podría pensar alguien, a causa del estruendo de los cohetes, las bocinas y los altavoces de los coches que pasaban al otro lado de mi ventana, exaltados por el fervor patriótico: sino, precisamente, por el intento de prestar a dicho fervor el cauce más adecuado. Estos muchachos, estos héroes intachables, estas glorias de nuestra historia nacional se merecen una recompensa sin parangón. Nos han hecho los mejores. Ahora somos los mejores del mundo, como no cesan de recordarnos por la radio. Ahora el universo entero ha cambiado: todo es distinto. Acabamos de asistir a ese tipo de experiencia que Rudolf Otto calificaba como das Heilig, lo sagrado: nuestra venial existencia profana acaba de intersecar con algo enorme y terrible, supersencial, perteneciente a una dimensión más alta. El héroe. El dios. En esto y no en otra cosa, subraya Eliade, consiste la hierofanía: en el encuentro fortuito del hombre con algo que le supera en el plano metafísico, que amplía su dimensión de la realidad.

Después de mucho pensar hasta el alba, he llegado a la conclusión de que tamaña aportación a nuestras pobres vidas sólo puede ser remunerada a través de dos medios (más complementarios que excluyentes). Lo único que podemos, que debemos hacer con estos muchachos es:


A) Matarlos. “Había una vez una ciudad —parece que se alude a Siena— cuyos moradores disfrutaban de un caudillo que los había librado del yugo enemigo; a diario deliberaban sobre el modo de recompensarle y no hallaban recompensa que estuviera en sus manos y fuera lo suficientemente grande. Ni siquiera les parecía bastante nombrarle soberano. Un día, por fin, se levantó uno y propuso lo siguiente: ‘Lo mejor sería matarle y venerarle como santo patrono de la ciudad’” (Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia. Trad. de Jaime Ardal. Madrid, Sarpe, 1985, pp. 43-44).


B) Comérnoslos. Como señala C. G. Jung (Símbolos de transformación, capítulos V y VII), en todo comportamiento irracional de la masa anida un instinto atávico de canibalismo: el individuo pierde conciencia de su identidad y se suma al impulso generalizado de desgarrar, devorar, trocear. Así se explica el despedazamiento de Penteo por las bacantes en la tragedia de Eurípides, la división del cuerpo de Osiris que Isis debe ir recomponiendo en su festival anual e, igualmente, la eucaristía cristiana: en la misa, Cristo es despedazado y devorado en forma de hostia.


Propongo formalmente, por tanto, que en honor a los servicios prestados a nuestras vidas miserables, estos muchachos sean ejecutados y devorados en público banquete, ante el altar del balón.

viernes, 9 de julio de 2010

Sin miedo ni vergüenza


En su día declaré que no me gustaba colgar críticas en este blog: las malas porque me daban miedo; las buenas, porque vergüenza. Pero hoy supero ambos y dejo aquí un par de ellas que me han gustado y que han aparecido en diversos medios en los dos últimos meses. Do I contradict myself? Very well, then, I contradict myself; (I am large, I contain multitudes.)



Mundos paralelos


Guillermo Busutil


El realismo decimonónico, enriquecido por el realismo contemporáneo de la gran novela norteamericana y por el posterior realismo sucio acuñado por Cheever y Carver, domina el panorama literario actual. Hace tiempo que a la mayoría de los autores nacionales les falta el viaje de la imaginación o al menos el intento de indagar en el envés de la realidad que ha sido consensuada como realidad con el beneplácito de todos. Esta carencia no está mal vista por los editores. Tampoco por la mayoría de los críticos. La razón puede deberse a varios factores: al hartazgo del boom hispanoamericano definido por el realismo mágico, entre otras cosas porque no se ha leído más allá de Borges, de Cortázar, de Vargas Llosa y de García Márquez; a la moda imperante de la memoria histórica que ha convertido la guerra civil y su postguerra en el argumento literario más premiado y jaleado por la crítica; al predominio del yo burgués en numerosos libros que registran el viejo conflicto del hombre con su época y con su microcosmos; al convencimiento de que lo fantástico y el extrañamiento de la realidad es un estilo/tema residual abocado exclusivamente al género del relato. Argumentos contrastados y respetables que dejan de lado otros interrogantes cercanos a las exigencias del lenguaje ajustado a lo fantástico o a la apuntada falta de viaje imaginario en la literatura española, aquejada de una fiebre de realismo que ha ido mimetizando un título con otro y con otro y con otro.


Por todo esto es de agradecer que un novelista reputado como Luis Manuel Ruiz (Sevilla, 1973) y autor de las novelas El criterio de las moscas, Obertura francesa, La habitación de cristal y El Ojo del halcón haya escogido el otro lado de la realidad y la interesante tradición de la literatura fantástica para adentrarse en el género del relato con su primer libro, Premio Cortes de Cádiz, Sesión Continua, publicado por Algaida. En sus páginas, este excelente autor que trama con dominio y agilidad el suspense, el género de aventuras y el misterio de la novela neopoliciaca, hilvana once piezas breves que exploran las posibilidades de lo imaginario con una marcada influencia, que en su caso suena a homenaje, de Borges y su tendencia a utilizar como coartada de verosimilitud las referencias filosóficas y los lugares apócrifos a la hora de abordar su temas preferidos: el doble, la muerte, la identidad, el retorno del pasado o los mundos paralelos. Pero junto con Borges, Luis Manuel Ruiz echa mano también de la fabulación histórica del Italo Calvino de Las ciudades invisibles, del magisterio de Jan Potocki, del extrañamiento cotidiano de Cortázar y del influjo cultista con el que Rafael Pérez Estrada tramaba vidas de supuestos emperadores, filósofos y ángeles. Estas huellas son palpables en excelentes cuentos, bien armados en su misterio y en el deslizamiento sutil entre lo real y lo probable de la imaginación, como Los Testigos, Visión del paraíso, La casa W, La casa blanca o Fin de semana en el Niágara. En ellos, el lector encontrará dobles humanos que facilitan la vida y extravían el yo real; fantasmas de carretera sobre los que advierten las señales de tráfico; arquitectos utópicos de espacios trampa; metamorfosis de mujeres que conducen al suicidio; anacoretas que descubren el infierno a este lado de la vida; funcionarios invisibles que certifican la existencia del presente y espían la intimidad del miedo y del amor; cines de barrio en los que el futuro es una película e individuos capaces de competir con el destino. Personajes y argumentos con los que Luis Manuel Ruiz demuestra que uno debe andar con los ojos bien abiertos para no extraviarse entre los laberintos de la realidad y las esquinas en las que la imaginación nos convierte en extraños de nosotros mismos.


La opinión de Málaga, 12 de junio de 2010



Del magisterio porteño

Manuel Gregorio González


No es raro imaginar a un émulo de Borges. En cierto modo, la emulación es quien lo convirtió en un escritor de perdurable huella. Sin las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, sin la literatura de Lugones, sin determinados relatos de Apollinaire o Chesterton, Borges sería una menguada nota al margen de la literatura del XX. No obstante, en la escritura del argentino la cultura se aparece ya como un tentáculo de la ficción, como una imperfecta réplica de otros saberes previos (de ahí sus modernidad y su triunfo), y esto es lo que despliega meridianamente la cabal inteligencia de Luis Manuel Ruiz, quien firma este soberbio y ejemplar volumen de Sesión continua.

Quiere decirse que Sesión continua, merecedor del VII Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz, no es tanto el homenaje a un estilo y una sintaxis reconocible, como la prolongación de una incertidumbre cuyos orígenes, cuya escondida horma, hay que buscar en los relatos de Poe y en la literatura irracional que surge en los amenes del siglo XVIII. A la excelente prosa de L. M. Ruiz viene a sumarse, pues, el menudo conocimiento de unas inquietudes, de un modo de pensar, que antes habían atravesado la obra de Spinoza y de Benjamin, de Freud o de Zenón de Elea. Esto es, lo innumerable, lo cierto, la individualidad y su reflejo en las confusas aguas del linaje. Todo el XIX gravitará, sumido en el terror, sobre estas mismas inquietudes. Borges o Lugones, más el altísimo magisterio de Apollinaire y Schowb, le sumarán el nebuloso prestigio, desértico y fatal, del Antiguo Testamento. En Visión del paraíso es un profeta del tiempo de las Cruzadas quien descubre que mundo y que trasmundo quizá se pertenezcan de un modo misterioso. En La casa blanca, sospechamos que hay fuerzas que rigen infantilmente, poderosamente, nuestros días. En La otra, Secretos de familia y Fin de semana en el Niágara, es el problema del otro, del doble, de la insólita geminación de nuestra personalidad, aquello que desborda el raciocinio humano. Algunos de los cuentos aquí incluidos pertenecen al género mudadizo y fértil de la science-fiction. Otros, parecen anclados en una antigüedad levítica cuyo rostro, cuyas costumbres, son sin embargo las nuestras. El hallazgo de estos memorables relatos es, sin duda, la extrañeza. Pero no sólo la extraña forma en que dejamos de ser, llegada la hora del espanto; sino el escalofrío, el cansancio, la docilidad, el modo previsible (y no obstante inesperado) en que habíamos imaginado ser diferentes.


Diario de Sevilla, 5 de julio de 2010





jueves, 1 de julio de 2010

El regreso de Ulises




Hace poco, mi vida ha experimentado un cambio radical. Después de diez años de inercia y destierro, he dejado Erewhon: el lugar allende las montañas donde desempeñaba mi trabajo y que me condenó a mucho tiempo de soledad, ensimismamiento y circunvoluciones alrededor de las mismas cuatro o cinco cuestiones peregrinas. A menudo he maldecido esa condena; la he identificado como culpable de mis derrotas sentimentales, de mi insatisfacción personal, de mi falta de adaptación al grupo, de mi mediocridad literaria; año a año, conforme veía alejarse la realidad que había antecedido al exilio, creía que Erewhon era mi destino personal y que yo había sido sometido, por obra de algún azar sádico y literario, a emular las desesperaciones de algún protagonista de Kafka. Ahora eso ha terminado. Me voy de Erewhon y regreso a casa. Algunos de mis convecinos se han atrevido a aventurar que ahora lo echaré de menos, y hasta yo mismo, una de esas voces de dentro de mí que hablan por instigación de algún ventrílocuo que no conozco, me declaré de acuerdo en cierto momento. Pero es mentira. Lo único que me llena al abandonar ese lugar opaco es una inmensa satisfacción. Ya creo que incluso la memoria de estos lustros perdidos comienza a borrarse en los márgenes de mi conciencia. Que nunca he estado allí. Que quizá, parafraseando a Borges, pronto pueda enunciar sin mentir que mis años en Erewhon son ficticios: yo siempre estuve y estaré en Buenos Aires.


La manifiesta esterilidad de estos diez años me asusta. Me espanta. Me deprime. No logro encontrarles un puesto adecuado dentro del mapa de mi vida. No conducen a ningún cerro, no se desvían hacia ningún bosque ni ninguna laguna. Están ahí así, por las buenas, como un jubilado que toma el sol en un banco o un anuncio en una marquesina. Si por algo se caracteriza esa cosa antipática que llamamos madurez es, quizá, por permitirnos ir asumiendo poco a poco el absurdo evidente de las cosas. La gente se muere, aunque no tenga sentido. Por decirlo con Camus más finamente: los hombres mueren y no son felices. Te partes una pierna al descender el bordillo de una acera aunque resulte perfectamente ridículo. Tu mujer te engaña con una persona a la que no habías concedido la más minúscula posibilidad de hacerte sombra. Recibes un premio. Tienes un hijo. Un meteorito se acerca a la órbita de la Tierra más de lo recomendable para la salud pública. Y ninguno de esos acontecimientos posee un capítulo establecido dentro de ninguna historia general que los articule, que los explique, que los disculpe. Todo es cierto; pero lo mismo podría decirse de su contrario.


¿Por qué diez años? ¿Qué se oculta en esa cifra rotunda, exacta, que ya ha marcado mi vida de manera indeleble como el hierro de una ganadería? Leo en el Diccionario de símbolos de Cirlot que el diez es la cifra del retorno a la unidad, de la realización espiritual, del ser perfecto pitagórico, cuya comunidad lo resumía en el famoso emblema de la tetractys: diez es el resultado de sumar los cuatro primeros números de la serie natural. Diez años estuvo Ulises vagando por el mundo antes de regresar a Ítaca, y si hemos de creer a Robert Graves (sobre cuyos deliciosos desvaríos más pronto que tarde espero poder publicar aquí un dictamen), esos diez años estuvo muerto al menos tres veces: una durante su visita al Tártaro para conversar con Aquiles; y otras dos en su estancia en las islas de Calipso y de Circe, trasuntos de la mítica isla de los muertos donde los héroes iban a esperar la resurrección. Ulises regresa a casa convertido en otra persona a la que sólo su perro reconoce, identificado al fin y al cabo por una vieja cicatriz en el muslo. ¿Tiene todo eso algo que ver conmigo? Yo tengo una cicatriz en el pulgar izquierdo, si eso sirve de algo. No soy rey de Ítaca ni de ninguna parte, pero sí tengo un hijo al que he echado mucho de menos y sé que he estado muerto. Y que ahora, poco a poco, al subir hacia el horizonte, la luz del sol me deslumbra y me hace llorar.