sábado, 11 de octubre de 2008

El título, 1: el tamaño importa


Hace un par de semanas me llamaron del programa de Jesús Vigorra, El público lee, para hablar no de libros, sino de su promesa o anticipo. En concreto, se trataba de un reportaje dedicado a los títulos, para el cual habían recabado la colaboración de un editor, un librero y un artesano de las letras, este modesto testigo ocular. Según se sabe, la televisión da para poco, y en el escueto espacio con el que conté apenas tuve ocasión de mencionar un par de generalidades y de recurrir a alguna anécdota, como la de que una novela mía, Sólo una cosa no hay, que ha sido llamada en prensa de todos los modos posibles que permite su combinación de sustantivos y adverbios, estuvo a punto (¡horror!) de pasar a la historia de la bibliografía como La nadadora nocturna o, según me sugirió un alegre productor bilbaíno que amaba el estilo directo, El ángel cojitranco. El caso es que el asunto de los títulos se me quedó en las mientes y siguió dándome vueltas por dentro durante unos días, sugiriéndome matices y puntos de vista que no tuve oportunidad de exponer. Así que este blog, que es poco más o menos como vocear en el desierto, supone un lugar idóneo para dar salida a esas elucubraciones que nadie tiene por qué escuchar.

El título es un invento reciente. En la Antigüedad y hasta bien entrados los tiempos modernos, el libro se valía por sí solo y no hacía falta prevenir al público, asustarlo o engañarlo, con lo que se supone que debía de hallarse en su interior. Mis alumnos se sorprenden de la escasez de imaginación de los filósofos presocráticos, todos los cuales escribieron una obra que infaltablemente se llama Sobre la naturaleza, y sorprende que explosiones tan vistosas de literatura como las que dan cuenta de la cólera de Aquiles o las vicisitudes de rey de Ítaca se presenten bajo los nombres lacónicos de una ciudad o un hombre, la Ilíada o poema de Ilión, la Odisea o el viaje de Odiseo, varón de multiforme ingenio. El título, como no podía ser de otro modo, surge cuando el libro se convierte en producto, y su aparición es simultánea a la del escaparate: es necesario un envase atractivo, seductor, tintineante, que convenza al curioso apesadumbrado por la acumulación de novedades editoriales para que se acerque a ese volumen obviando a todos los que le hacen competencia. El título constituye el primer ejemplo de publicidad, de márketing, de que tenemos noticia. Huelga decir que uno bueno puede redimir un contenido mediocre, y que existen absolutas obras maestras que llevan su título a cuestas como una maldición, igual que el niño que nace tullido o esa camisa en que cayó el goterón de aceite que ningún detergente erradicará jamás.

A la hora de titular, disponemos de pautas para todos los gustos. Los sucintos, avaros, que se reducen a una o dos palabras, tienen de su parte ese aire de distinción de las habitaciones poco amuebladas, que sugieren más que describir el talante de sus inquilinos a través de dos o tres detalles estratégicos. Este tipo de variante seduce porque en ella la imaginación puede dispararse a placer y cabe todo a lo que el lector bien encarado se atreva: El extranjero puede hablarnos de inmigración, de extraterrestres, de enfermedades mentales, de viajes, de incomunicación; La rebelión, de Joseph Roth, es la crónica de cómo un pedigüeño berlinés se revuelve contra el sistema, pero puede dar cabida también a la epopeya de Luzbel, al motín de la Bounty, a un drama bolchevique. Si además introducimos un término desconocido, añadimos el aroma de lo insólito: El Horla de Maupassant habla de una criatura de otro mundo, e igual habría permitido una enfermedad exótica o una planta que induce a la licantropía, por echar mano a los primeros disparates que se vienen a la cabeza. Cierto es que hay otros títulos de dos palabras que son como bofetadas; poco se me ocurre más ceniciento que La Regenta o El abuelo.

La opción opuesta es la parrafada, presuntamente poética, mediante la cual se persigue excitar en el eventual cliente evocaciones de un mundo más sutil. Este terreno ofrece sus peligros porque la frontera entre la audacia y el empacho es delgada como el ala de una mosca. Mueven a la admiración o la intriga El tiempo de los emperadores extraños (Ignacio del Valle), Dime cinco cosas que quieres que te haga (Nicolás Casariego), o El quinto invierno del magnetizador (Per Olov Enquist); otros dan vergüenza: Con las mujeres no hay manera (Boris Vian), Donde el corazón te lleve (Susanna Tamaro), o La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada (García Márquez) provocan indigestión antes de abrir la primera página. De todas maneras, debo reconocer que mi favorito sin discusión pertenece a esta camada: Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino, es el encabezamiento más espléndido que encuentro para cualquier clase de novela, o de cualquier cosa que se le parezca; de su lado juegan no sólo sustantivos de eficacia incontestable en materia de connotación, noche, invierno y viajero, sino sobre todo ese condicional que invita a una segunda parte al filo de la chimenea poblada de aventuras y probables desamores en sol menor. Soledad Puértolas quiso repetir el efecto con resultados más bien discutibles en Si al atardecer llegara el mensajero.

[Observo que este post se alarga como una meada en una cuesta, en esa imagen de inigualable contundencia de Paco Gandía. Como hay material para una segunda entrega, os emplazo para la semana que viene, si alguien escucha desde las inmensidades del ciberespacio infinito. Entretanto, vuelvo a la nana y el biberón].

martes, 7 de octubre de 2008

El libro nuestro de cada día, 4: El último viaje de Pomponio Flato


Son conocidas las opiniones de Eduardo Mendoza según las cuales la novela consiste en un formato obsoleto al que aguardan pocos, o nulos, derroteros por recorrer. Sin embargo, Mendoza debe su fama a la elaboración de novelas, todas ellas de cuidada factura y respetuosas con las leyes maestras de la narración, según puede comprobarse, también, en el último de sus productos, este Asombroso viaje de Pomponio Flato que satisfará los paladares de los lectores más adictos al género. Por paradójico que parezca, uno sospecha que la obra de Mendoza no es un homenaje (según podría sugerir una primera vista) ni a la novela histórica, ni a la de detectives, ni siquiera al sainete cómico, con todos los cuales juguetea, sino un intento de dinamitar dichas variantes literarias desde su interior o de denunciar su reiteración y su cansancio. Las correrías de Pomponio Flato se nos presentan a través de una distancia irónica que no permite conceder espesor a los personajes ni tomar en consideración los episodios dramáticos; los reveses de la trama quedan desautorizados por comentarios sarcásticos en frases al margen o por la irrupción de pedos y gente que se da por culo al menor pretexto; sin asomo de vergüenza, el autor revela delante de su público los artificios de que se ha servido para urdir su intriga y no muestra pudor al servirse de un expediente de tan manoseada prosapia como el deus ex machina. Lo que parece tratar de gritarnos a voces es: todas las novelas de romanos están escritas, todas las novelas de detectives están escritas, el método para construirlas es tan estereotipado y trivial que cualquiera puede montar una con cuatro tablones usados, vamos a reírnos de esta clase de novela donde todo está visto y no caben entusiasmo ni suspense auténticos.

En esas fórmulas se resume, seguramente, la intención de Mendoza. Discurso muy intelectual y debidamente fatigado, como todo en nuestra posmodernidad de ideologías moribundas. Pero algo traiciona al autor: la emoción. El Asombroso viaje puede haber sido escrito con la excusa de demostrar a la humanidad qué cateto, cutre y torticero es en nuestros tiempos creer en novelas de estas trazas, con la prevención de no tomarse nada en serio, pero luego la literatura vence a la mano que la pergeña. Hay un detallismo revelador en las descripciones de la Palestina del siglo I, cuyo clima ha sabido captar con mucha más intuición que otros profesionales de la narración histórica; por mucho que se esfuerce en convertir a sus protagonistas en marionetas, existen momentos en que María, José, la bella Zara o el mismo Pomponio alcanzan una rara sinceridad que despierta la ternura, y uno sabe, porque ya posee cierta experiencia en estas lides, que en esos momentos Mendoza los sintió vivos y los sintió cerca; y en fin, está el idioma: para montar este divertimento gratuito sobre un investigador privado en los tiempos de Cristo, el autor se ha cuidado muy mucho de empaparse de literatura clásica y de adoptar, exagerándolos, los giros propios del discurso griego y latino (el más conseguido es el cambio repentino de los tiempos verbales, de pretérito a presente y viceversa; el relato antiguo abunda en esa indecisión, como revelará un examen somero del Asno de oro o el Satiricón).

Por otro lado, si ha de juzgarse como un mero chiste alargado a través de casi doscientas páginas, reconozcamos que el Asombroso viaje tiene sus páginas afortunadas y otras no tanto. Sigo sin comprender la insistencia en lo de dar por culo, tal vez porque el de mariquitas es un género de anécdotas cómicas con el que nunca me he reído mucho. Lo más valioso al respecto humorístico es, creo, la sucesión de referencias indirectas a los evangelios y la vida de Jesús que desarman y tergiversan los mensajes de las Escrituras, muy al estilo de la famosa película de los Monty Python. En cuanto al resto, aunque a Mendoza le pese, se trata de una novela hecha con mimo y dedicación, y en cuyo guiso se sospecha mucho más amor cocinero que el de los dependientes de las hamburgueserías. En fin; quién nos diría que habríamos de ver el día en que alguien pediría perdón por saber contar una historia.

(Interesados dirigirse a Eduardo Mendoza, El último viaje de Pomponio Flato. Barcelona, Seix Barral, 2008).