martes, 7 de octubre de 2008

El libro nuestro de cada día, 4: El último viaje de Pomponio Flato


Son conocidas las opiniones de Eduardo Mendoza según las cuales la novela consiste en un formato obsoleto al que aguardan pocos, o nulos, derroteros por recorrer. Sin embargo, Mendoza debe su fama a la elaboración de novelas, todas ellas de cuidada factura y respetuosas con las leyes maestras de la narración, según puede comprobarse, también, en el último de sus productos, este Asombroso viaje de Pomponio Flato que satisfará los paladares de los lectores más adictos al género. Por paradójico que parezca, uno sospecha que la obra de Mendoza no es un homenaje (según podría sugerir una primera vista) ni a la novela histórica, ni a la de detectives, ni siquiera al sainete cómico, con todos los cuales juguetea, sino un intento de dinamitar dichas variantes literarias desde su interior o de denunciar su reiteración y su cansancio. Las correrías de Pomponio Flato se nos presentan a través de una distancia irónica que no permite conceder espesor a los personajes ni tomar en consideración los episodios dramáticos; los reveses de la trama quedan desautorizados por comentarios sarcásticos en frases al margen o por la irrupción de pedos y gente que se da por culo al menor pretexto; sin asomo de vergüenza, el autor revela delante de su público los artificios de que se ha servido para urdir su intriga y no muestra pudor al servirse de un expediente de tan manoseada prosapia como el deus ex machina. Lo que parece tratar de gritarnos a voces es: todas las novelas de romanos están escritas, todas las novelas de detectives están escritas, el método para construirlas es tan estereotipado y trivial que cualquiera puede montar una con cuatro tablones usados, vamos a reírnos de esta clase de novela donde todo está visto y no caben entusiasmo ni suspense auténticos.

En esas fórmulas se resume, seguramente, la intención de Mendoza. Discurso muy intelectual y debidamente fatigado, como todo en nuestra posmodernidad de ideologías moribundas. Pero algo traiciona al autor: la emoción. El Asombroso viaje puede haber sido escrito con la excusa de demostrar a la humanidad qué cateto, cutre y torticero es en nuestros tiempos creer en novelas de estas trazas, con la prevención de no tomarse nada en serio, pero luego la literatura vence a la mano que la pergeña. Hay un detallismo revelador en las descripciones de la Palestina del siglo I, cuyo clima ha sabido captar con mucha más intuición que otros profesionales de la narración histórica; por mucho que se esfuerce en convertir a sus protagonistas en marionetas, existen momentos en que María, José, la bella Zara o el mismo Pomponio alcanzan una rara sinceridad que despierta la ternura, y uno sabe, porque ya posee cierta experiencia en estas lides, que en esos momentos Mendoza los sintió vivos y los sintió cerca; y en fin, está el idioma: para montar este divertimento gratuito sobre un investigador privado en los tiempos de Cristo, el autor se ha cuidado muy mucho de empaparse de literatura clásica y de adoptar, exagerándolos, los giros propios del discurso griego y latino (el más conseguido es el cambio repentino de los tiempos verbales, de pretérito a presente y viceversa; el relato antiguo abunda en esa indecisión, como revelará un examen somero del Asno de oro o el Satiricón).

Por otro lado, si ha de juzgarse como un mero chiste alargado a través de casi doscientas páginas, reconozcamos que el Asombroso viaje tiene sus páginas afortunadas y otras no tanto. Sigo sin comprender la insistencia en lo de dar por culo, tal vez porque el de mariquitas es un género de anécdotas cómicas con el que nunca me he reído mucho. Lo más valioso al respecto humorístico es, creo, la sucesión de referencias indirectas a los evangelios y la vida de Jesús que desarman y tergiversan los mensajes de las Escrituras, muy al estilo de la famosa película de los Monty Python. En cuanto al resto, aunque a Mendoza le pese, se trata de una novela hecha con mimo y dedicación, y en cuyo guiso se sospecha mucho más amor cocinero que el de los dependientes de las hamburgueserías. En fin; quién nos diría que habríamos de ver el día en que alguien pediría perdón por saber contar una historia.

(Interesados dirigirse a Eduardo Mendoza, El último viaje de Pomponio Flato. Barcelona, Seix Barral, 2008).

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