miércoles, 30 de abril de 2008

El hombre del billete de mil


La otra tarde, en la Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria, una persona de las que soportaban la asfixia tropical entre el público de la carpa levantó la pregunta inevitable:

—En tu opinión, ¿el escritor nace o se hace?

Es fama que, interrogado sobre si se nace escritor, Monterroso respondió que no conocía a ningún escritor que no hubiera nacido. Monterroso lo decía porque había participado, como fundador o cómplice, en algún taller de escritura creativa y le tocó lidiar con aquellos suspicaces que siguen opinando que el talento para relatar viene incluido en la dotación genética y forma parte de esa sangre que se nos acelera con el miedo y delata a las malas cuchillas de afeitar (o a las demasiado buenas). En la adolescencia, cuesta desprenderse de ese mito: uno se siente llamado, no quiere creer que ese don maravilloso que le hace emborronar cuartillas sea compartido democráticamente por el resto de los mortales y confía en pertenecer a la selecta cofradía de los nombres que se hacinan en las enciclopedias. Porque el genio se asemeja a una especie de indisposición, a unos bacilos o unas esporas que circulan por los pulmones de los premios Nobel y con el que no todos los organismos consiguen resfriarse, a pesar de que lo harían muy a gusto. Por eso, supongo, fatigamos las tumbas, los manuscritos, las casas museo de nuestros autores favoritos, en la esperanza de que algún día se produzca el milagro del contagio.

Esa esperanza sobrevolaba mi visita de la casa natal de Pérez Galdós, aunque bien es cierto que el señor del bigote nunca fue santo que figurara en mis altares. Aun así, recorrí con unción las habitaciones por las que correteó aquel niño enclenque y en donde se protegió del sol salado de las islas, sobre todo porque el Gremio de Libreros de Las Palmas tuvo la deferencia de abrirla sólo para mí y de permitirme rozar libros y muebles que comúnmente protege una chapa no menos alarmante que las de una central eléctrica. Nacer escritor supone que un extraño aura, una especie de radiación sobrenatural, rodeaba ya la cuna de madera negra que se conserva en una de las estancias de entrada, que impregnaba de algún modo arcano los ceniceros, los bargueños, las camas que el propio Galdós diseñó y que fueron traídas a esta casa, como el resto del mobiliario, desde los domicilios desaparecidos de Madrid y Santander. En mitad del patio, indiferente, se alza una palmera canaria anterior al edificio y que ha sobrevivido a su amo cien años; es de presumir que conserve la misma salud cuando toda su obra se desdibuje en la memoria de los hombres. El arte puede ser largo y la vida breve, pero nos olvidamos de los helechos y las tortugas.

La casa aloja un notable fondo de manuscritos y ediciones príncipes y una fundación, que ahora se encuentra publicando toda la correspondencia inédita del autor: fajos y fajos de letra minúscula, me dijo la chica encargada, páginas de otra novela mayor y seguramente más compleja que todas las que nuestro clásico del diecinueve dio a la imprenta en su día. La biblioteca privada puede visitarse a plazos: en los lomos reconocí tomos de Dickens y Balzac, todos en idioma original, y la obra completa de Scott, en octavo menor, junto al escritorio, como para facilitar, también, el contagio. Galdós era realista y partidario de aquel adagio según el cual Ars simia naturae; sin embargo, a la hora de distraerse, prefería las espadas y las torres donde suspiran doncellas emparedadas.

Además de diseñar sus propios muebles y aporrear el piano, Galdós pintaba con buena mano. En las paredes figuran bocetos de escenografías para sus propios dramas, caricaturas de personajes que despertaron su compasión y su ira, y sobre todo marinas. El tiempo ha convertido esos ejercicios de acuarela en material decorativo para hostales de segunda clase, pero despierta curiosidad constatar cómo los mismos dedos retratan realidades diferentes dependiendo de la herramienta de que se sirvan: el pincel de Galdós es más lírico, más vulgar, más tedioso que su pluma, aunque no menos detallista. Según los Goncourt, todo literato esconde un pintor en muletas. Copio la declaración de su diario del 1 de mayo de 1869: “¡Dichoso oficio el del pintor comparado con el del hombre de letras! A la actividad feliz de la mano y del ojo en el primero, corresponde el suplicio del cerebro en el segundo; y el trabajo que para uno es un goce para el otro es un sufrimiento…”

Bueno, no todo es sufrir, supongo.

miércoles, 23 de abril de 2008

Los límites de la interpretación


Ayer, uno de los periódicos para los que trabajo (el que queda más cerca de casa) tuvo la gentileza de invitarme al ensayo general de Don Giovanni en el Teatro de la Maestranza. Teniendo en cuenta que las entradas para las cuatro funciones se hallaban agotadas desde hace un año, según comprobó empíricamente Teresa cuando quiso reservar un hueco, acudimos raudos y veloces a mezclarnos con el ligue del primer violín y el primo de la modista, que son quienes llenan las gradas en este tipo de ocasiones. Se trataba de un montaje original, estreno planetario, y el director de escena (Mario Gas, nada menos) había optado por trasladar la acción a los años veinte del charlestón, por eso de no repetirse con dos siglos de casacas, pelucas y espadas desenvainadas. Muchos de los espectadores, que acudían no por afecto a la ópera sino por estas incómodas obligaciones de la cultura (hombre, te regalan una invitación a la ópera y qué vas a hacer) aplaudían intempestivamente al final de cada número, sin discernir arias, conjuntos, recitativos secos ni mojados, porque qué hay más importante que el calor del público, cuando la gente lo hace bien se merece que la reconozcan, etcétera. Uno de los más aplaudidos fue Leporello, que no estuvo mal, con el añadido de que es seguramente el papel más simpático de la partitura; Donna Anna andaba un poco frígida, y a Don Giovanni tal vez le escaseaba la energía. Mis preferidos fueron, en este orden, Donna Elvira, que parecía poquita cosa pero bordó el aria de bravura del segundo acto, Mi tradì quell’alma ingrata, entre otras cosas, y Don Ottavio, tan enteco y torpe y soso como exige el libreto, y con esa música que al salirle de la garganta suena a los veranos perdidos de la infancia. Lo mejor el final del primer acto, con la fiesta en casa de Don Giovanni y la entrada de las máscaras; lo peor, francamente decepcionante, la cena final y la aparición esperpéntica del Comendador, que aquí no es estatua, sino una especie de concejal marbellí con la cara blanqueada de talco, para avisar al respetable de que estaba muerto.

La ambientación de óperas en épocas más recientes que aquellas en que fueron escritas es una práctica común en el orbe de la escenografía, como sucede con el teatro en general: supone un intento de prestar frescura, inmediatez y lustre a una historia que fue compuesta demasiado tiempo ha y cuya moraleja corre el albur de haber criado herrumbre. Precisamente, Peter Sellars trató, en los años ochenta, de traducir las tres óperas Mozart / Da Ponte al universo actual y emplazó las bodas de Fígaro en un hotel de lujo, convirtió a Don Giovanni en un proxeneta de barrio e hizo que Ferrando y Giuglelmo, los protagonistas de Così fan tutte, se enrolaran en la marina yanqui. El resultado fluctuaba entre la genialidad y el disparate: unas veces hacía pensar que existen cumbres en materia de arte que restan sin escalar y que el tiempo no posee capacidad para erosionarlas; otras, nos enfrenta a la cruda evidencia de que todo producto cultural (aun Mozart) envejece a pesar de la viagra. No hay nada que objetar a que los organizadores del Maestranza hayan decidido ambientar la ópera en la edad de King Oliver y Al Capone, aunque el texto chirríe un tanto cuando se cambian espadas por navajas y el convidado de piedra resulta ser el hermano mayor de una cofradía amortajado para Domingo de Ramos. Más alarmante parece la licencia final que el director de escena se toma a la hora de la condenación del protagonista. La obra se subtitula Il dissoluto punito, es decir, el libertino castigado, y en el conjunto final, el que Mozart añadió para el estreno en Viena, los personajes supervivientes celebran la muerte de Don Giovanni y su merecida reclusión en lo más hondo del infierno. Anoche, quizá como rasgo de ironía, en el momento en que el Comendador tiende la mano a Don Giovanni, el libertino logra zafarse y envía al fondo de una zanja al fantasma y toda la caterva de ánimas y demonios que pretenden arrestarle. Supongo que Gas, que también debe de amar le femine e il buon vino, se siente tan identificado con el personaje principal que ha decidido conmutarle la pena capital. Las preguntas inevitables: ¿es esta la ópera de Mozart o una caricatura? ¿Habría sido más fiel otra con chorreras y pasos de minué? ¿Habría sido más auténtica si Don Giovanni hubiera caído al centro de la Tierra entre espasmos de pavor y lágrimas? (Confieso que es mi parte favorita de la obra y que la estuve esperando ansiosamente durante cuatro horas de incomodidad en la butaca del balcón; los palos del sombrajo se me quedaron a la altura de los botines.)

Sí, ya sé: el lector es autor, Roland Barthes, la fusión de horizontes de Gadamer y demás quincalla. Interpretar es una palabra curiosa, como todas: interpreta el actor cuando recita el texto frente a la platea, interpreta el exégeta cuando forcejea contra un pasaje oscuro de las Escrituras. Resulta difícil conocer los límites entre una y otra acepción, si los hay. En Uqbar, la crónica de cuyo descubrimiento acabo de releer hace dos o tres días, existe una escuela filosófica según la cual cualquier hombre que sufre es idéntico a todos los que sufrieron y sufrirán en el porvenir, porque el dolor es siempre el mismo. Cualquier hombre que recita a Shakespeare (aclara una nota al pie) es Shakespeare. Los intermediarios resultan ociosos.

lunes, 21 de abril de 2008

La vida de los otros, 1: La soledad del despertador de fondo


Era sábado, a esa hora incierta en que se rompe la noche y empieza a llover. De repente, de algún lugar de la oscuridad comenzó a brotar un zumbido siniestro, parecido al enfado de un perro que no está dispuesto a soltar el hueso de jamón que acaba de atrapar de la mesa de la cocina. También, dependiendo de la interpretación, podía atribuirse a un fantasma necesitado de logopeda.

—¿Qué es eso? —se sobresaltó Teresa, que apenas había conciliado el sueño después de que la criatura que transporta bajo el ombligo terminara una maratoniana sesión de boxeo.

—Es el vecino de arriba —gemí yo—. Es el despertador.

—¿Y por qué no lo apaga? —Teresa no acababa de creer del todo que en las tinieblas circundantes no se agazapara el perro de Baskerville.

—No lo sé. No estarán, se lo habrán dejado puesto.

No conocemos a los vecinos de arriba, que para nosotros se resumen en una pareja de tacones que miden el pasillo cada amanecer, como haciendo una advertencia. El despertador vibraba en lo alto del techo, destemplado, con el furioso berrinche del bebé al que nadie tiende un biberón; a la vez, en lo remoto, se dejaba sentir una especie de música sobrenatural del orden de Encuentros en la tercera fase o un consultorio astrológico: en todo caso, algo inquietante y cósmico. Luego, un silencio. Al principio parecía que la llamada iba a cesar, pero pronto uno comprendía que el silencio era otro componente de la partitura, un ingrediente que le prestaba la necesaria dosis de dramatismo y ferocidad: el gruñido, la melodía de reencarnación, el hiato trágico que nos separaba de otro inevitable aviso.

Pensé en los vecinos. Razoné que se habían ido de viaje, que se habían ido de juerga, que estaban a punto de llegar, que nunca volverían, que se habían separado (eran dos, una pareja: en realidad, los tacones no constituían el único indicio sonoro de su presencia), que habían muerto. Los vi echados en la cama de matrimonio, absueltos por los botes de pastillas de un dolor intolerable; los vi en las Bahamas, gozando de un cóctel con una sombrilla en el vaso, mientras Curro, el de los anuncios, pateaba la espuma de la playa; los vi en una calle con una farola, a oscuras, diciéndose cosas que no se atrevían a confesarse en casa; y mientras tanto, el despertador vibraba y vibraba, ofrecía a la nada su marcha fúnebre intergaláctica, y a cada arpegio, a cada frase de sintetizador que se deshacía en el silencio, el vacío parecía ir creciendo más y más. Me acordé del edificio bombardeado sobre el que, en algún rincón cubierto de escombros, sigue sonando un tocadiscos, de los teléfonos móviles que reclaman a los pasajeros de un accidente de tren. Y eso me llevó a ese cuento de la antología fantástica de Borges & Co. en que el único hombre vivo después de un holocausto nuclear oye que en alguna parte suena el timbre de un teléfono.

No soporto las casas ni los espejos vacíos: siempre hay alguien escondido que espera para darte el susto.

sábado, 19 de abril de 2008

Excursiones más allá de Doñana


Después de todo, he hallado una manera de seguir la trayectoria de ese meteorito convertido en tapioca a diez euros del que hablaba ayer. La otra tarde, saltando de web y web y de madriguera en madriguera, fui a topar con el programa del que están extraídas las imágenes que acompañan a este texto. Responde al nombre nada críptico de Celestia, y es un simulador no sólo del Sistema Solar, sino del funcionamiento del completo universo. Para quien no me crea y sobre todo para quien sí, basta con acudir a la página www.shatters.net/celestia y descargarse la versión correspondiente. A disposición del usuario se encuentran las órbitas de los nueve planetas (o diez, si contamos a Caronte, que vuelven a ser nueve si restamos a Plutón), con toda su corte correspondiente de satélites, asteroides, cometas y polvo sideral. Basta con pinchar sobre una de esas masas de gas y piedra que ruedan por el espacio para que la cámara, en un tobogán vertiginoso, nos conduzca tan cerca de su corazón como lo permitan los píxels: el estómago no puede resistirse a una euforia de montaña rusa cuando el sol, Saturno o cualquier remotísima estrella con nombre de matrícula se aproxima hasta casi chamuscarnos los pelos de la nariz. Porque también pueden emprenderse tournées extrasolares, por supuesto, a través de Betelgeuse, Aldebarán y otros lugares de muchas sílabas. El único problema radica en que el universo es infinito y uno termina por perderse.

De chico, cuando me montaba en avión para ir o volver de ver a los abuelos a Canarias, yo le preguntaba a mamá dónde se hallaba exactamente el domicilio de Dios. Me pasaba la travesía con el morro pegado a la ventana, asombrándome con las catedrales de espuma y las momentáneas cordilleras rosadas que se desplegaban al otro lado del fuselaje, en la espera de sorprender allá, a lo lejos, a un señor mayor con barba que orquestaba un coro de ángeles. Nunca lo vi, porque la homonimia es traicionera y yo empleaba la palabra cielo en un contexto equivocado. De todos maneras, ahora, mientras naufrago por el universo de la mano de este simulador espantoso, introduciéndome en profundidades que ningún ojo humano ha presenciado jamás, subiendo a lo más alto y cayendo al subsuelo de todas las cosas, penetrando poco a poco en el corazón de las tinieblas, siento miedo de toparme con una presencia extraña, con un espejismo que me obligaría a cerrar los ojos y desconectar automáticamente el monitor. Mulder y Scully decían que la verdad está ahí fuera, a la intemperie, como los coches en los desguaces.

Pascal temía el silencio de los inmensos espacios vacíos. Yo temo a una voz que rompa ese silencio.

viernes, 18 de abril de 2008

Su patria son las estrellas



Los domingos se celebra en la Plaza del Cabildo, una especie de placita de juguete encajonada entre una fuente y dos pasillos, un mercado que hará las delicias de los arqueólogos, los fetichistas y los enfermos del síndrome de Diógenes (yo quepo en las tres categorías). El material expuesto en los tenderetes pretende ser vagamente histórico, o en su defecto científico: monedas de ayer y de hoy, sellos para hacerse un edredón, cámaras que padecen cataratas, pins, relojes detenidos en un remoto amanecer, cubiertos, basura, mucha basura, que es el nombre que damos a las cosas útiles cuando nos cansamos de ellas. Yendo por este paraíso oxidado la otra mañana, deambulé frente a dos mesas de camping decoradas con fajos de cupones antiguos (no miento) y unos pequeños discos como chocolate mordido que proclamaban remontarse hasta la edad del emperador Constantino. En medio, creo, aparecía el propio Constantino de perfil, o su sombra en un charco, de lejos. Al final, junto a una colección de presuntos fósiles y unas cajitas deliciosamente repletas de minerales que se antojaban bombones, había una decena de estuches con etiquetas que contenían meteoritos. Trozos o lascas de meteoritos, quiero decir.

—¿Y cómo sabes tú que son meteoritos de verdad? —me preguntó Teresa con recelo después de que yo corriera a darle la magnífica noticia al bar de al lado, donde ella me esperaba entre suplemento dominical, café y siete meses de gestación.

—Había una etiqueta —respondí yo—. La etiqueta ponía Meteorito Nosequé, un nombre en inglés, había caído en Sudáfrica. Vale diez euros.

—¿Y si yo cojo una china, la meto en una caja con algodón y digo que es un meteorito? —Teresa pertenece a la escuela de filosofía escéptica— ¿Vale eso diez euros?

Cierto, incontestable. Regresé más tarde al tenderete y miré las lascas en sus cajas con un conato de desilusión que, sin embargo, no llegaba a aguar del todo mi entusiasmo precedente. Cobijé en mi palma durante un instante aquella cosita negra, similar quizá a la cagada de un murciélago o a la larva de un insecto diminuto y seguramente repugnante y creí sentir un vértigo místico: vi cómo aquel fragmento de materia miserable singlaba por el helado espacio exterior, vi cómo atravesaba las órbitas de Saturno y Júpiter y se internaba en el cinturón en que los asteroides juegan eternamente al corro de la patata, lo vi precipitarse en nuestra atmósfera, a él, nacido en sistemas de soles remotos donde se ignoran cosas como los antibióticos y la lluvia, y presencié cómo se deshacía en centellas y polvo antes de caer al suelo.

El coleccionismo, como el amor, como la literatura, precisan de la fe: de una suspensión momentánea de la incredulidad que nos permita confiar en que todavía existen cosas en el mundo (sí, en este gastado mundo) que son posibles. Diez euros no son un precio excesivo para creer.