Ayer, uno de los periódicos para los que trabajo (el que queda más cerca de casa) tuvo la gentileza de invitarme al ensayo general de Don Giovanni en el Teatro de la Maestranza. Teniendo en cuenta que las entradas para las cuatro funciones se hallaban agotadas desde hace un año, según comprobó empíricamente Teresa cuando quiso reservar un hueco, acudimos raudos y veloces a mezclarnos con el ligue del primer violín y el primo de la modista, que son quienes llenan las gradas en este tipo de ocasiones. Se trataba de un montaje original, estreno planetario, y el director de escena (Mario Gas, nada menos) había optado por trasladar la acción a los años veinte del charlestón, por eso de no repetirse con dos siglos de casacas, pelucas y espadas desenvainadas. Muchos de los espectadores, que acudían no por afecto a la ópera sino por estas incómodas obligaciones de la cultura (hombre, te regalan una invitación a la ópera y qué vas a hacer) aplaudían intempestivamente al final de cada número, sin discernir arias, conjuntos, recitativos secos ni mojados, porque qué hay más importante que el calor del público, cuando la gente lo hace bien se merece que la reconozcan, etcétera. Uno de los más aplaudidos fue Leporello, que no estuvo mal, con el añadido de que es seguramente el papel más simpático de la partitura; Donna Anna andaba un poco frígida, y a Don Giovanni tal vez le escaseaba la energía. Mis preferidos fueron, en este orden, Donna Elvira, que parecía poquita cosa pero bordó el aria de bravura del segundo acto, Mi tradì quell’alma ingrata, entre otras cosas, y Don Ottavio, tan enteco y torpe y soso como exige el libreto, y con esa música que al salirle de la garganta suena a los veranos perdidos de la infancia. Lo mejor el final del primer acto, con la fiesta en casa de Don Giovanni y la entrada de las máscaras; lo peor, francamente decepcionante, la cena final y la aparición esperpéntica del Comendador, que aquí no es estatua, sino una especie de concejal marbellí con la cara blanqueada de talco, para avisar al respetable de que estaba muerto.
La ambientación de óperas en épocas más recientes que aquellas en que fueron escritas es una práctica común en el orbe de la escenografía, como sucede con el teatro en general: supone un intento de prestar frescura, inmediatez y lustre a una historia que fue compuesta demasiado tiempo ha y cuya moraleja corre el albur de haber criado herrumbre. Precisamente, Peter Sellars trató, en los años ochenta, de traducir las tres óperas Mozart / Da Ponte al universo actual y emplazó las bodas de Fígaro en un hotel de lujo, convirtió a Don Giovanni en un proxeneta de barrio e hizo que Ferrando y Giuglelmo, los protagonistas de Così fan tutte, se enrolaran en la marina yanqui. El resultado fluctuaba entre la genialidad y el disparate: unas veces hacía pensar que existen cumbres en materia de arte que restan sin escalar y que el tiempo no posee capacidad para erosionarlas; otras, nos enfrenta a la cruda evidencia de que todo producto cultural (aun Mozart) envejece a pesar de la viagra. No hay nada que objetar a que los organizadores del Maestranza hayan decidido ambientar la ópera en la edad de King Oliver y Al Capone, aunque el texto chirríe un tanto cuando se cambian espadas por navajas y el convidado de piedra resulta ser el hermano mayor de una cofradía amortajado para Domingo de Ramos. Más alarmante parece la licencia final que el director de escena se toma a la hora de la condenación del protagonista. La obra se subtitula Il dissoluto punito, es decir, el libertino castigado, y en el conjunto final, el que Mozart añadió para el estreno en Viena, los personajes supervivientes celebran la muerte de Don Giovanni y su merecida reclusión en lo más hondo del infierno. Anoche, quizá como rasgo de ironía, en el momento en que el Comendador tiende la mano a Don Giovanni, el libertino logra zafarse y envía al fondo de una zanja al fantasma y toda la caterva de ánimas y demonios que pretenden arrestarle. Supongo que Gas, que también debe de amar le femine e il buon vino, se siente tan identificado con el personaje principal que ha decidido conmutarle la pena capital. Las preguntas inevitables: ¿es esta la ópera de Mozart o una caricatura? ¿Habría sido más fiel otra con chorreras y pasos de minué? ¿Habría sido más auténtica si Don Giovanni hubiera caído al centro de la Tierra entre espasmos de pavor y lágrimas? (Confieso que es mi parte favorita de la obra y que la estuve esperando ansiosamente durante cuatro horas de incomodidad en la butaca del balcón; los palos del sombrajo se me quedaron a la altura de los botines.)
Sí, ya sé: el lector es autor, Roland Barthes, la fusión de horizontes de Gadamer y demás quincalla. Interpretar es una palabra curiosa, como todas: interpreta el actor cuando recita el texto frente a la platea, interpreta el exégeta cuando forcejea contra un pasaje oscuro de las Escrituras. Resulta difícil conocer los límites entre una y otra acepción, si los hay. En Uqbar, la crónica de cuyo descubrimiento acabo de releer hace dos o tres días, existe una escuela filosófica según la cual cualquier hombre que sufre es idéntico a todos los que sufrieron y sufrirán en el porvenir, porque el dolor es siempre el mismo. Cualquier hombre que recita a Shakespeare (aclara una nota al pie) es Shakespeare. Los intermediarios resultan ociosos.
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