Era sábado, a esa hora incierta en que se rompe la noche y empieza a llover. De repente, de algún lugar de la oscuridad comenzó a brotar un zumbido siniestro, parecido al enfado de un perro que no está dispuesto a soltar el hueso de jamón que acaba de atrapar de la mesa de la cocina. También, dependiendo de la interpretación, podía atribuirse a un fantasma necesitado de logopeda.
—¿Qué es eso? —se sobresaltó Teresa, que apenas había conciliado el sueño después de que la criatura que transporta bajo el ombligo terminara una maratoniana sesión de boxeo.
—Es el vecino de arriba —gemí yo—. Es el despertador.
—¿Y por qué no lo apaga? —Teresa no acababa de creer del todo que en las tinieblas circundantes no se agazapara el perro de Baskerville.
—No lo sé. No estarán, se lo habrán dejado puesto.
No conocemos a los vecinos de arriba, que para nosotros se resumen en una pareja de tacones que miden el pasillo cada amanecer, como haciendo una advertencia. El despertador vibraba en lo alto del techo, destemplado, con el furioso berrinche del bebé al que nadie tiende un biberón; a la vez, en lo remoto, se dejaba sentir una especie de música sobrenatural del orden de Encuentros en la tercera fase o un consultorio astrológico: en todo caso, algo inquietante y cósmico. Luego, un silencio. Al principio parecía que la llamada iba a cesar, pero pronto uno comprendía que el silencio era otro componente de la partitura, un ingrediente que le prestaba la necesaria dosis de dramatismo y ferocidad: el gruñido, la melodía de reencarnación, el hiato trágico que nos separaba de otro inevitable aviso.
Pensé en los vecinos. Razoné que se habían ido de viaje, que se habían ido de juerga, que estaban a punto de llegar, que nunca volverían, que se habían separado (eran dos, una pareja: en realidad, los tacones no constituían el único indicio sonoro de su presencia), que habían muerto. Los vi echados en la cama de matrimonio, absueltos por los botes de pastillas de un dolor intolerable; los vi en las Bahamas, gozando de un cóctel con una sombrilla en el vaso, mientras Curro, el de los anuncios, pateaba la espuma de la playa; los vi en una calle con una farola, a oscuras, diciéndose cosas que no se atrevían a confesarse en casa; y mientras tanto, el despertador vibraba y vibraba, ofrecía a la nada su marcha fúnebre intergaláctica, y a cada arpegio, a cada frase de sintetizador que se deshacía en el silencio, el vacío parecía ir creciendo más y más. Me acordé del edificio bombardeado sobre el que, en algún rincón cubierto de escombros, sigue sonando un tocadiscos, de los teléfonos móviles que reclaman a los pasajeros de un accidente de tren. Y eso me llevó a ese cuento de la antología fantástica de Borges & Co. en que el único hombre vivo después de un holocausto nuclear oye que en alguna parte suena el timbre de un teléfono.
No soporto las casas ni los espejos vacíos: siempre hay alguien escondido que espera para darte el susto.
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