Después de todo, he hallado una manera de seguir la trayectoria de ese meteorito convertido en tapioca a diez euros del que hablaba ayer. La otra tarde, saltando de web y web y de madriguera en madriguera, fui a topar con el programa del que están extraídas las imágenes que acompañan a este texto. Responde al nombre nada críptico de Celestia, y es un simulador no sólo del Sistema Solar, sino del funcionamiento del completo universo. Para quien no me crea y sobre todo para quien sí, basta con acudir a la página www.shatters.net/celestia y descargarse la versión correspondiente. A disposición del usuario se encuentran las órbitas de los nueve planetas (o diez, si contamos a Caronte, que vuelven a ser nueve si restamos a Plutón), con toda su corte correspondiente de satélites, asteroides, cometas y polvo sideral. Basta con pinchar sobre una de esas masas de gas y piedra que ruedan por el espacio para que la cámara, en un tobogán vertiginoso, nos conduzca tan cerca de su corazón como lo permitan los píxels: el estómago no puede resistirse a una euforia de montaña rusa cuando el sol, Saturno o cualquier remotísima estrella con nombre de matrícula se aproxima hasta casi chamuscarnos los pelos de la nariz. Porque también pueden emprenderse tournées extrasolares, por supuesto, a través de Betelgeuse, Aldebarán y otros lugares de muchas sílabas. El único problema radica en que el universo es infinito y uno termina por perderse.
De chico, cuando me montaba en avión para ir o volver de ver a los abuelos a Canarias, yo le preguntaba a mamá dónde se hallaba exactamente el domicilio de Dios. Me pasaba la travesía con el morro pegado a la ventana, asombrándome con las catedrales de espuma y las momentáneas cordilleras rosadas que se desplegaban al otro lado del fuselaje, en la espera de sorprender allá, a lo lejos, a un señor mayor con barba que orquestaba un coro de ángeles. Nunca lo vi, porque la homonimia es traicionera y yo empleaba la palabra cielo en un contexto equivocado. De todos maneras, ahora, mientras naufrago por el universo de la mano de este simulador espantoso, introduciéndome en profundidades que ningún ojo humano ha presenciado jamás, subiendo a lo más alto y cayendo al subsuelo de todas las cosas, penetrando poco a poco en el corazón de las tinieblas, siento miedo de toparme con una presencia extraña, con un espejismo que me obligaría a cerrar los ojos y desconectar automáticamente el monitor. Mulder y Scully decían que la verdad está ahí fuera, a la intemperie, como los coches en los desguaces.
Pascal temía el silencio de los inmensos espacios vacíos. Yo temo a una voz que rompa ese silencio.
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