martes, 28 de febrero de 2012

Bajo la estrella roja



Tiempo ha, escribí una entrada aquí confesando mi predilección por las historias policiales ambientadas en la Alemania de entreguerras. Hoy declaro otra de mis devociones: la Unión Soviética. Aunque no tan explorado (ni explotado) como el del auge del hitlerismo, el paisaje de la extinta dictadura del proletariado ruso ofrece un excelente fondo sobre el que dibujar cualquier trama con crímenes, traiciones, sangre y pistolas de por medio, sea en la variante del asesinato puro y simple o en aquella otra complicada con espionaje y móviles geopolíticos. El motivo de ello, creo, va más allá de la reciente moda de situar argumentos criminales en épocas históricas alternativas, prestando una atención mayor al atrezzo y la indumentaria de los personajes que a la propia acción a desarrollar. La URSS y el nazismo ofrecen marcos incomparables por una sencilla razón que creo haber ya apuntado antes: si los obstáculos engrandecen al héroe, el detective que desempeñe su actividad en una dictadura será mucho más potente, capaz y resuelto que aquel otro que goce de las prerrogativas de la democracia, donde se supone la transparencia de información. En la URSS y el Tercer Reich, el detective no sólo se opone al delincuente: se opone al sistema entero, a la completa realidad de que ese sistema es garante.

Cuento todo esto porque observo que la filial de bolsillo de Ediciones Zeta por fin se ha decidido a editar en sentido cronológico y en su debido orden la enorme saga soviética que Martin Cruz Smith, maestro del thriller, dedicó a su agente Arkady Renko. Si los datos no me fallan, es la serie pionera en esto de situar crímenes en la URSS, y una de las que mejor conserva su poder de seducción. Los primeros títulos estaban escritos en el frío álgido de la era Reagan, y esa tensión se percibe por los cuatro costados: la acción es cruel, vertiginosa, los malos son de echarse literalmente a temblar, y la descripción del viejo imperio recuerda inevitablemente a las peores pesadillas de Orwell. La serie dio comienzo con un texto imprescindible para todo amante de la ficción negra, Gorky Park (1981), éxito de ventas luego llevado a la gran pantalla en 1983 por Michael Apted con William Hurt y Lee Marvin en los papeles principales. El segundo volumen, Polar Star (1989), es el que ahora acaba de reeditarse en España. Caído en desgracia tras una serie de encontronazos con la KGB, Renko busca la redención y el anonimato enrolándose en un barco pesquero que singla el Ártico: un originalísimo ovillo de enigmas y encontronazos estará servido en cuanto una de las trabajadoras del Estrella Polar (que en realidad no pesca, sino que procesa el pescado que le llevan las traineras, americanas para más señas) aparezca cadáver con una sospechosa puñalada en el vientre. Cruz Smith complica aquí los rigores policíacos del espacio cerrado enclaustrando doblemente a sus criaturas: al estrecho recinto del barco añade el del hielo polar. Si la cosa va bien, y no veo por qué no ha de ser así, Zeta nos irá ofreciendo en sucesivos semestres las siguientes entregas de la saga, entre las que se incluyen Red Square (1992), Havana Bay (1999), Wolves eat dogs (2004) y Stalin’s Ghost (2007), quizá la mejor después de la original.

Para interesados en casos criminales con hoces y martillos, recomendar también la meritoria serie de Stuart S. Kaminsky cuyo protagonista es el inspector cojo Rostnikov, y de la que se ha publicado en España, creo, por lo menos un episodio con el título de Camaleón rojo (traducción de Alberto Borrás, Ediciones B, 1987). Y, claro, la de Tim Rob Smith y el agente Leo Demidov, inaugurada con la demoledora Child 44 (2008), que he visto de saldo en las librerías (traducción de Mónica Rubio en Espasa) a cuatro o cinco euros de nada: haceos un favor, niños, y de camino le evitáis un esfuerzo a las trituradoras de papel.

domingo, 19 de febrero de 2012

La juguetería movediza



Compruebo sin sorpresa que la editorial Impedimenta ha alcanzado ya la tercera edición de un clásico de la literatura policíaca que, ay dolor, permanecía virtualmente virgen hasta el año pasado en nuestro país. Y digo sin sorpresa porque es una de las novelas más refrescantes, divertidas e inteligentes que uno puede encontrar en su carrera de lector: The moving toyshop, de Edmund Crispin (seudónimo que fue de Robert Bruce Montgomery, 1921-1948), traducida por José C. Vales como La juguetería errante. Un breve buceo por Internet me revela que, aunque parezca mentira, no permanecía inédita en España: nuestros abuelos conocieron una versión de 1948 (dos años después del original) que lleva el extraño título de El bazar diabólico, con traducción de Benito Montuenga y publicada por la editorial Alhambra.

Supongo que si me limito a afirmar que esta es una de la docena escasa de novelas que convierten el género policíaco en algo más que un entretenimiento de más o menos buen tono, nadie aceptará mis palabras porque sí, sin alguna aclaración o escolio. The moving toyshop forma parte de la serie que su autor construyó en torno a un personaje carismático e irritante a partes iguales, Gervase Fen, profesor oxoniense de lnegua y literatura inglesas. El primer título de la colección (que apareció en España en el Libro de Bolsillo de Alianza) se llamaba The gilded fly o La mosca dorada y nos presentaba un Oxford asolado por la guerra y las cartillas de racionamiento, donde estudiantes más bien excéntricos se codeaban con profesores  (dons, en el original inglés) que tampoco les andaban a la zaga y donde el inverosímil suicidio de una actriz es sometido a la perspicacia de Fen. Ello da pie a una cadena de sabrosas ironías y parodias sobre el mundo de la escena anglosajona de entreguerras. En algunas de las novelas de la serie (no en The toyshop) al de Fen sirve de contrapeso el personaje de sir Richard Freeman, jefe de policía de la ciudad enamorado de la vieja literatura nacional: Fen es detective por afición, Freeman un erudito en sus ratos libres, y las diatribas de ambos sobre Tennyson o la poesía metafísica inglesa sirven para amenizar las peripecias de ambos en busca del criminal de turno.

Repetiré que The moving toyshop es una novela excepcional. Porque los amantes habituales de las historias de intriga se verán boquiabiertos y desorientados en cuanto se asomen a sus páginas. A pesar de estar considerado uno de los últimos representantes de la edad de oro británica del relato policíaco (la del fair play y todo eso: Michael Innes, Margery Allingham, John Dickson Carr), Crispin viola alegremente (y el adverbio es exacto) la mayor parte de sus convenciones. La trama está repleta de ocurrencias, lances irónicos, secundarios descacharrantes, conversaciones de cultura de alta gradación, retratos de costumbres y plácidos retos intelectuales. Todo comienza cuando el poeta Cadogan llega a Oxford en busca de linimento para su orgullo herido, porque no es fácil ser poeta en los tiempos que corren (igual que en los demás); sin pretenderlo, en mitad de la madrugada topa con una juguetería donde una mujer ha sido estrangulada; al regresar a la mañana siguiente, la juguetería no está: se ha convertido en una tienda de ultramarinos.

Y hasta aquí puedo leer. Lo demás lo dejo a la curiosidad (y el júbilo) del público.