viernes, 24 de julio de 2009

Hipatitis, y 4: Tormenta sobre Alejandría



El universo, que otros llaman la biblioteca. Durante años, especulé con escribir una novela sobre la Biblioteca de Alejandría. Me animaban a ello, aparte de mi devoción confesa por ese tipo de instituciones donde se almacenan el polvo y la memoria, otra devoción paralela, por Borges. Leyendo los cuentos del argentino me había figurado una biblioteca infinita, un edificio del tamaño del universo en cuyos anaqueles se encontraban, escrupulosamente etiquetados, todos los seres que han sido, los que serán, los que no son, los que es imposible que sean. Luego, la Biblioteca de Babel se transformó forzosamente en la Biblioteca de Alejandría: el mayor albañal de sabiduría que ha conocido la Historia de la Humanidad, la única sede de la Tierra donde se concentró, un día, todo lo que el hombre llegó a saber, a soñar, a inventar. La monstruosa biblioteca de los Ptolomeos se me aparecía en visiones desde que por primera vez supe de ella, más o menos en detalle, por el famoso documental de Carl Sagan, Cosmos. Todavía, si consultáis la web, las reconstrucciones digitales de la Biblioteca que figuran en muchas páginas electrónicas han sido tomadas del programa de Sagan.


Y además, un laberinto. Así que decidí escribir una novela sobre la Biblioteca de Alejandría. Sería, claro está, una novela sobre la sabiduría, sobre el afán prometeico por conocer, sobre la ambición, sobre el desengaño, sobre el dolor que, como dice el Eclesiastés (¿o son los Proverbios?) acompaña a todo saber. Evidentemente, tenía una guía de postín. Había ya una novela cuyo protagonista era una biblioteca, y que sondeaba los mismos temas eternos; lo hacía, además con una exquisita combinación de filosofía, aventuras y trama detectivesca, que, por ende, son las coordenadas habituales de lo que yo, como autor literario, suelo frecuentar. Habréis adivinado, supongo, que hablo de El nombre de la rosa, de Umberto Eco. De algún modo, al pensar en mi argumento, al ponerme manos a la obra a la hora de diseñar mi libro, me di cuenta de que no podía, de que no debía dejar de lado aquel referente manifiesto: decidí integrarlo en mi propia trama. Una fábula sobre una biblioteca que además trata de reflexionar sobre lo caduco del conocimiento humano forzosamente ha de acabar en incendio; si esa Biblioteca es, encima, la de Alejandría, las llamas se vuelven imprescindibles. En mi ficción, la biblioteca es un laberinto: aunque a muchos pueda resultarles falsamente obvio, no tomé esa idea de Eco, sino de Borges, a quien, por otra parte, Eco saqueó a placer. En Borges, universo, laberinto y biblioteca son términos equivalentes, y quería que mi visión reflejara el mismo punto de partida. Nadie sabe salir del universo; los caminos del laberinto son signos que enseñan cosas; la biblioteca contiene todo cuanto existe.


Llega la tormenta. De manera que, aunque mi novela pueda integrarse dentro de ese brote de Hipatitis que sacude nuestra producción editorial más reciente, no es una novela sobre Hipatia. En primer lugar, se me ocurrió escribir sobre la Biblioteca de Alejandría; ello me condujo al incendio; las llamas se tragaron toda la cultura antigua, lo cual marcaba un punto y aparte; también la muerte de una filósofa llamada Hipatia, de cuya suerte había leído en alguna nota a pie de página, ilustraba aquel sangriento cambio de época: decidí yuxtaponer ambas hecatombes, la de la mujer y la de los libros. Qué hay de cierto en la historia que cuento y cuánto de ello es pura palabrería lo discutiremos más detenidamente después de las vacaciones. Por ahora, y hasta septiembre, sabed que Tormenta sobre Alejandría se publicará en toda España el 16 de septiembre, que la portada es la que figura al inicio de este post, y que incluso podéis asomaros al capítulo inicial si pincháis en la página correspondiente de Alfaguara, es decir, aquí mismo.


Eso es todo, amigos. Durante el mes de agosto, el Testigo Ocular andará por otros lares, siempre fijándose mucho en lo que salte a la vista, y también, por qué no, al oído, el olfato, el gusto, el tacto y el sentido común. Mientras tanto, lo dicho: felices vacaciones a todos.

lunes, 20 de julio de 2009

(Intermedio: Fly me to the moon)


Cuarenta años después. A pesar de que había prometido dedicar el entero mes de julio a la filósofa más editorial de los últimos meses, no puedo dejar irse este veinte de julio sin recordar que se celebra el cuadragésimo aniversario del primer alunizaje, acontecimiento con el que sueño y sufro visiones desde que tengo uso de conciencia. Yo no estaba todavía allí cuando tamaño acontecimiento tuvo lugar, pero he estado en multitud de ocasiones desde entonces: girando en la órbita con el Apolo XI, sobrevolando el Mare Tranquilitatis, comiéndome las uñas desde el módulo y rebuscando entre los sótanos del ingenio y la inventiva una frase que quedara bien en los libros de historia futuros, lo del pequeño paso, la humanidad y todo eso. En fin, para celebrar este día sin par, se me ocurre incluir aquí un texto no sé si lírico o qué, publicado hace sólo un par de semanas en el suplemento cultural de El Correo Vasco. Nos vemos en unos días para seguir hablando de asuntos más terrenos. Felices plenilunios.



Lunáticos.


Los archivos secretos de la NASA recogen el momento en que el astronauta Neil Armstrong, apartándose del módulo anclado entre las cenizas del Mar de la Tranquilidad, se retira en pos de un cráter que el mapa de la misión no registra. No se sabe muy bien qué es lo que le atrae hacia el rincón donde tiemblan esas formas vagas que la visión sospecha al mirar de reojo, pero Armstrong avanza, braceando en el aire vacío de la Luna como si soñara o estuviera a punto de ahogarse. Por supuesto que Armstrong no dirá nada a su compañero ni hará mención explícita al acontecimiento hasta que se halle cara a cara con el psiquiatra que les aguarda, una vez de regreso, en una habitación acolchada de San Antonio, Texas; considerará preferible, a lo largo de los 384.400 kilómetros del viaje de vuelta, obviar que al flotar sobre un parapeto dentado como la boca de un cocodrilo estuvo a punto de darse de bruces con una niña que jugaba a la comba. Dicho así suena atroz, o ridículo, y fue justamente lo que el astronauta sintió en el momento de sorprenderla, sin que sirvieran de nada los dieciocho meses de severo entrenamiento que había soportado en las salas subterráneas de Cabo Cañaveral. Una niña rubia saltando la comba, con calcetines de hilo idénticos a los que usaba su hermana los domingos para asistir a la parroquia, esa será la imagen que atormentará las concavidades del cerebro de Neil Armstrong hasta el día de desaparecer definitivamente del planeta Tierra. Armstrong no había estudiado Humanidades, porque no es una disciplina que suela exigirse a los tripulantes espaciales: de haberlo hecho, su angustia hubiera encontrado, si no consuelo, al menos una aclaración que la ciencia estricta no podía ofrecerle. En el canto XXXIV de su Orlando furioso, Ariosto narra el viaje del héroe Astolfo a la Luna, donde se hallan, como todo el mundo sabe, las ideas de aquellos hombres a los que abandonó la razón para convertirlos en pobres inquilinos de la soledad y el manicomio. Ese es el motivo de que sean llamados lunáticos y de que al caer la noche, si no se les amansa, aúllen a la Luna hasta desfallecer.

viernes, 17 de julio de 2009

Hipatitis, 3: la hija de Teón


Las fuentes. El encuentro con la verdadera Hipatia, o con lo poco que queda de ella por debajo de la mitología y los malentendidos, exige acercarse a la que seguramente es la obra más completa dedicada a su vida y obra hasta la fecha, el ensayo de Maria Dzielska Hipatia of Alexandria, publicado por la universidad de Harvard en 1995, editado en castellano por Siruela un año más tarde y vuelto a reeditar ahora mismito a tenor de las circunstancias cinematográficas (Hipatia de Alejandría. Traducción de José Luis López Muñoz. Madrid, Siruela, 1996 y 2009). Completaré la información que aporta Dzielska con otro librito de conjunto que añade una selección de textos y alusiones al criterio de otros especialistas en pensamiento antiguo, Hipatia (Madrid, Ediciones del Orto, 2002), de Amalia González Suárez. Me he servido profusamente de ambas monografías, tanto en datos como en ideas, en todos los posts que estoy dedicando a nuestra querida filósofa durante este mes de canícula. ¿Queréis saber quién era Hipatia en realidad? ¿Queréis saber si era pelirroja, como la pinta Mitchell, o si era virgen, como afirmaban las novelas sentimentales? Allá vamos.


Pasión y muerte. Empezaremos, sin que sirva de precedente, la casa por el tejado, o la historia por su final. No sé si tristemente, lo más famoso de la vida de Hipatia es su conclusión: lo único cierto que sabemos de ella es que murió, y cómo murió; se ignora, por lo demás, qué edad tenía cuando lo hizo, qué enseñó exactamente en su academia, qué motivos exactos existieron para que la despellejaran. En el post anterior copié la descripción de famoso homicidio que presenta Gibbon en su Decline and fall; como todos los que habrían de seguirle, Gibbon se basa en los dos textos originales de Juan de Nikiu (Crónica, 84. 87-105) y, sobre todo, de Sócrates Escolástico (Historia eclesiástica, 7.13). Ofrezco aquí el segundo de ellos por constituir la fuente más antigua (y ecuánime) de que se tiene noticia sobre el martirio de Hipatia y el origen de su leyenda (la traducción es de González Suárez, pp. 70-71):


“Había una mujer en Alejandría llamada Hipatia, hija del filósofo Teón, que tuvo tales logros en literatura y en ciencia como para sobrepasar a todos los filósofos de su tiempo. Siguiendo la escuela de Platón y de Plotino, ella explicaba los principios de la filosofía a sus oyentes, algunos de los cuales venían de lejos para oír sus lecciones. Debido a su autocontrol y a la distinción que había adquirido a partir del cultivo de su mente, ella aparecía en público en presencia de magistrados. No se avergonzaba de acudir a una asamblea de hombres. Todos le tenían gran admiración debido a su extraordinaria dignidad y virtud. Cayó víctima de la envidia política que dominaba en aquellos tiempos. Dado que ella se había entrevistado con frecuencia con Orestes, fue acusada calumniosamente entre los cristianos de que esto era lo que impedía que Orestes se reconciliase con el obispo.

Algunos de ellos, cuyo cabecilla era un maestro llamado Pedro, corrieron a toda prisa empujados por un ardor salvaje y fanático, la asaltaron cuando ella volvía a casa, la sacaron de su carro y la llevaron a la iglesia llamada de Cesarión, donde la desnudaron completamente y la mataron con escombros de tejas. Después de descuartizar su cuerpo llevaron sus trozos al Cenarión y allí los quemaron. Este asunto constituyó un gran oprobio, no sólo bajo Cirilo, sino bajo el conjunto de la Iglesia Alejandrina.

Seguramente nada puede estar más lejos del espíritu de la cristiandad que el consentimiento de masacres, luchas y asuntos de esta clase. Esto ocurrió en el mes de marzo durante la cuaresma, en el cuarto año del episcopado de Cirilo, bajo el décimo consulado de Honorio, y el sexto de Teodosio”.


Sesenta años es nada. El cuadro de Mitchell con que ilustré mi entrada de la semana pasada nos mostraba a una doncella en edad núbil, con unos pechos en forma de melocotón y una sicalíptica melena recubriendo su desnudez. Todo en esa Hipatia a punto de ser triturada por las pedradas del pueblo de Dios es energía, nervio, juventud, ganas de vivir. Algo parecido sucede con Rachel Weisz en la película de Amenábar; no importa que aún no la hayamos visto: Rachel es una chica con la que cualquiera de nosotros, sin demérito, estaría dispuesto a pasar una alegre noche de francachela. Sin embargo, es más que probable que, en el momento de su lapidación, Hipatia tuviera algunas más arrugas que la Weisz o la belleza florentina de Mitchell. Sin duda se trataba todavía de una mujer bella (admitimos aquí la autoridad de Damascio, filósofo neoplatónico ateniense al que volveremos a mencionar), pero cargaba ya sobre sus espaldas con la friolera de sesenta años. Es lo que parece desprenderse, según Dzielska, del testimonio de cierto cronista bizantino del siglo VI, Jan Malalas, quien menciona que, cuando murió, Hipatia era ya una paralá o “mujer mayor”. Lo mismo parece poder deducirse de las alusiones cruzadas de sus discípulos, quienes siempre se expresan a la hora de nombrarla como se haría al hablar de un prócer, un maestro que nos aventaja tanto en sabiduría como en edad. Por tanto, su fecha probable de nacimiento ha de datarse en torno al 355 después de Cristo. La fantasía, que no se lleva bien con los geriátricos, la prefiere más lozana.


Platonismo alejandrino. Se sabe que Hipatia profesó por igual la filosofía y las matemáticas. En este último campo su maestro directo debió de ser, sin duda, su propio padre, Teón, afamado geómetra del Bajo Imperio del que la tradición nos ha legado diversos comentarios a los Elementos y la Óptica de Euclides y al Manual de Tablas de Talauma. Su labor filosófica nos es conocida, sobre todo, a través de su discípulo Sinesio de Cirene, que pasaría a la historia por constituir uno de los nombres menos olvidables del platonismo medio alejandrino y por ser nombrado obispo de Temópolis (!) a mediados del siglo V. Todo cuanto cabe reconstruir tanto de la personalidad de Hipatia como de las teorías que defendió en público o del modo en que lo hizo ha de basarse en la correspondencia de Sinesio, en especial en aquellas de sus cartas que intercambia con otros alumnos de Hipatia, como un tal Herculiano. Gracias a ellas sabemos, o creemos saber, que fue partidaria de una especie de platonismo particular de la Alejandría de su época que en los manuales suele llamarse platonismo medio o segunda escuela alejandrina y que buscaba una especie de síntesis de compromiso entre Aristóteles y Platón. Por entonces, lo que más andaba en boga en los conventículos intelectuales era el neoplatonismo de Plotino, que aunque también nacido en Alejandría enseñó sólo en Roma y que puso de moda la teurgia, la magia y el contacto con los espíritus, en lo que le seguirían muy obedientemente sus epígonos Proclo y Jámblico. Pero Hipatia no deambulaba por estos lares. Lo suyo iba más del lado de Porfirio y estaba más vinculado con las matemáticas, la astronomía y las ideas abstractas: por cuanto parece, la escuela de Alejandría, frente a las de Atenas, Siria, Pérgamo y Roma (las otras que quedaban entonces) tendía más a la teoría pura que a la especulación teológica, y ese es el motivo de que sus integrantes pudieran pertenecer a credos distintos sin ver peligrar sus estudios y ser indistintamente paganos, judíos o cristianos (que entre los tres grupos hubo filósofos en Alejandría: Proclo, Filón, Sinesio).


Virgo et martyr. En cuanto a su virginidad, corre por ahí una leyenda inspirada en cierto texto de Damasio (Vida de Isidoro, reproducida en Suda υ 166) que también ha servido para vaciar una cantidad disparatada de tinteros y para limar las puntas de muchos lápices. Dicho sea de paso, el hecho de que Hipatia fuera virgen o no carece de excesiva importancia, salvo por el hecho de que en la Antigüedad se suponía que, si alguien se consagraba a la Filosofía (y la mayusculo) no debía atender a minucias superfluas como un marido o una camada de niños que corretean por el pasillo. Supongo que, con el fin de ennoblecerla, algunos de sus admiradores hicieron correr la siguiente fábula: que un joven devoto de las ideas puras quedó encandilado por Hipatia después de oírla disertar en el ágora; que se convirtió en su discípulo y soñaba con ella por las noches; que acabaron por encantarle cosas de su maestra que quedaban más abajo de su cerebro; que le confesó tempestuosamente su amor; que ella, para disuadirle de emociones tan poco filosóficas, le mostró, según las versiones, su propio cuerpo desnudo o un paño manchado con la sangre de su menstruación, y que le espetó: tu amor no tiene ningún valor si va dirigido a esta cosa corruptible. Según se ve, el relato tiene todo el olor de una de esas moralejas que tanto circulaban en su tiempo sobre la vanidad de la vida en cualquiera de sus formas y la necesidad de atenerse a lo verdaderamente sólido y permanente, el imperio de la razón y los astros. Aun así, en alguna de las cartas de Sinesio han quedado rastros de un desprecio de las pasiones sensibles que quizá le fue inculcado por Hipatia: “De los amores, los que van por el suelo y tienen orígenes humanos son odiosos y fugaces, circunscritos tan sólo y, casi tampoco, a la presencia de otro; los que, por el contrario, son presididos por el dictamen de la divinidad (…) sobrepujan cualquier condición de tiempo y lugar” (Carta 140, en González Suárez, p. 78).


El móvil. Y regresamos, en fin, a lo único seguro en la vida de todo hombre y de toda mujer: su muerte. La de Hipatia fue tan cruenta como afirma la leyenda, si Sócrates Escolástico (al que cito arriba) y Juan de Nikiu no exageran tanto como Mel Gibson. Es decir, todos coinciden en que la apedrearon, la desollaron con tejas, la despedazaron y quemaron sus restos; algunos comentaristas posteriores no saben si atreverse a sugerir que a todos esos ultrajes también se unió la agresión sexual. Si bien el martirio parece claro, lo que ya no lo resulta tanto son los motivos que lo auspiciaron. La filosofía de Hipatia, según he comentado, no interfería con ningún credo religioso, y después de la destrucción de los templos patrocinada por el patriarca Teófilo en torno al 392, que motivaría la diáspora de pensadores paganos como Olimpio, ella prefirió permanecer en casa. Me atengo, pues, a la versión de Dzielska, para quien las causas son de índole política. Existían dos bandos enfrentados en la Alejandría de inicios del siglo V: de un lado, el cristiano, encarnado en el patriarca Cirilo y la siniestra secta de los parabolanos, especie de grupo paramilitar de índole integrista; de otro, el civil, defendido por el prefecto Orestes, que además contaba con el apoyo de la comunidad judía, bastante nutrida. Al parecer, Hipatia habría tomado público partido por la segunda de estas facciones y Cirilo habría decidido asesinarla como una muestra de desafío al poder imperial y una exhibición de sus fuerzas. De hecho, los culpables quedaron sin castigo y se sabe que Orestes fue cesado al año siguiente. Hasta aquí puedo leer.


No se vayan todavía, aún hay más. El final, para la próxima semana. Con la presentación estelar y planetaria de esa enorme novela que todos aguardáis con la respiración cortada: tormenta sobre Alejandría.

jueves, 9 de julio de 2009

Hipatitis, 2: el espíritu de Platón y el cuerpo de Afrodita



Mi primera vez. La memoria está repleta de meandros y recovecos, pero es posible que la primera noticia sobre el fatal destino de Hipatia la aprendiera yo en las caudalosas páginas de Decline and fall of the Roman Empire, de Edward Gibbon. En el capítulo cuarenta y siente de dicho monumento se encuentra el texto que copio a continuación. He conservado en mi traducción la puntuación y los períodos algo farragosos del original, con el fin de acentuar la sensación de arcaísmo y elegancia (para mis modestas entendederas, Gibbon ha escrito el inglés más exquisito que se puede leer):


“[Cirilo de Alejandría] pronto promovió, o aceptó, el sacrificio de una virgen, que profesaba la religión de los griegos y cultivaba la amistad de Orestes. Hipatia, la hija de Teón el matemático, fue iniciada en los estudios de su padre; sus instruidos comentarios habían desentrañado la geometría de Apolonio y Diofanto, y ella enseñó públicamente, tanto en Atenas como en Alejandría, la filosofía de Platón y de Aristóteles. En el esplendor de su belleza y en la madurez de su juicio, la discreta doncella rechazó a amantes e instruyó a discípulos; las personas más ilustres en rango o mérito estaban ansiosas por visitar a la mujer filósofo; y Cirilo contemplaba, con ojos celosos, el fastuoso carrusel de caballos y esclavos que copaba la entrada de su academia. El rumor de que la hija de Teón era el único obstáculo para la reconciliación entre el prefecto y el arzobispo se extendió entre los cristianos; y ese obstáculo fue rápidamente despejado. En un día aciago, en la sagrada época de Cuaresma, Hipatia fue sacada de su carro, despojada de sus vestiduras, arrastrada hasta la iglesia e inhumanamente despedazada por Pedro el lector y un tropel de fanáticos salvajes y sin piedad: la carne fue arrancada de sus huesos con conchas de ostra afiladas, y sus miembros desnudos fueron entregados a las llamas. El justo proceso de la investigación y el castigo fueron detenidos por altos poderes; pero el asesinato de Hipatia marcó con un estigma indeleble el carácter y la religión de Cirilo de Alejandría”.


El origen último. La versión de Gibbon, redactada promediando el siglo XVIII, contiene todos los tópicos de la imagen clásica de Hipatia, al menos la que nos ha legado la Modernidad y ha contribuido a colorear montones de obras de teatro y pinturas de tocador: una joven en el colmo de la belleza y la prudencia; una sabia que imparte gratuitamente su conocimiento a todo aquel que tenga a bien recibirlo; una turba de fanáticos cristianos que la mira de reojo; un capitoste, Cirilo, que muerto de envidia o sádico deseo ordena que la despedacen. El mito tiene su origen en la exacta fecha de 1720, que es de cuando data el opúsculo del filósofo libertino John Toland titulado Hipatia, o la historia de una dama de gran belleza, virtud y sabiduría, competente en todo, que fue descuartizada por el clero de Alejandría para satisfacer el orgullo, la envidia y la crueldad del arzobispo, a quien se conoce, de manera universal, aunque inmerecida, como San Cirilo. Recordemos que Toland profesaba una variante polémica y estrepitosa de la filosofía cercana al panteísmo y que le interesaba menos ofrecer razones que levantar revuelo: su panfleto presenta a la Iglesia como un conventículo de fanáticos enemigos de la razón, siempre dispuestos a acallar a quien intente llevarles la contraria en nombre del sentido común: en 1720, sus víctimas son los prisioneros de la Inquisición; en el siglo V, fue Hipatia.


Siempre Voltaire. Naturalmente, el retrato maniqueo de Toland gozaría de un veloz éxito entre las mentes ilustradas, y más aún entre las que se sentían inclinadas a la provocación y la pulla. Es decir, que más temprano que tarde Hipatia tendría que convertirse, por fuerza, en heroína de Voltaire. El látigo de Fernay la usa como material incendiario en dos puntos de su obra: uno, en cierto Examen importante de Milord Bolingbroke o la tumba del fanatismo, de 1736, y otro, en la entrada correspondiente de su famoso Diccionario filosófico, edición de 1764. Igual que Toland, Voltaire alude de pasada a las fuentes de las que supuestamente mana la leyenda (Damascio y la Suda, enciclopedia eclesiástica del siglo X, de los cuales nos ocuparemos en fascículos venideros), presenta a Hipatia impartiendo conferencias sobre Platón y Homero (?) y, a la hora de describir cómo la turba cristiana le arranca las ropas antes de destriparla, incluye una agudeza de gusto dudoso (ah, siempre Voltaire): “Cuando se desnuda a mujeres hermosas, no es para perpetrar matanzas”. Tal vez cierto contemporáneo suyo, marqués de Sade, no hubiera estado del todo de acuerdo.


El espíritu de Platón y el cuerpo de Afrodita. El cuadro que figura sobre estas líneas pertenece a la paleta de Charles William Mitchell y fue producido en 1885. Da cuenta del nuevo prisma con que la figura de la filósofa sería contemplada con el cambio de siglo, a la luz del decadentismo y la poesía parnasiana. La pintura constituye una especie de resumen de la Hipatia recién estrenada, donde aún se aprecian algunos rasgos de la severa matemática dieciochesca pero ya comienzan a sobresalir curvaturas más puramente carnales y románticas: la desnudez, la piel lechosa en contraste con la melena de un rojo prerrafaelita, el ambiente del templo en que la muerte la ha arrinconado y que recuerda a un decorado de Gran Teatro de La Ópera. El responsable de este cambio de look fue Charles Laconte de Lisle, que dedicó a nuestro protagonista dos versiones de un mismo poema lleno de mistificaciones y gratuidades, como buen romántico. Para Laconte de Lisle, Hipatia es algo más que Hipatia: se trata de un símbolo, de una idea platónica, de un compendio sobre mármol de la belleza inmortal y la sabiduría pagana. Cito los versos originales para que no se pierda nada de l’esprit d’époque (atención a la rima del segundo y cuarto verso: para que luego digan que las exclamaciones son pura bagatela):


Le vil Galiléen t’a frappée et maudite,

Mais tu tombas plus grande! Et maintenant, hélas!

Le souffle de Platon et le corps d’Aphrodite

Sont partis à jamais pour les Meaux cieux d’Hellas!


[El vil Galileo te ha golpeado y maldecido,/ ¡pero al caer te hiciste más grande! Y ahora, ¡ay!/ ¡El espíritu de Platón y el cuerpo de Afodita/ han ascendido para siempre a los bellos cielos de la Hélade!].


El mismo autor redundaría en sus alabanzas a la bella mártir en el drama en verso Hipatia y Cirilo (1857), donde la filósofa trata de convencer al patriarca de una especie de panteísmo baudelaireano que inevitablemente cae en oídos sordos. Apenas veinte o treinta años más tarde, Maurice Barrès la disfraza bajo el nombre de Atenea en el relato “La virgen asesinada”, publicada en su recopilación Sous l’oeil des barbares. Este último texto resulta de interés porque es la primera vez, creo, en que la muerte de Hipatia aparece asociada a la destrucción de la famosa Biblioteca de Alejandría, aunque se trate de su sede menor del Serapeo. Pecado el de este matrimonio, entre muerte y llamas, del que yo también me confieso culpable en mi novela, como se verá en su momento si guardáis la paciencia necesaria.


Nuevos enemigos con un viejo rostro. Pero la obra estándar sobre Hipatia, la que ha nutrido su fama hasta el día de hoy, de la que se han servido à piacere multitud de escoliastas, novelistas de medio pelo y factores de enciclopedias (y, sospecho, también la que riega las aguas subterráneas de la película de Amenábar) es la de Charles Kingsley, clérigo, novelista e historiador inglés, quien en 1853, al socaire de peplums como los de Bulwer-Lytton, da a la imprenta Hypatia or the New Foes with an Old Face. En este título sí quiero detenerme porque, repito, creo que es la fuente de la que bebe la mayoría de los clichés sobre Hipatia que se han difundido desde entonces. Los protagonistas son cuatro: Hipatia, que a la sazón cuenta con veinticinco angelicales añitos e imparte cursos en el Museo sobre filosofía platónica; Cirilo, el perro de Dios; Orestes, prefecto borracho y ambicioso; Filamón, monje bisoño. A ver: Cirilo está muy furioso porque Hipatia se lleva de calle a los jóvenes de Alejandría y desvía hacia el paganismo a todo púber en estado de escuchar la palabra de Dios; envía al monje Filamón, que a pesar de su juventud ha estado curtiendo su espíritu en la soledad del desierto, a que oiga sus sandeces y la desenmascare en público; Filamón acude al Museo, oye a la mujer, y no sólo no la rebate, sino que se pasa a su bando y se enamora de ella. Entretanto, Hipatia mantiene vínculos (castos) con el prefecto Orestes, que además planea un golpe de estado secreto con el usurpador Heracliano; pero Heracliano es derrotado ante las puertas de Roma, Orestes cae en desgracia y arrastra con él a Hipatia, que por fin da pretexto a Cirilo para ejercer su venganza. Fin: la consabida carnicería, con el vergonzante trámite previo de ¡la conversión de Hipatia al cristianismo!


La perra de Alejandría. Podrían aducirse, sin duda, otros ejemplos de la tradición literaria centrados en el asunto que nos ocupa, pero baste lo reseñado hasta aquí para dar cuenta de sus principales trazas: Hipatia es joven y virtuosa, incluso virgen; Hipatia es sabia, domina las matemáticas y la filosofía platónica; Hipatia es pagana y fue asesinada por su oposición a la cruz y la corona de espinas; la muerte de Hipatia, como el incendio de la Biblioteca alejandrina, marca el fin de toda una época, la Antigüedad, en que el hombre hablaba de igual con la naturaleza y no estaba supeditado a la arbitrariedad de un Dios omnipotente. En nuestra siguiente entrega veremos cuánto existe de cierto en dichos tópicos y cuál es el origen último del que proceden. Antes, no quiero dejar de reseñar uno de los ejemplos de literatura hipatiana que considero más meritorios y que, por añadidura, proviene de un autor autóctono: hablo de La perra de Alejandría, novela construida por la maestra Pilar Pedraza y publicada en Valdemar en 2003. Como no podía ser menos, Pedraza ofrece su personalísima visión del tema y convierte lo que en otro podría haber sido una plúmbea crónica histórica en película de zombis: mezclando el género de terror, el policíaco y la visión onírica, nos presenta a una Hipatia que profesa la filosofía cínica y que recorre la congestionada ciudad de Alejandría en compañía de una caterva de personajes difíciles de olvidar, sacerdotes dionisíacos, iniciados en el orfismo, mercenarios godos. A mi pobre criterio, se trata del acercamiento más original, el más interesante y también el más desaforado, de cuantos se han dado sobre la filósofa descuartizada. Valdemar haría bien en aprovechar la corriente para reeditarlo en El Club Diógenes, ese inagotable pozo de felicidades lectoras. Quede ahí la sugerencia.

miércoles, 1 de julio de 2009

Hipatitis, 1


Nueva enfermedad documentada. Hipatitis: dícese de la afección causada por una presencia continua de Hipatia de Alejandría en cualquier medio, preferentemente audiovisual o escrito. Vivimos tiempos de hipatitis, está de más decirlo si uno examina con atención los estantes de novedades de las librerías. Pero como quizá no sea ese el caso de muchos de quienes me leen, me apresto a advertirlo: hay una hipatitis galopante en ciernes, una hipatitis que amenaza con colapsar los escaparates y dejar literalmente exhaustos a los lectores de suplementos culturales, por no hablar de los que acompañan al periódico los domingos, junto con la vajilla diseñada por Picasso, el pareo de las Sychelles o el ajedrez de Harry Potter. Ya existen indicios de ello: he descubierto singulares artículos (llamémoslos así) dedicados a la virtuosa alejandrina en la revista (llamémosla así) Quo y en el ABCD de las letras y las artes. Por no hablar de la flagrante hemorragia editorial a la que me referiré más abajo y a la que también yo (¡ay!) contribuiré en su momento. ¿Motivo? Alejandro Amenábar, claro. Dicen que el cine es una fábrica de sueños, pero yo creo que sucede más bien a la inversa: que el cine es una fábrica de realidad. Para que algo exista, tiene que tener una película. Una pantalla es la primera condición imprescindible para ser, como quizá intuyó George Berkeley.


Alejandro y yo. Avisos para ignorantes: la primera semana del próximo mes de setiembre Alejandro Amenábar estrena un filme de los de guardarropa, decorado de parque temático y banda sonora a prueba de audífonos que se titula Ágora y que narra las últimas horas de Hipatia de Alejandría; la tercera semana del mismo mes, Luis Manuel Ruiz (vuestro atento Testigo Ocular) publica una novela llamada Tormenta sobre Alejandría que narra, entre otras cosas, las últimas horas de Hipatia de ídem. Juro solemnemente desde este momento que la coincidencia de intereses entre Alejandro y yo se ha debido de modo exclusivo a la mera casualidad y que ni yo tenía idea de lo que él tramaba en Malta (a donde, parece, se ha llevado a rodar a Rachel Weisz), ni él (creo) sabía nada de mi argumento policíaco-bibliográfico alrededor de una señora acerca de la que existían testimonios tan escasos como atractivos. Cuando hinqué el diente por primera vez a la historia de Hipatia (de la que iréis sabiendo aquí en sucesivas entregas), ya me di cuenta de que ofrecía humus para que una historia frondosa y bien vertical creciera sobre ella, pero pasaron años hasta que la semilla se decidió a dar germen. Finalmente, no sé si una noche o una mañana, esa historia se me apareció: y hete aquí que, después de delinear el argumento, otorgar carné de identidad a los personajes, informarme de manera medianamente educada de la época en la que la acción debía transcurrir y ponerme a escribir hasta, digamos, el sexto o séptimo capítulo de la primera parte (son tres), me entero de que Alejandro prepara un cóctel con los mismos ingredientes, además de uno del que yo no me puedo proveer: una campaña de marketong (la expresión es de mi querida Care Santos) de las que dejan arrasadas las compañías de publicidad durante décadas. Imaginad mi estupor, mi llanto, mi rechinar de dientes, mis instintos asesinos, mis instintos suicidas, mi alcoholismo, mis dudas, mi reconciliación final con las cosas. Durante un tiempo pensé en arrojar la novela a la basura y ponerme a otra cosa; luego me rebelé: y qué. Amenábar iba a ofrecer su versión, poderosamente amparada por el Hollywood style, de una historia a la que yo podía otorgar un matiz y una perspectiva distinta. Por eso no me arredré, terminé el libro y ese libro va a ser publicado. Junto a, lo menos y a bote pronto, cuatro más, que aquí me apresuro a identificar.


Casos registrados. Hasta la fecha, he documentado los siguientes títulos afectados de hipatitis (la lista, claro es, se irá ampliando en este blog conforme aparezcan nuevas aportaciones; se invita al lector a remediar omisiones):

a) Clelia Martínez Maza: Hipatia. La estremecedora historia de la última gran filósofa de la Antigüedad y la fascinante ciudad de Alejandría (La Esfera de los Libros, 2ª edición). Ensayo, al parecer bastante documentado, con un irremediable olor a tesis doctoral rescatada de la papelera a tenor de la dirección de los vientos. Es el primer libro que descubrí sobre Hipatia y el que me hizo presagiar la epidemia que se aproximaba.

b) Olalla García: El jardín de Hipatia (Espasa). Novela, la tercera de su autora, que, según la pestaña, lleva varios años dando tumbos por la Tierra intentando aunar sus dos grandes pasiones: la Historia Antigua y la literatura actual; esperemos que lo haya logrado con el presente título.

c) Ramón Galí: Hypatia y la eternidad (ES ediciones). Novela, en realidad una saga de ciencia ficción de la que Hypatia (así la escribe él) es tan sólo un personaje lateral, o una de las reencarnaciones del (o la) protagonista, un ser preternatural que peregrina a lo largo de la historia transmigrando de cuerpo en cuerpo. Confieso que el argumento me interesa, porque al menos no se ciñe al apolillado esquema de la novela histórica tradicional, pero no he llegado a morderlo.

d) Luis de la Luna Valero: Hipatia (Suma de Letras). De este aún no sé nada porque no ha sido publicado, salvo que la portada está inspirada en un cuadro de Burne-Jones, por la prueba con que me di de bruces en la editorial.


Más madera. No os preocupéis, que seguiremos dando vueltas al mismo tema porque es mi intención dedicar al estudio de la hipatitis (y de la meritoria mujer que la protagoniza) el entero mes de julio, hasta el momento de marcharnos de vacaciones. Y para septiembre, lo dicho: vuestro atento servidor en las librerías.