viernes, 17 de julio de 2009

Hipatitis, 3: la hija de Teón


Las fuentes. El encuentro con la verdadera Hipatia, o con lo poco que queda de ella por debajo de la mitología y los malentendidos, exige acercarse a la que seguramente es la obra más completa dedicada a su vida y obra hasta la fecha, el ensayo de Maria Dzielska Hipatia of Alexandria, publicado por la universidad de Harvard en 1995, editado en castellano por Siruela un año más tarde y vuelto a reeditar ahora mismito a tenor de las circunstancias cinematográficas (Hipatia de Alejandría. Traducción de José Luis López Muñoz. Madrid, Siruela, 1996 y 2009). Completaré la información que aporta Dzielska con otro librito de conjunto que añade una selección de textos y alusiones al criterio de otros especialistas en pensamiento antiguo, Hipatia (Madrid, Ediciones del Orto, 2002), de Amalia González Suárez. Me he servido profusamente de ambas monografías, tanto en datos como en ideas, en todos los posts que estoy dedicando a nuestra querida filósofa durante este mes de canícula. ¿Queréis saber quién era Hipatia en realidad? ¿Queréis saber si era pelirroja, como la pinta Mitchell, o si era virgen, como afirmaban las novelas sentimentales? Allá vamos.


Pasión y muerte. Empezaremos, sin que sirva de precedente, la casa por el tejado, o la historia por su final. No sé si tristemente, lo más famoso de la vida de Hipatia es su conclusión: lo único cierto que sabemos de ella es que murió, y cómo murió; se ignora, por lo demás, qué edad tenía cuando lo hizo, qué enseñó exactamente en su academia, qué motivos exactos existieron para que la despellejaran. En el post anterior copié la descripción de famoso homicidio que presenta Gibbon en su Decline and fall; como todos los que habrían de seguirle, Gibbon se basa en los dos textos originales de Juan de Nikiu (Crónica, 84. 87-105) y, sobre todo, de Sócrates Escolástico (Historia eclesiástica, 7.13). Ofrezco aquí el segundo de ellos por constituir la fuente más antigua (y ecuánime) de que se tiene noticia sobre el martirio de Hipatia y el origen de su leyenda (la traducción es de González Suárez, pp. 70-71):


“Había una mujer en Alejandría llamada Hipatia, hija del filósofo Teón, que tuvo tales logros en literatura y en ciencia como para sobrepasar a todos los filósofos de su tiempo. Siguiendo la escuela de Platón y de Plotino, ella explicaba los principios de la filosofía a sus oyentes, algunos de los cuales venían de lejos para oír sus lecciones. Debido a su autocontrol y a la distinción que había adquirido a partir del cultivo de su mente, ella aparecía en público en presencia de magistrados. No se avergonzaba de acudir a una asamblea de hombres. Todos le tenían gran admiración debido a su extraordinaria dignidad y virtud. Cayó víctima de la envidia política que dominaba en aquellos tiempos. Dado que ella se había entrevistado con frecuencia con Orestes, fue acusada calumniosamente entre los cristianos de que esto era lo que impedía que Orestes se reconciliase con el obispo.

Algunos de ellos, cuyo cabecilla era un maestro llamado Pedro, corrieron a toda prisa empujados por un ardor salvaje y fanático, la asaltaron cuando ella volvía a casa, la sacaron de su carro y la llevaron a la iglesia llamada de Cesarión, donde la desnudaron completamente y la mataron con escombros de tejas. Después de descuartizar su cuerpo llevaron sus trozos al Cenarión y allí los quemaron. Este asunto constituyó un gran oprobio, no sólo bajo Cirilo, sino bajo el conjunto de la Iglesia Alejandrina.

Seguramente nada puede estar más lejos del espíritu de la cristiandad que el consentimiento de masacres, luchas y asuntos de esta clase. Esto ocurrió en el mes de marzo durante la cuaresma, en el cuarto año del episcopado de Cirilo, bajo el décimo consulado de Honorio, y el sexto de Teodosio”.


Sesenta años es nada. El cuadro de Mitchell con que ilustré mi entrada de la semana pasada nos mostraba a una doncella en edad núbil, con unos pechos en forma de melocotón y una sicalíptica melena recubriendo su desnudez. Todo en esa Hipatia a punto de ser triturada por las pedradas del pueblo de Dios es energía, nervio, juventud, ganas de vivir. Algo parecido sucede con Rachel Weisz en la película de Amenábar; no importa que aún no la hayamos visto: Rachel es una chica con la que cualquiera de nosotros, sin demérito, estaría dispuesto a pasar una alegre noche de francachela. Sin embargo, es más que probable que, en el momento de su lapidación, Hipatia tuviera algunas más arrugas que la Weisz o la belleza florentina de Mitchell. Sin duda se trataba todavía de una mujer bella (admitimos aquí la autoridad de Damascio, filósofo neoplatónico ateniense al que volveremos a mencionar), pero cargaba ya sobre sus espaldas con la friolera de sesenta años. Es lo que parece desprenderse, según Dzielska, del testimonio de cierto cronista bizantino del siglo VI, Jan Malalas, quien menciona que, cuando murió, Hipatia era ya una paralá o “mujer mayor”. Lo mismo parece poder deducirse de las alusiones cruzadas de sus discípulos, quienes siempre se expresan a la hora de nombrarla como se haría al hablar de un prócer, un maestro que nos aventaja tanto en sabiduría como en edad. Por tanto, su fecha probable de nacimiento ha de datarse en torno al 355 después de Cristo. La fantasía, que no se lleva bien con los geriátricos, la prefiere más lozana.


Platonismo alejandrino. Se sabe que Hipatia profesó por igual la filosofía y las matemáticas. En este último campo su maestro directo debió de ser, sin duda, su propio padre, Teón, afamado geómetra del Bajo Imperio del que la tradición nos ha legado diversos comentarios a los Elementos y la Óptica de Euclides y al Manual de Tablas de Talauma. Su labor filosófica nos es conocida, sobre todo, a través de su discípulo Sinesio de Cirene, que pasaría a la historia por constituir uno de los nombres menos olvidables del platonismo medio alejandrino y por ser nombrado obispo de Temópolis (!) a mediados del siglo V. Todo cuanto cabe reconstruir tanto de la personalidad de Hipatia como de las teorías que defendió en público o del modo en que lo hizo ha de basarse en la correspondencia de Sinesio, en especial en aquellas de sus cartas que intercambia con otros alumnos de Hipatia, como un tal Herculiano. Gracias a ellas sabemos, o creemos saber, que fue partidaria de una especie de platonismo particular de la Alejandría de su época que en los manuales suele llamarse platonismo medio o segunda escuela alejandrina y que buscaba una especie de síntesis de compromiso entre Aristóteles y Platón. Por entonces, lo que más andaba en boga en los conventículos intelectuales era el neoplatonismo de Plotino, que aunque también nacido en Alejandría enseñó sólo en Roma y que puso de moda la teurgia, la magia y el contacto con los espíritus, en lo que le seguirían muy obedientemente sus epígonos Proclo y Jámblico. Pero Hipatia no deambulaba por estos lares. Lo suyo iba más del lado de Porfirio y estaba más vinculado con las matemáticas, la astronomía y las ideas abstractas: por cuanto parece, la escuela de Alejandría, frente a las de Atenas, Siria, Pérgamo y Roma (las otras que quedaban entonces) tendía más a la teoría pura que a la especulación teológica, y ese es el motivo de que sus integrantes pudieran pertenecer a credos distintos sin ver peligrar sus estudios y ser indistintamente paganos, judíos o cristianos (que entre los tres grupos hubo filósofos en Alejandría: Proclo, Filón, Sinesio).


Virgo et martyr. En cuanto a su virginidad, corre por ahí una leyenda inspirada en cierto texto de Damasio (Vida de Isidoro, reproducida en Suda υ 166) que también ha servido para vaciar una cantidad disparatada de tinteros y para limar las puntas de muchos lápices. Dicho sea de paso, el hecho de que Hipatia fuera virgen o no carece de excesiva importancia, salvo por el hecho de que en la Antigüedad se suponía que, si alguien se consagraba a la Filosofía (y la mayusculo) no debía atender a minucias superfluas como un marido o una camada de niños que corretean por el pasillo. Supongo que, con el fin de ennoblecerla, algunos de sus admiradores hicieron correr la siguiente fábula: que un joven devoto de las ideas puras quedó encandilado por Hipatia después de oírla disertar en el ágora; que se convirtió en su discípulo y soñaba con ella por las noches; que acabaron por encantarle cosas de su maestra que quedaban más abajo de su cerebro; que le confesó tempestuosamente su amor; que ella, para disuadirle de emociones tan poco filosóficas, le mostró, según las versiones, su propio cuerpo desnudo o un paño manchado con la sangre de su menstruación, y que le espetó: tu amor no tiene ningún valor si va dirigido a esta cosa corruptible. Según se ve, el relato tiene todo el olor de una de esas moralejas que tanto circulaban en su tiempo sobre la vanidad de la vida en cualquiera de sus formas y la necesidad de atenerse a lo verdaderamente sólido y permanente, el imperio de la razón y los astros. Aun así, en alguna de las cartas de Sinesio han quedado rastros de un desprecio de las pasiones sensibles que quizá le fue inculcado por Hipatia: “De los amores, los que van por el suelo y tienen orígenes humanos son odiosos y fugaces, circunscritos tan sólo y, casi tampoco, a la presencia de otro; los que, por el contrario, son presididos por el dictamen de la divinidad (…) sobrepujan cualquier condición de tiempo y lugar” (Carta 140, en González Suárez, p. 78).


El móvil. Y regresamos, en fin, a lo único seguro en la vida de todo hombre y de toda mujer: su muerte. La de Hipatia fue tan cruenta como afirma la leyenda, si Sócrates Escolástico (al que cito arriba) y Juan de Nikiu no exageran tanto como Mel Gibson. Es decir, todos coinciden en que la apedrearon, la desollaron con tejas, la despedazaron y quemaron sus restos; algunos comentaristas posteriores no saben si atreverse a sugerir que a todos esos ultrajes también se unió la agresión sexual. Si bien el martirio parece claro, lo que ya no lo resulta tanto son los motivos que lo auspiciaron. La filosofía de Hipatia, según he comentado, no interfería con ningún credo religioso, y después de la destrucción de los templos patrocinada por el patriarca Teófilo en torno al 392, que motivaría la diáspora de pensadores paganos como Olimpio, ella prefirió permanecer en casa. Me atengo, pues, a la versión de Dzielska, para quien las causas son de índole política. Existían dos bandos enfrentados en la Alejandría de inicios del siglo V: de un lado, el cristiano, encarnado en el patriarca Cirilo y la siniestra secta de los parabolanos, especie de grupo paramilitar de índole integrista; de otro, el civil, defendido por el prefecto Orestes, que además contaba con el apoyo de la comunidad judía, bastante nutrida. Al parecer, Hipatia habría tomado público partido por la segunda de estas facciones y Cirilo habría decidido asesinarla como una muestra de desafío al poder imperial y una exhibición de sus fuerzas. De hecho, los culpables quedaron sin castigo y se sabe que Orestes fue cesado al año siguiente. Hasta aquí puedo leer.


No se vayan todavía, aún hay más. El final, para la próxima semana. Con la presentación estelar y planetaria de esa enorme novela que todos aguardáis con la respiración cortada: tormenta sobre Alejandría.

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