Las fuentes. El encuentro con la verdadera Hipatia, o con lo poco que queda de ella por debajo de la mitología y los malentendidos, exige acercarse a la que seguramente es la obra más completa dedicada a su vida y obra hasta la fecha, el ensayo de Maria Dzielska Hipatia of Alexandria, publicado por la universidad de Harvard en 1995, editado en castellano por Siruela un año más tarde y vuelto a reeditar ahora mismito a tenor de las circunstancias cinematográficas (Hipatia de Alejandría. Traducción de José Luis López Muñoz. Madrid, Siruela, 1996 y 2009). Completaré la información que aporta Dzielska con otro librito de conjunto que añade una selección de textos y alusiones al criterio de otros especialistas en pensamiento antiguo, Hipatia (Madrid, Ediciones del Orto, 2002), de Amalia González Suárez. Me he servido profusamente de ambas monografías, tanto en datos como en ideas, en todos los posts que estoy dedicando a nuestra querida filósofa durante este mes de canícula. ¿Queréis saber quién era Hipatia en realidad? ¿Queréis saber si era pelirroja, como la pinta Mitchell, o si era virgen, como afirmaban las novelas sentimentales? Allá vamos.
Pasión y muerte. Empezaremos, sin que sirva de precedente, la casa por el tejado, o la historia por su final. No sé si tristemente, lo más famoso de la vida de Hipatia es su conclusión: lo único cierto que sabemos de ella es que murió, y cómo murió; se ignora, por lo demás, qué edad tenía cuando lo hizo, qué enseñó exactamente en su academia, qué motivos exactos existieron para que la despellejaran. En el post anterior copié la descripción de famoso homicidio que presenta Gibbon en su Decline and fall; como todos los que habrían de seguirle, Gibbon se basa en los dos textos originales de Juan de Nikiu (Crónica, 84. 87-105) y, sobre todo, de Sócrates Escolástico (Historia eclesiástica, 7.13). Ofrezco aquí el segundo de ellos por constituir la fuente más antigua (y ecuánime) de que se tiene noticia sobre el martirio de Hipatia y el origen de su leyenda (la traducción es de González Suárez, pp. 70-71):
“Había una mujer en Alejandría llamada Hipatia, hija del filósofo Teón, que tuvo tales logros en literatura y en ciencia como para sobrepasar a todos los filósofos de su tiempo. Siguiendo la escuela de Platón y de Plotino, ella explicaba los principios de la filosofía a sus oyentes, algunos de los cuales venían de lejos para oír sus lecciones. Debido a su autocontrol y a la distinción que había adquirido a partir del cultivo de su mente, ella aparecía en público en presencia de magistrados. No se avergonzaba de acudir a una asamblea de hombres. Todos le tenían gran admiración debido a su extraordinaria dignidad y virtud. Cayó víctima de la envidia política que dominaba en aquellos tiempos. Dado que ella se había entrevistado con frecuencia con Orestes, fue acusada calumniosamente entre los cristianos de que esto era lo que impedía que Orestes se reconciliase con el obispo.
Algunos de ellos, cuyo cabecilla era un maestro llamado Pedro, corrieron a toda prisa empujados por un ardor salvaje y fanático, la asaltaron cuando ella volvía a casa, la sacaron de su carro y la llevaron a la iglesia llamada de Cesarión, donde la desnudaron completamente y la mataron con escombros de tejas. Después de descuartizar su cuerpo llevaron sus trozos al Cenarión y allí los quemaron. Este asunto constituyó un gran oprobio, no sólo bajo Cirilo, sino bajo el conjunto de
Seguramente nada puede estar más lejos del espíritu de la cristiandad que el consentimiento de masacres, luchas y asuntos de esta clase. Esto ocurrió en el mes de marzo durante la cuaresma, en el cuarto año del episcopado de Cirilo, bajo el décimo consulado de Honorio, y el sexto de Teodosio”.
Sesenta años es nada. El cuadro de Mitchell con que ilustré mi entrada de la semana pasada nos mostraba a una doncella en edad núbil, con unos pechos en forma de melocotón y una sicalíptica melena recubriendo su desnudez. Todo en esa Hipatia a punto de ser triturada por las pedradas del pueblo de Dios es energía, nervio, juventud, ganas de vivir. Algo parecido sucede con Rachel Weisz en la película de Amenábar; no importa que aún no la hayamos visto: Rachel es una chica con la que cualquiera de nosotros, sin demérito, estaría dispuesto a pasar una alegre noche de francachela. Sin embargo, es más que probable que, en el momento de su lapidación, Hipatia tuviera algunas más arrugas que
Platonismo alejandrino. Se sabe que Hipatia profesó por igual la filosofía y las matemáticas. En este último campo su maestro directo debió de ser, sin duda, su propio padre, Teón, afamado geómetra del Bajo Imperio del que la tradición nos ha legado diversos comentarios a los Elementos y la Óptica de Euclides y al Manual de Tablas de Talauma. Su labor filosófica nos es conocida, sobre todo, a través de su discípulo Sinesio de Cirene, que pasaría a la historia por constituir uno de los nombres menos olvidables del platonismo medio alejandrino y por ser nombrado obispo de Temópolis (!) a mediados del siglo V. Todo cuanto cabe reconstruir tanto de la personalidad de Hipatia como de las teorías que defendió en público o del modo en que lo hizo ha de basarse en la correspondencia de Sinesio, en especial en aquellas de sus cartas que intercambia con otros alumnos de Hipatia, como un tal Herculiano. Gracias a ellas sabemos, o creemos saber, que fue partidaria de una especie de platonismo particular de
Virgo et martyr. En cuanto a su virginidad, corre por ahí una leyenda inspirada en cierto texto de Damasio (Vida de Isidoro, reproducida en Suda υ 166) que también ha servido para vaciar una cantidad disparatada de tinteros y para limar las puntas de muchos lápices. Dicho sea de paso, el hecho de que Hipatia fuera virgen o no carece de excesiva importancia, salvo por el hecho de que en
El móvil. Y regresamos, en fin, a lo único seguro en la vida de todo hombre y de toda mujer: su muerte. La de Hipatia fue tan cruenta como afirma la leyenda, si Sócrates Escolástico (al que cito arriba) y Juan de Nikiu no exageran tanto como Mel Gibson. Es decir, todos coinciden en que la apedrearon, la desollaron con tejas, la despedazaron y quemaron sus restos; algunos comentaristas posteriores no saben si atreverse a sugerir que a todos esos ultrajes también se unió la agresión sexual. Si bien el martirio parece claro, lo que ya no lo resulta tanto son los motivos que lo auspiciaron. La filosofía de Hipatia, según he comentado, no interfería con ningún credo religioso, y después de la destrucción de los templos patrocinada por el patriarca Teófilo en torno al 392, que motivaría la diáspora de pensadores paganos como Olimpio, ella prefirió permanecer en casa. Me atengo, pues, a la versión de Dzielska, para quien las causas son de índole política. Existían dos bandos enfrentados en
No se vayan todavía, aún hay más. El final, para la próxima semana. Con la presentación estelar y planetaria de esa enorme novela que todos aguardáis con la respiración cortada: tormenta sobre Alejandría.
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