martes, 26 de abril de 2011

Las investigaciones de Jan Karta



La Alemania del ascenso, auge y caída de la República de Weimar siempre ha ofrecido un campo abonado a los creadores de historias. Parece sencillo entender el porqué: época de contrastes dramáticos y tajantes claroscuros, el Berlín de entreguerras ofrece cabarés cargados de humo por los que circulan mujeres misteriosas, políticos corruptos y arribistas de medio pelo, por no hablar de los nazis, esas criaturas de leyenda malas malísimas a las que, como bien reconoce cierto personaje de Alan Moore, no existe villano que pueda hacer sombra. El género negro ha transitado este paisaje con cierta frecuencia y éxito mediano: me acuerdo ahora de las novelas de la serie de Bernhard Gunther, firmadas por un Philip Kerr al que seguramente dedicaré su correspondiente espacio en este blog cuando cuente con los arrestos o paciencia necesarios, del policíaco Rosa (Zeta, 2006), de Jonathan Rabb, que busca inspiración en el asesinato de Rosa Luxemburgo, u otra serie, esta de Volker Kutscher, encabezada por el comisario Gereon Rath y cuyo primer volumen lleva en castellano el título de Sombras sobre Berlín (Ediciones B, 2010). A todos ellos, procedente del orbe del cómic, habría que sumar los espléndidos episodios de Jan Karta, que publica entre nosotros la casa turinesa 001 Ediciones y cuyo segundo volumen aún ocupa las estanterías de novedades de las librerías.

Concebido por el guionista Roberto dal Prà y por el dibujante Rodolfo Torti en fecha tan temprana como 1983, Jan Karta, un detective culto, desengañado y de sangre aristocrática, vio su primera luz en la revista Orient-Express, de donde pasaría en breve a protagonizar su propia colección de álbumes epónimos. Nos encontramos, sin ningún género de duda, ante una de las obras cimeras del cómic italiano, lo cual ya es mucho decir. El grafismo pulp, en blanco y negro, entronca con la venerable tradición itálica de los fascículos de quiosco, con cabeceras mucho más numerosas y difundidas que en España, y copia sin complejos la gran mayoría de recursos o encuadres del cine negro americano. Esta filiación es reconocida constantemente a lo largo de la obra: ambientación, personajes y tramas confiesan una vez y otra su deuda con el amplio panteón de mitos policíacos del cine y la literatura yanquis. (Y no sólo yanquis. Por la misma época otro italiano, Vittorio Giardino, lograba una nueva obra maestra al adaptar el código negro a su personalísima visión de los ochenta con Las investigaciones de Sam Pezzo.)

Para aquellos que aún no la conocen (y buena falta les haría remediarlo), presentaremos la serie de Jan Karta como un policial ambientado en los convulsos años de la época de entreguerras europea. Y digo europea y no alemana porque el protagonista, lejos de ceñirse al ámbito geográfico de su país natal (es berlinés), campa también por Italia y Francia desfaciendo entuertos de índole fascista. Este, su compromiso político, es otro de los rasgos distintivos de las tramas. Roberto del Prà, autor de guiones de una potencia y un poder sugestivo fuera de discusión (por no mencionar, repito, la excelencia de los encuadres), no ha fabricado una criatura inocente: caballero de la triste figura, paladín del lado equivocado del tablero, Karta ha tomado sobre sí la ingente tarea de desafiar al ultraderechismo allá donde su faz se presente: el nazismo de Weimar, el fascio italiano, la Cagoule francesa. Ello le conducirá, obviamente, a relacionarse con una legión de parias, derrotados e idealistas que pronto verán desangrarse sus utopías entre cachiporrazos y balas.

De los numerosísimos méritos de la serie habría que citar los caracteres (mucho más profundos y laboriosos de lo que el prejuicio consideraría afín a un cómic), empezando por Jan Karta, ese Spade-Marlowe de raya en medio que cita a Shakespeare y procede de una familia de nobles juristas prusianos; o, por ceñirnos sólo al último volumen (Roma; el primero se llama Weimar, y el tercero, de aparición anunciada, llevará el título de Berlín), la prostituta enamorada Marta Vicini o Paul Remond, el terrorista sentimental. Ya he dicho que los guiones, tanto en su aspecto argumental como a nivel, digamos, gráfico, son un puro ejemplo de género negro, así que no me repito. Y reincidiendo en el aspecto gráfico, Rodolfo Torti sabe lograr una obra contundente, masiva, alejada del preciosismo muchas veces narcisista que nos huele a chamusquina en otros cómics italianos (Giardino otra vez): el suyo es el trazo salvaje y rápido de los fumetti de gran consumo Dylan dog, Tex o Martin Mystère (personaje éste último en cuya ilustración se ha curtido Torti durante los últimos veinte años).



En suma: siempre me costó imaginarme el Berlín de las esvásticas sin la figura pizpireta de Sally Bowles; a ella tendré que sumar ahora el aura de nobleza fatalista de Jan Karta.

miércoles, 13 de abril de 2011

Los dioses nos hablan



Un mercenario del Gran Rey es alcanzado en la cabeza por un proyectil, probablemente una piedra de honda, durante la batalla de Platea; la herida le provoca un sueño similar a la muerte, del que regresa sólo después de varios días; por culpa de esa herida, el soldado no puede recordar; un médico del ejército le recomienda ir dejando constancia escrita de todo cuanto le sucede, para que su vida no se pierda en las aguas del pasado en cada despertar.

Es el arranque de Soldado de la niebla (Soldier of the mist), novela de Gene Wolfe de 1986 que sería luego prolongada en Soldado de Areté (Soldier of Arete, 1989) y Soldado de Sidón (Soldier of Sidon, 2006). Todas ellas componen una atractiva ensalada de crónica histórica, relato fantástico y psicodelia con ínfulas de profundidad antropológica que reconozco como una de mis series favoritas de la literatura crossover. Los detalles documentales que Wolfe maneja, quizá su baza más lograda, nos hacen sentir a cada traspiés en la Grecia de los clásicos, y la descripción de batallas y lances contienen la dosis necesaria de verosimilitud. Ello compensa la languidez de ciertos episodios, sobre todo en el segundo volumen, y la sensación difusa de que el autor no tenía demasiado claro el desarrollo de la acción a medida que iba escribiendo: muy a menudo, la percepción nebulosa que el protagonista posee de la realidad constituye un pretexto para hilvanar situaciones más bien torpes, o sencillamente jeroglíficas (los encuentros con centauros o la resurrección de la amazona en Soldier of Arete son, creo, ejemplos palpables). Lo cual no desmerece, en absoluto, el cuadro general.

Pero lo mejor del conjunto de los Soldiers, bastante superior a su desarrollo posterior, es la idea matriz: la de que alguien que se olvida de sí mismo y del mundo en cuanto se echa a dormir deba censar en un escrito qué es lo que encuentra en su camino para que le sirva de memoria al despertar. Eso elimina el asombro, o lo sustituye por su opuesto, la rutina: para Latro, el protagonista de la acción, la sorpresa es la norma. Por ello no se pasma de nada, nada le resulta insólito, nada, por disparatado o accesorio que pueda parecer, quedará fuera de su atestado. Incluidos los encuentros con dioses y demonios. Porque resulta que el soldado se cruza en cada recodo de su periplo con criaturas sobrenaturales que le insinúan una dirección o le prohíben un atajo, entre ellos Apolo, Dionisos, la Gran Madre, nereidas, centauros y mil monstruosidades más. A este respecto, me ha llamado la atención descubrir en ciertos foros de internet la siguiente interpretación: que aparte de trastornarle la memoria, su lesión ha permitido a Latro una segunda visión que capta la existencia de seres sobrenaturales. Vamos, que la pedrada le ha dejado medio lelo pero también le ha convertido en médium. Esto, me parece a mí, es no comprender la novela en absoluto.


 El personaje de Wolfe no es médium ni nada parecido: se limita a registrar en sus rollos lo que presencia, sin filtros ni prejuicios de ninguna clase. Ello le hace consignar con puntualidad sus encuentros con entidades del más allá, algo perfectamente doméstico en la época que le ha tocado vivir. Ahí, sobre todo, radicaría el gran logro de Wolfe: en descubrir que lo preternatural no era en la Antigua Grecia, como lo es hoy, superchería ni caso clínico, sino lo más normal del mundo. Heródoto cuenta que el mensajero enviado a Esparta durante la batalla de Maratón se cruzó en una colina con el dios Pan, y que allí charló con él y recibió consuelo de sus palabras; la víspera de Platea, el ejército griego vio lumbres y brillos misteriosos en Eleusis, que los animaban al combate; diversos testigos coinciden en haber presenciado cómo, durante la batalla de Salamina, hombres enormes se elevaban sobre las orillas y extendían sus brazos para proteger los navíos de la flota griega. Las divinidades, los monstruos, las huestes de los ángeles y los demonios han sido compañeros comunes del ser humano durante siglos y siglos, hasta que los psiquiátricos los han desterrado de la salita de casa. Lo cual no significa que no sigan ahí, sino que están disfrazados. Como bien expresa Lichtenberg: “Los oráculos no han dejado de hablar; nosotros hemos dejado de escucharlos”. Los dioses no se han marchado, a pesar de los lamentos del pobre Hölderlin, al que encerraron en una torre después de declararlo loco sin remisión; siguen ahí, pero no les hacemos caso. Desde Freud nadie gana batallas gracias al apoyo de señales celestes: prefiere los aviones con ametralladoras.
 
(Pero miento, igual que siempre. Según numerosas descripciones, el 22 de agosto de 1914, la Fuerza Expedicionaria Británica recibió en la Batalla de Mons el apoyo de ángeles, soldados celestiales con arcos y flechas y el mismísimo San Jorge con una espada en el puño, lo cual demostró sin lugar a malentendidos que Dios estaba de parte de los aliados. Arthur Machen, que sabía mucho de estas cosas, escribió al respecto su relato The Bowmen, al que remito al circunspecto lector.)

miércoles, 6 de abril de 2011

Los libros que no existen



En alguno de mis últimos posts, comentaba que estos días he andado recorriendo cierto La biblioteca de los libros perdidos, de Alexander Pechmann, amena miscelánea de libros extraviados, imposibles o apócrifos que viene de publicar Edhasa en traducción de Juan José del Solar. Entre sus páginas, el mitómano de la literatura aprenderá de qué diversos y estrambóticos modos perdieron algunas de sus obras Hemingway, Lawrence (el de Arabia) o Lowry (el del volcán), por ceñirnos sólo al ámbito anglosajón, y de qué modo el orbe de las obras escritas abarca sólo una pequeñísima, ínfima parte de todos los libros que podrían haber sido o que son de cualquier manera en alguno de los universos paralelos que nos circundan.

Uno de los capítulos de Pechmann está dedicado, dice el encabezamiento, a “Libros que tal vez no existen”. El quizá está bien puesto, porque siempre resultará más sencillo demostrar la existencia de una cosa que su contrario, pero a efectos prácticos dicho título se dedica a registrar ese enorme y delicioso caudal de libros postizos que ha parido la literatura, sobre todo la fantástica, y que no figuran en ninguna biblioteca de metal, vidrio o madera. Lo que me ha movido a redactar el presente texto es lo exiguo del catálogo de Pechmann. Es decir, el hecho de encontrar que faltan muchos libros inexistentes en el censo del autor. Que, básicamente, se limita a enunciar casi de mala gana el Libro M de los antiguos rosacruces (presente en la misteriosa cripta de Christian Rosenkreutz, como saben bien los lectores de la Fama fraternitatis), el tremebundo volumen en cuarto gótico que recorría Roderick Usher en la fábula de Poe, Vigiliae mortorum secundum chorum Ecclesiae maguntinae, y el largo elenco de títulos malditos nacidos al calor de la fantasía de Lovecraft, empezando por el imprescindible Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred, para continuar con el Culte des Ghoules del vizconde d’Erlette, los Cultos inefables de Juntz y, mi favorito, De vermis mysteriis de Ludvig Prinn. Y eso es todo, amigos.

Esta entrada quiere remediar algunas omisiones demasiado visibles: no todas, porque ya sabemos que la nada es inmensa y siempre puede quedar algún libro recién inventado y sin catalogar, pero sí aquellas ausencias obvias que no sé si el autor habrá traspapelado por prisa, ignorancia o mala fe. Me apresto a enumerar y a remitir al curioso a:

a) El libro mágico de El golem de Meyrink. Un libro que habla, que susurra secretos al oído de quien lo conserva, cuyo poder arcano es capaz de borrar las tenues fronteras entre fantasmagoría y realidad. Athanasius Pernath, orfebre praguense y protagonista de la novela, recibe la visita de un hombre enigmático que le tiende un volumen:

“La cubierta del libro era de metal y los bajorrelieves en forma de rosetas y sellos estaban rellenos de color y de pequeñas piedras. Por fin encontró el lugar que buscaba y me lo señaló. Pude descifrar el título del capítulo ‘Ibbur, la saturación del alma’. La gran inicial, impresa en oro y rojo, ocupaba casi la mitad de la página que recorrí involuntariamente y que estaba descascarillada de un lado. Yo la debía reparar. La inicial no estaba pegada al pergamino como había visto hasta entonces en los libros antiguos, sino que parecía formarse de dos delgadas placas de oro soldadas en el centro y las dos puntas sujetas daban la vuelta a los márgenes del pergamino” (traducción de Celia y Alfonso Ungría. Barcelona, Tusquets, 1995, pp. 21-22).


b) Por estricto orden de aparición: The Approach to Al-Mu’tasim, del abogado Mir Bahadur Alí (Bombay, 1932), en palabras de Philip Guedalla “una combinación algo incómoda de esos poemas alegóricos del Islam que rara vez dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton”. Les problèmes d’un problème (París, 1917), de Pierre Menard, dedicada a las vicisitudes de la parábola de Aquiles y la tortuga, junto con otras obras no menos intrigantes del mismo autor, entre las que se hallan “una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos” (Nîmes, 1901), “una monografía sobre ‘ciertas conexiones o afinidades’ del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins” (Nîmes, 1903), o “una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull” (Nîmes, 1906). The God of the Labyrinth (Londres, 1933), de Herbert Quain, novela policial que concluye con la frase, situada al final del desenmascaramiento ritual del criminal y las esposas del gendarme, Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido casual. Del mismo autor, April March (1936) y la comedia en dos actos The Secret Mirror (sin fecha ni lugar de edición). Señalar la fuente que menciona todas ellas (más una larga lista que callo) estorba de puro obvio: las páginas postreras de Historia de la eternidad, las iniciales de Ficciones, todo de Jorge Luis Borges.

c) No me detengo en la biblioteca de la abadía de Thélème que rastrea el gigante Pantagruel, ni en el Sartor resartus de Carlyle, ni en Swift, para que no me acusen de facilidad.



d) Gigamesh, de Patrick Hannahan (Londres, Transworld Publishers, s/f), un libro aún más incomprensible, audaz y terrible que el Finnegans wake, donde no hay palabra que no se pueda interpretar de infinitos modos; la Historia de la literatura bítica, editada a cargo del profesor Dr. J. Rambellais (cinco volúmenes, Paris, Presses Universitaires, 2009), que analiza el nuevo género de libros escritos directamente por computadoras (como los del famoso pseudo-Dostoievski, autor de La niña [Dievochka]); o mi libro favorito de todos los tiempos, De Impossibilitate Vitae / De Impossibilitate Prognoscendi, de Cesar Kouska (dos volúmenes, Praga, Statni Nakladatalatvi N. Lit, s/f), que demuestra científicamente, según los principios del cálculo de probabilidades, que la vida de cualquier individuo humano es imposible. Todos ellos son prologados o recensionados en la embriagadora Vacío perfecto o en Magnitud imaginaria de Stanislaw Lem.

e) En su inefable Les livres maudits (París, J’ai lu, 1970, y es de los de verdad), obra que debería ser de consulta obligatoria para todo cazador de títulos raros, estrambóticos o imposibles, Jacques Bergier alude a cierta Orden Negra, sociedad secreta consagrada a la destrucción de libros malvados. Uno de sus principales objetivos es el libro Excalibur, que vuelve loco a quien lo lee y que nadie ha encontrado todavía; al parecer, el escritor de ciencia ficción Lafayette Ron Hubbard llevaba Excalibur en la caja fuerte del yate con que viajaba alrededor del mundo mientras componía sus novelas; muerto él, no sé si el yate se hundiría, pero el libro en cuestión no pudo hallarse: así que, entretanto, forma parte de la nómina de los (posiblemente) ficticios (debo esta referencia a Justo Navarro).

Alguien podría poner sobre el tapete la cuestión final (o inaugural) de para qué preocuparse en redactar estúpidos censos de obras que jamás se escribieron; y yo respondería: para calmar esa vieja ansiedad según la cual nunca tendremos nada que leer cuando se acaben todos los libros de la Tierra. Porque hay más: el futuro está en la nada.