jueves, 27 de mayo de 2010

Sesión continua



El mundo se emite en sesión continua, autorizado para todos los públicos, ininterrumpidamente de ocho de la mañana hasta el cierre del establecimiento. Si el proyector no se atasca antes o la película no se quema, el espectador tendrá ocasión de contemplar todas las escenas de que hablan las críticas de los periódicos y aun otras más extravagantes. Un hombre que se veía venir el futuro en las películas del cine de su barrio. Un científico loco que creó un doble de sí mismo para soportar la convivencia con su familia. La anciana más anciana del mundo, que ya era vieja cuando se inventaron las moñas y los jazmines. Una casa blanca junto al mar de la que no se puede huir. Un hombre santo que viajó al infierno para enterarse de que toda su vida había estado en él. Un imperio remoto donde los funcionarios transcriben todo lo que sucede y aun lo que queda por suceder, por si las moscas. Un coche que regresa a casa en la noche y se cruza con una sombra en una curva, igual que en el cuento aquel. Adulterios. Crímenes. Mentiras, por supuesto, y alguna verdad. A lo mejor algo de terror, o de risa, eso depende de cómo se vea. La emisión es a todo color y, en ciertas partes del metraje, en formato de tres dimensiones. Puede comer palomitas y atrapar la mano de su vecino de butaca, si así lo desea. Sólo una cosa no le estará permitida: nunca ha de cerrar los ojos.


El próximo 1 de junio se producirá el estreno planetario de Sesión continua, mi primer libro de cuentos, que podréis encontrar en cualquiera de las librerías que rodean vuestros domicilios o centros de trabajo. Edita Algaida, cuesta 8 míseros euros y promete (puedo prometer que promete) horas de distracción sin cuento. Aunque aún no haya desembarcado en los escaparates, mi amantísimo Javier Mije ya le ha dedicado aladas palabras en la reseña de hoy de Estado Crítico. Gracias mil, Javier. Y al resto de la humanidad: corred a agotarme la edición, si no os importa.

lunes, 24 de mayo de 2010

Horizonte de sucesos



Mañana martes 25 de mayo, a las 21 horas, se inaugura en la Casa de las Sirenas de Sevilla (Alameda de Hércules, s/n) la exposición Horizonte de sucesos, en la que el fotógrafo Antonio Acedo, al que definir simplemente como amigo sería faltar al respeto aparte de a la verdad, muestra una serie de dos docenas de instantáneas basadas en microrrelatos de diez autores sevillanos. Aparte de un servidor, los textos que acompañan a las imágenes pertenecen a las plumas intachables de Antonio Rivero Taravillo, Alejandro Luque, Braulio Ortiz, Joaquín Blanes, Jabo Pizarroso, Jesús Cotta, Javier Mije, Manolo Haro y Lucas Haurie. Tenéis hasta el 13 de junio para pasaros por allí y disfrutar con las vertigionosas perspectivas de Antonio. Incluyo a continuación el artículo que dediqué a este evento el pasado día 16 en El País y que encabeza dicha exposición desde una mampara sobre fondo negro. Id a mirar: me lo agradeceréis.


Para entendernos, un agujero negro es una especie de desagüe cósmico, donde se precipitan, como en la concha de un lavabo, mundos, estrellas, nebulosas, galaxias enteras con toda su dotación de chispas y niebla, y, lo que es más problemático, el espacio y el tiempo. La potencia gravitatoria del agujero negro resulta tan intensa que ni los mapas ni los relojes pueden resistir indemnes a su succión: conforme nos aproximamos a esa boca tenebrosa, las distancias se deforman y las horas comienzan a tartamudear, como si de repente habitáramos en el interior de una pelota de papel arrugada por un niño. Evidentemente, existe una frontera invisible en los alrededores de un agujero negro más allá de la cual la curiosidad es sinónimo de aniquilación. Si nos acercamos demasiado al abismo veremos cosas que jamás nadie creería, igual que la criatura de Ridley Scott, pero ese milagro duraría un minúsculo instante: el que tarda la gravedad masiva del monstruo en devorar todo cuanto encuentra a su paso, en convertir energía y materia en una papilla de átomos, moléculas y chatarra electromagnética, incluido nuestra leve carne y nuestros frágiles huesos. A ese punto de no retorno, al otro lado de cuya línea el conocimiento significa la desintegración, se le da el nombre de horizonte de sucesos de un agujero negro.

Ese fue el título que Antonio Acedo eligió cuando nos propuso colaborar con él en una exposición o lectura que debía celebrar los esponsales de la imagen y la palabra, fotografía y literatura, que a pesar de vivir en habitaciones contiguas, a menudo ni siquiera se saludan al cruzarse en el rellano. Poco antes de que le concedieran el Premio Andalucía de Periodismo, Antonio había ido reclutándonos de uno en uno, a una decena de escritores sevillanos, con objeto de que pusiéramos frases en sus visiones y de que tradujéramos en sujetos y predicados instantáneas que había ido recogiendo de aquí y de allá durante sus tres lustros de carrera. Instantáneas que, como un agujero negro, amenazan con hacer estallar al espectador si el espectador pisa un filo intangible, el que le separa del otro lado del precipicio donde tal vez, pero sólo tal vez, reside la verdad; instantáneas que permiten entrever lo que podría ser el mundo si nos liberásemos de estas manidas convenciones de espacio, tiempo y materia que nos hacen manejar coordenadas y calibrar los objetos por lo que pesan, o por lo que cuestan, o por la resistencia que ofrecen al golpe o al abrazo; instantáneas, en fin, que se detienen antes de caer del todo en una realidad incómoda o cruel, y que por eso son un horizonte de sucesos. Antonio Rivero, Braulio Ortiz, Alejandro Luque, Javier Mije, Manuel Haro, yo mismo y otros que no cito por falta de papel, nos hemos enfrentado a la tarea de llenar un agujero negro. De llevar al lenguaje escenas de playas desiertas, o sombras mutiladas por el crepúsculo, o vegetales que crecen en el intersticio entre cosas; hombres que pasean por el vacío con las manos en la espalda, como acordándose de algo, construcciones que se elevan sobre el cielo nublado de un holocausto, niños que han perdido el balón en un patio, zonas secretas del cuerpo que los ojos no pueden atisbar en el aislamiento de la frente, novias entre el humo, esquinas y algún amanecer. Desde el 25 de mayo las visiones de Antonio Acedo y nuestra torpe aproximación a ellas ocuparán la Casa de las Sirenas de Sevilla, para que todo aquel que lo desee recorra unas y otra y experimente por sí mismo qué se siente al bordear un agujero negro. Antes de que la carne explote en mil pedazos y nos reduzca a hidrógeno y carbono, que es también la fuente de las estrellas.

sábado, 15 de mayo de 2010

Fin del mundo del fin



(¡ATENCIÓN! El siguiente post contiene spoilers y desvela detalles incómodos de la trama de cierta novela muy afamada sobre cuya primera o última página sus ojos de usted quizá aún no hayan tenido ocasión de caer. En previsión de males mayores y de destrozos en el ámbito de las expectativas lectoras y el goce estético, le animamos a seguir leyendo sólo en el caso de que haya llegado hasta el punto final de la novela de David Monteagudo Fin, publicada por la editorial Acantilado en Barcelona durante el año 2009. De no ser así, habrá de atenerse a las consecuencias: este blog declina toda responsabilidad en materia de decepciones y enojos.)


El fin de Fin. Es cierto que hacía tiempo que una novela tan refrescante, o difícil de capturar en una definición precisa, no animaba el lóbrego panorama de las letras españolas. Fin, de David Monteagudo, consigue aunar una serie de virtudes que la convierten simultáneamente en una obra manejable, sencilla de leer y abierta al público mayoritario, y al tiempo en una novela de gran dignidad literaria, que conoce y maneja con soltura las principales herramientas del género. Entre dichas virtudes habría que detenerse, sobre todo, en su ponderada combinación de ingredientes: el relato costumbrista, el chascarrillo, el guión cinematográfico, la novela de ciencia ficción, el terror psicológico confluyen para ofrecer un entretenimiento más que aceptable y, a la vez, una exploración de índole muy peculiar sobre nuestros más arcanos tabúes y miedos. No tengo empacho en declarar que Fin es una de las mejores novelas nacionales que he leído de las que se han publicado en los últimos tiempos, si bien debo declarar de antemano que no leo mucho que se publique en los últimos tiempos. Formulado el cual aviso, puedo entrar de lleno en el asunto en que quería ocupar el presente post: en la crítica del que, a mi juicio, es el aspecto más pobre y peor conseguido de la novela. Que, como casi profetiza su título, es el mismísimo fin.


Ten cuidado si alguien te invita a su casa. Creo que no seré el primero (ni el último, me temo) en confesar que encuentro la conclusión del relato francamente decepcionante. Del mismo modo que existen gloriosas escenas parciales (los animales del circo trotando por la carretera, el oso al fondo de la calle en escorzo, los despojos del avión tras la ladera, el tigre que destroza a una mujer que orina), este final no se encuentra a mi entender al rasero de las expectativas depositadas en él. En entrevistas ofrecidas a diversos medios, el autor ha reconocido sencillamente que no sabía cómo terminar. Ha venido a decir, más o menos, que era consciente de que cualquier desenlace podría hacer recelar a los lectores, visto el punto de tensión que se alcanza en ciertas cumbres de la trama, y que por explosiva que pudiera resultar dicha traca final, siempre habría algún olfato que la encontrara escasa de pólvora. Y no le quito razón. Es verdad: suceden tantas cosas, se acumulan tantas incógnitas, se ofrecen tantas pistas entrecruzadas que la inteligencia de quien lee resulta absolutamente subyugada por la posibilidad de una explicación que responda a todas ellas. Cosa que no sucede. El pretexto del autor me resulta pueril y, lo que es peor, nulamente profesional. Dice usted que renunció a dotar a la historia de final porque ninguno le parecía suficientemente bueno. Pero lo problemático del caso es que el final es lo único que impulsa a la historia a seguir adelante; el anhelo por conocer qué sucederá, cuál será el motivo real de la extinción, de la desaparición de la energía, de la desintegración de los personajes (¡) es el único vector que dirige el impulso de quien lee. Sin él, el castillo entero se desmorona. El autor podría replicar: leer libros por el solo placer de conocer cómo acaban es infantil y está superado. Vale, yo admitiría dicho axioma posmoderno, aunque no esté de acuerdo con él, pero jamás en una novela como la suya. Una novela construida en forma de embudo cada uno de cuyos puntos converge en un extremo, una novela que, si bien declara olímpicamente su indiferencia por un final apropiado, no se priva de ir acrecentando progresiva y constantemente la tensión de la narración a través de pormenores de diversa índole. El ejemplo que viene a las mientes es elemental: si alguien te invita a cenar a casa, te pone música suave, enciende velas, elige vino rosado, te descalza con sus propias manos, te pide que te eches en el sofá, te dice que te pongas cómodo y que te desnudes si quieres, te besa detrás de la oreja y comienza a hacerte un masaje en zonas que no dejarías palpar impunemente a tu médico, creo que no recibirías bien que te obligara a vestirte deprisa y corriendo al sonar las doce campanadas. No. El ataque de mala leche que sufrirías en dicha tesitura, sospecho, podría alcanzar dimensiones suicidas. Peores, todavía, cuando la persona que te ha invitado a esa casa alegue: perdóname, pero es que la práctica del coito es infantil y está superada.



Un crucero por el Mediterráneo. Pensando en la novela de Monteagudo me ha venido a la cabeza un ejemplo humorístico que le queda muy cercano y que quizá pueda servir para ilustrar más cabalmente lo que quiero decir cuando hablo de chapuza. En la década de los cuarenta, mientras se asaba al sol del trópico cumpliendo sus obligaciones militares en Malasia, el escritor francés Pierre Boulle (luego ascendido a la inmortalidad por sus obras Le pont de la rivière Kwaï y La planète des singes, que inspiraría muecas impagables a sir Alec Guiness y Charlton Heston) compuso una media docena de cuentos deliciosos donde parodiaba diversos aspectos de la literatura de intriga. El resultado, imprescindible para todos aquellos que manejéis el francés, se titula L’enlèvement de l’obélisque. Nouvelles étranges et inédites, y fue publicado por vez primera por Le cherche midi en 2000 (la edición en la que me baso es la de bolsillo, Pocket nº 13658, 2007). Los protagonistas de todas las nouvelles son los mismos: el inefable inspector Bitard, genio de la criminología que no cesa de beber jarabe dulce y que cuando tiene que pensar se coloca una bata blanca, “porque, al reflejar todas las radiaciones sin absorber ninguna, permite a su fluido una mayor concentración”, y su pacato ayudante Bitard, cuya inteligencia deficiente no es capaz de ver claro aunque haya tres en un burro. Todas las narraciones son espléndidas, pero aquí quiero centrarme en la última de ellas, titulada “El crucero del Alligator”. El argumento es el siguiente: el excéntrico conde d’Outremarne invita al tándem Merlec-Bitard a un crucero por el Mediterráneo en compañía de un círculo de seres pintorescos; a saber: O’Patton, el pintor irlandés; señor González, célebre músico español; Plock, el clown internacional que ha hecho reír a todas las capitales de Europa; madame Elvire, actriz incomparable que ha triunfado el último invierno en París; y Arsène, el campeón de boxeo. Todos se embarcan en el Alligator, “pequeño barco de vela que no tiene nada de especialmente remarcable, a no ser que está provisto de todos los lujos concebibles y que cada pulgada de su interior está ingeniosamente dedicada a la comodidad de los pasajeros”. En fin, muy pronto salta a la vista que el viaje no va a ser tan confortable como esperaban. El humor del anfitrión, el conde d’Outremarne, y su tendencia a las bromas macabras y oscuras, hace sospechar a los pasajeros cuando uno de ellos, el boxeador, aparece muerto en su cama con un puñal en el esternón. Nadie sabe cómo ha podido suceder: están en alta mar y no hay nadie más que ellos en el barco. Se suceden las muertes violentas: aparecen el pintor O’Patton envenenado, el músico González ahorcado de un mástil, el payaso estrangulado, el propio Merlec con el cráneo hecho trizas, el conde cubierto de sangre. Sólo quedan Elvire y Bitard, que es quien narra la crónica. Ambos protestan su inocencia, lo cual deja un estomagante dilema al lector: ¿quién miente? ¿Dicen ambos la verdad? ¿Quién es si no el asesino en medio del mar, sin un alma en leguas a la redonda? ¿Qué subterfugio va a sacarse de la manga el autor para salir de este atolladero? Para colmo, el cadáver de Elvire aparece enseguida en su camarote, con la lengua azulada y los ojos fuera de órbita. Entonces viene el memorable y guasón capítulo 14, que reproduzco en su integridad:


“Aquí tengo que añadir un último capítulo particularmente penoso. No quedaba nadie más que yo a bordo del Alligator. Ascendí al puente, solo, sufriendo por sentir vacilar mi razón. Entonces sentí un golpe espantoso, y me hundí muerto en las aguas profundas.

Mi cuerpo fue hallado a la mañana siguiente medio comido por las gaviotas. El velero se estrelló contra las rocas y jamás, jamás nadie hasta este día ha dilucidado el enigma del Alligator” (ed. Pocket, p. 175, la traducción es mía).


La diferencia entre ambos textos es que mientras Boulle se ríe, denunciando la tendencia de ciertos escritores a meterse en embrollos de los que luego, literalmente, no se puede salir, Monteagudo es precisamente un ejemplo de dicha tendencia. Pero en fin, pese a todo este desacuerdo repito que su novela, de todos modos, es de obligada lectura y no dejaré de recomendarla a quien aún no la conozca; aconsejándole tal vez, como mal menor, que se salte la página final y permanezca eternamente en la dudosa felicidad del coitus interruptus.

viernes, 7 de mayo de 2010

Cosas que hacen que la vida valga la pena




Queridos míos: os informo a todos, igual que al universo en general, que el maestro César Mallorquí ha tenido a bien designar El Testigo Ocular como merecedor del premio Vale la pena, que elige a los blogs más valiosos, inmortales o sencillamente distraídos de cuantos pueblan la red. Desde aquí doy las gracias a César, a quien a mi vez debo señalar como referente inexcusable de los desvaríos que cada semana (o casi) transcribo en este espacio, y me apresto a cumplir con la parte antipática de la distinción: que consiste en escoger, a mi vez, otros diez blogs que a su vez, y repito la fórmula mágica, valgan la pena. Lo cual hace que surja la sospecha que también destapa César: que a ritmo de diez en diez, pronto todos los blogs de este planeta quedarán premiados y la verdadera distinción consistirá en no estarlo... Pero en fin, como no quiero ser tachado de desagradecido ni de no cumplir con mis obligaciones electrónicas, ahí os endoso mi censo. Poco sorprendente, de cualquier modo, para quienes ya conozcáis de qué va esta bitácora y las cosas que le interesan. Valen la pena, pues:


El blog de Javier Calvo. Sigo a Javier a distancia desde hace tiempo, y creo que su blog es un buen escaparate de lo que le ocupa el cerebro. Entre Barcelona, Berlín y Brooklyn, dudo que exista algo recién salido en materia de arte o ensayo que se le pueda pasar de largo.


Estado crítico. Claro que sí, el blog de crítica literaria en el que nos embarcamos ya hace casi un año una docena de lectores erráticos y andaluces y en el que colaboro menos de lo que debiera.


Estatuas verdes. Crónica lisérgica de lo que se cuece en la realidad urbana de nuestro tiempo y sus alrededores. Con especial interés por estupefacientes como el cine, la literatura moderna, el tinto de verano y otros.


La Fraternidad de Babel. César Mallorquí y mi deseo de imitarle es, en última instancia, el motivo de que El Testigo Ocular siga espiando por las mirillas. Entrar en la Fraternidad semana a semana es como regresar a casa.


Juntando palabras. El blog de mi hermano Daniel Ruiz García, también escritor, notablemente más sensible que un servidor para las propuestas poéticas y la vanguardia en general.


Morbid anatomy. El paraíso. Desde Brooklyn, Joanna Ebenstein rastrea por todo el mundo ejemplos de las relaciones profundas entre arte, enfermedad, ciencia, poesía y muerte. Para caer y perderse y seguir cayendo.


Rosa Sala Rose. Para fanáticos del germanismo, parada obligada en el blog de esta especialista en símbolos nazis, literatura del siglo XX y otros deliciosos extravíos.


Soltando lastre. El bueno de Juan Carlos Palma, que sabe lo suyo de libros y cosas que se les parecen, nos ofrece sus sugerencias. También le gustan las películas, y algún disco.


La tormenta en un vaso. La supercalifragilística Care Santos regenta esta bitácora dedicada al recuento de las novedades editoriales con el que también colaboro desde hace tiempo.


Fernando Vicente. Mi más reciente descubrimiento, aunque en su día su tocayo Fernando Iwasaki ya me previno acerca de sus virtudes: ilustrador sobresaliente que suele colaborar en El País y otros medios gráficos.


Si alguno de ellos se pasa por aquí, pues ya sabe: tiene diez motivos para acordarse de mí. Si son buenos o malos, depende de su criterio.


sábado, 1 de mayo de 2010

Diccionario de arena, 3: fe, esperanza y calidad


Calidad: s. f. Lo que alega aquel que no puede ofrecer nada más.


Cantidad: s. f. Lo que alega aquel que no puede ofrecer nada mejor.


Esperanza: s. f. Confianza en que se estabilice el precio de los carburantes.


Fe: s. f. Tendencia acientífica a pensar que todas las películas concluyen con marcha nupcial y un plato de volátiles. Mala ~: Sospecha de que las volátiles se encuentran en mal estado y la orquesta desafina.


Gula: s. f. Euforia desenfrenada de aquel que cree que puede comerse el mundo.


Lujuria: s. f. Gula de carne poco hecha.


Mañana: adv. El día en que empieza todo. // El día en que todo termina.