martes, 24 de febrero de 2009

Demostrado científicamente


El otro día, el telediario de Antena 3 emitió una de esas noticias que alimentan las conversaciones de camilla más estériles y sirven a algunos para desempolvar argumentos de la peor especie, de los que creíamos muertos y enterrados pero vuelven, como malos zombis, de vez en cuando a la superficie. La señorita periodista que ocupaba el mostrador soltó, a bocajarro, como introducción a unas imágenes en que se veía un colegio de lejos y respondían brevemente cuatro o cinco tipos con corbata, que un reciente estudio demuestra que la educación mejora considerablemente cuando se separa a los alumnos en razón de su sexo. El estudio (digámoslo así) provenía de un colegio religioso llamado Montessori uno de cuyos empleados reveló sin rubor a la cámara que la educación segregada permitía mejorar los conocimientos gramaticales del varón (sic), campo en que los niños son más deficientes, y el razonamiento abstracto de las chicas (ídem), porque todos sabemos que las mujeres, aparte de no saber interpretar ni plegar un mapa, se hacen un lío en cuanto entran en juego entelequias alejadas del fogón y la lavadora.

Dio la casualidad de que cuando escuché esta noticia (digámoslo también así) me hallaba embarcado en la arrebatadora lectura de uno de los libros con que más he disfrutado en mucho tiempo, La falsa medida del hombre, de Stephen Jay Gould. Precisamente el libro de Gould está dedicado a desenmascarar la estupidez, las insidias y las falsedades de muchas doctrinas pretendidamente científicas (en su caso, la consideración moral y social de las personas a partir de criterios arbitrarios de medida de inteligencia, como tests de CI o dimensiones craneales) y a denunciar cómo toda doctrina en el mundo de la ciencia, por mucho que se presente envuelta en criterios de objetividad y pureza ideológica, sirve siempre a una visión del mundo comprometida políticamente.

Lo que Gould registra no es sólo que haya investigadores que disfrazan, tergiversan o eliminan datos que no se avienen con las conclusiones que ellos desean de antemano (repito: el libro es jugosísimo y está repleto de anécdotas que mueven alternativamente a la carcajada y al llanto); lo verdaderamente peligroso son los prejuicios que operan bajo la superficie y que se infiltran en la labor del científico aun cuando él cree estar trabajando del modo más neutral y aséptico posible. La conclusión de la obra pone en solfa esa frase drástica que suele zanjar las discusiones cuando uno de los interlocutores carece de argumentos con que defenderse: está demostrado científicamente. ¿Demostrado qué? ¿Científicamente cómo? ¿Quién ha encargado esos estudios y por qué? ¿Quién ha realizado los experimentos necesarios, y de qué modo? ¿Dónde se hallan recogidos los resultados? ¿Quién ha supervisado el respeto al método durante la realización del experimento, las herramientas empleadas, las muestras de las que se extraen los datos? Las enseñanzas de Gould ilustran de manera drástica y potente las teorías de Thomas S. Kuhn y nos confirman que también en un ámbito tan pretendidamente inmaculado como la ciencia pura todo depende del cristal (o del carné) con que se mira. Gould acaba repitiendo aquel lema soberbio de la Pseudodoxia Epidemica de Browne que en alguna ocasión defendí como orientación inmejorable para leer a los clásicos: Dijo Platón que conocer es recordar; pero visto lo que se enseña en nuestras escuelas, más certero parece afirmar que el conocimiento es olvido.

Y si lo enseñan en el colegio Montessori, no te digo nada.

jueves, 5 de febrero de 2009

Muerte y Egipto


Esta semana supimos, con pesar, del deceso de Hans Beck. Me temo que su nombre no dirá nada a la mayoría del público, ni siquiera (o sobre todo) a ese aficionado a los suplementos literarios y los programas de exposiciones. Porque Hans Beck no era literato, ni pintor, ni músico contemporáneo, ni performer en sus diversas ramas, aunque sí un artista como la copa de un sauce. Era juguetero.

En 1971, después de la crisis del petróleo, la industria juguetera andaba cabeza abajo buscando extraer rentabilidad a un mercado que dependía dramáticamente de los suministros de plástico y que veía cómo su materia prima se encarecía día a día hasta lo prohibitivo. Había que ahorrar tamaño, piezas, costes: se necesitaba un juguete funcional, de reducidas dimensiones, que ofreciese la máxima capacidad de juego y que constase del menor número posible de componentes, lo que facilitaría a su vez un precio ajustado. La empresa alemana Geobra Branstätter se había dedicado durante los años sesenta a la fabricación de hula-hops y muñecas que ya no se mostraban rentables; entonces Beck recibió el encargo de diseñar una nueva línea de productos ateniéndose a la rigidez de los nuevos tiempos. La respuesta de Beck fue el muñeco más versátil y universal que ha existido jamás, el homo sapiens sapiens de la cadena evolutiva de los juguetes.

Al principio, bajo las exigencias de la dirección de Geobra, Beck produjo vehículos, coches, excavadoras, camiones de bomberos a los que acompañaban, de relleno, unas pequeñas figuras que debían ocupar el puesto del piloto. Pero de modo inesperado, y contraviniendo las órdenes de la empresa, el interés de Beck giró repentinamente hacia dichas figuras en vez de centrarse en las máquinas que debían conducir. Durante tres años de investigación y pruebas, cotejó modelos y finalmente se decidió por un prototipo que respondía cabalmente a las necesidades de juego de los niños. Constaba de un tronco central al que se añadían una cabeza, dos brazos y dos piernas. La ausencia de codos y rodillas, que con el tiempo se convertiría en una de las características identitarias del producto, fue decidida por Beck después de reparar, en diversas experiencias, en que el exceso de piezas y movilidad perturbaba a los niños, tendentes a movimientos más esquemáticos. Criterios infantiles fueron tenidos también en cuenta en el momento de diseñar el típico cabello en zigzag y el rostro con la sonrisa y los ojos redondos: en sus dibujos, los niños suelen retratar a las personas con cabezas circulares, boca y ojos marcados y ausencia de nariz. Asimismo, el tamaño debía acomodarse a las dimensiones de la mano infantil, por lo que se decidió el estándar de siete centímetros y medio. El resultado fue un muñeco tal y como lo habría ideado un niño atendiendo a sus propias necesidades de juego, sin sofisticaciones ni apéndices superfluos.

El muñeco fue presentado en sociedad en la Feria del Juguete de Nuremberg de 1974. El éxito, según sabemos, fue instantáneo. Tanto, que Geobra dejó de fabricar cualquier otro tipo de productos y se concentró en dotar de entorno social, arquitectónico, histórico y tecnológico a su famosa criatura, pasando a convertirse en la multinacional Playmobil. Beck se jubiló en 1999, después de adiestrar a un equipo de diseñadores para que continuaran, tras su marcha, ampliando ese universo paralelo de seres de colores con el cabello en forma de cepo.

Hay que reconocer, al menos, que esos discípulos están a la altura de la labor y que no desmerecen en absoluto de la memoria de su maestro. Rastreando por Internet en busca de información sobre la vida y milagros del insigne juguetero (información con la que, por otra parte, ha sido redactado este post), di con la página de Playmobil España y comprobé, lleno de regocijo, que la familia se amplía. Si hace apenas un par de años nuestros diminutos amigos se convirtieron en romanos (ahí están las series 4270-4278, con circo, tiendas de campaña, torres de combate, centurión, soldados, cuádriga y galera) y nos hicieron disfrutar a los amantes de lo trivial con el detallismo de las espadas (los famosos gladii heredados de los guerreros hispanos), las lanzas (el pilum), el yelmo del centurión con la cresta de la cimera en horizontal y otras nimiedades, ahora los playmobil llegan a Egipto. Sí, en serio. En la sección correspondiente de la página antedicha podéis contemplar con todo detalle los componentes de la nueva serie que aún no he visto en tiendas, pero que deben de estar a punto de caer. Fijaos en la minuciosidad de esos pectorales, en la doble corona del faraón, en los ojos pintados. Ya estoy reservando espacio en alguna estantería para el templo, con obelisco y todo: eso, claro, si mi mujer no se harta antes y me manda a la calle con todas mis colecciones de cosas estúpidas, libros, muñequitos, postales, cuadernos y demás chatarra que nos impide vivir a la manera del resto de los humanos.




(Nota.- El lector habrá observado que a lo largo de toda la entrada he rehuido el término clic, o click, o klick, con que estos muñecos eran conocidos entre mis compañeros de generación. Lo he hecho porque, según compruebo, las nuevas hornadas de niños no lo conocen y se refieren genéricamente a estos muñecos con el nombre de la marca, un playmobil, dos playmobil, etc. En puridad, y puesto que se trata de una variante antigua del mismo producto, el nombre de clic debería reservarse para aquellos muñecos que en España fueron comercializados por Famosa bajo la rúbrica de Famobil, algo más toscos y primitivos que los de ahora, con menos colores, menor movilidad y menor variedad.)