sábado, 27 de diciembre de 2008

La isla de la mujer del pintor


Hacerse de una cultura, afirma Viernes, no difiere en esencia de construirse una casa. La gran mayoría prefiere los chalés en serie, adosados, pareados o con parcela propia, cómodamente servidos en serie por las inmobiliarias. Algún excéntrico se atreve a contratar a un arquitecto y le marca el recorrido del tiralíneas con la punta del dedo, dejando bien claro de antemano dónde desea que se encuentren situados los dormitorios y qué orientación ha de respetar el salón para que las mañanas sean debidamente soleadas y eufóricas. Otros, por último, aunque no hayan estudiado delineación, se atreven a edificarse a sí mismos, con los predecibles resultados de proporción y simetría. Sin embargo, son estos ejemplares los que ofrecen más atractivos al visitante: habitaciones que terminan bruscamente en un techo en rampa, sótanos para los que nadie ha designado una puerta, ventanas que no dan a ninguna parte y torres que parecen elevarse temerariamente sobre el vacío de los tejados.

Viernes pretende proveerme de detalles extraños, aunque no por ello menos fidedignos; que el Ulises lo escribió Joyce y Augusto fue el primer emperador de Roma constituyen datos tan trillados y de andar por casa que cualquiera puede usarlos en una conversación después de leerlos en la tarjeta correspondiente del Trivial. Viernes quiere hablarme de otras cosas. De Sir Walter Raleigh, por ejemplo. Raleigh también es fácilmente localizable en el Trivial, porque se trató de una de las principales lumbreras de la política inglesa del siglo XVI. Favorito de la reina Isabel, viajó a América, donde ejerció de pirata, y fundó la colonia de Virginia, primera punta de lanza del Imperio al otro lado del océano; de regreso, trajo consigo dos plantas exóticas que no tardarían en propagarse por todo el viejo continente como un incendio, el tabaco y la patata; aparte, Raleigh fue autor de hermosos versos renacentistas, tallados al modo de la orfebrería italiana, entre ellos un epitalamio y una invitación convivial que hacen entrever que el siglo que le tocó vivir fue acaso más confortable o delicado que el nuestro. Viernes empieza hablándome de Walter Raleigh.

En alguna de sus correrías por las costas españolas del Nuevo Mundo, Raleigh capturó un buque. Su misión era arrasar literalmente todos los puestos comerciales o militares que fuera encontrando a lo largo del litoral, para que el avieso rey Felipe no contase con más plata con que sufragar una segunda Armada Invencible. Los prisioneros que hizo en el buque capturado le ayudarían en esa labor: uno de ellos, que a la sazón podemos imaginar como un ilustrado bachiller de Alcalá o Salamanca embarcado hacia las Indias por haberse enamorado de la esposa de un alguacil, llevaba un mapa; en él, salpicado de islas como si le hubieran escupido, figuraban todos los puertos españoles. Raleigh es hombre delicado (ya hemos dicho que escribía versos), pero su amor a la reina puede sobre sus convicciones humanitarias: manda torturar a todos los prisioneros con el fin de conocer la situación exacta, nombre y dotación de dichas plazas. Unos mueren bajo las tenazas, otros se ahogan al ser pasados bajo la quilla, un tercero se desangra bajo las cuchilladas mientras invoca a voces a la Santísima Virgen del Pilar. El bachiller es menos devoto de los monarcas, ya gobiernen sobre este o sobre el mundo de al lado: confiesa tranquilamente todo cuanto Raleigh le solicita. Así da la lista de las posiciones de San José, de La Española, de Santa María y Santiago. Cuando Raleigh señala una isla diminuta como un lunar perdida en mitad del Caribe e inquiere su identidad, el bachiller hace un gesto de desprecio con la mano.

—Esa isla no existe —dice—. Es la Isla de la Mujer del Pintor.

Y explica que el autor del mapa fue un pobre hombre que amaba tanto a su mujer que le prometió una isla. Y que incapaz de adquirirla para ella por la fuerza del dinero o de las armas, la pintó en el mapa, para dar su palabra por cumplida. Según parece, muchas de las cartas de la costa caribeña que se elaborarían durante el siglo XVII y XVIII tomaron como modelo aquel boceto del bachiller español, porque la Isla de la Mujer del Pintor continuaba allí como si tal cosa dos siglos más tarde, cuando Jonathan Swift, en un contexto que nada tiene que ver con Liliput ni los houyhnhnms, la cita en la sección V de su Tale of a tub.

Uno puede extraviase de muchas maneras, algunas pedestres y descuidadas; el método más científico de hacerlo es un mapa.

martes, 16 de diciembre de 2008

Vampirismo


Hace años, Lucía Luengo me condujo hasta el despacho que entonces la cobijaba en la sección Infantil y Juvenil de Alfaguara y me enseñó una caja de zapatos. Al abrirla, descubrí una manzana de mentira y un libro. Era Crepúsculo, el título inicial de la (ahora) inevitable trilogía de Stephenie Meyer, que lleva todas las papeletas de heredar los excesos mitómanos del mago miope y los jedis verdes de medio metro. Entonces, Lucía me profetizó que aquella novela, con las dos que la continuaban, iba a convertirse en un éxito de ventas sin precedentes y que iba a romper todos los techos de las estadísticas y a reventar las listas de los suplementos. Yo asentí sin convencimiento: he oído demasiadas veces a un editor prometer lo mismo, sea de un libro mío o, más frecuentemente, del de otro. El caso es que, según demuestran la versión cinematográfica, la reedición del título en formato bolsillo y la avalancha de merchandising que se avecina, la señorita Luengo (ya señora) tenía razón.

Ella me describió el argumento de la obra como la historia de amor imposible entre un vampiro y una niña de instituto a la que empiezan a afear los granos y las primeras reglas. Lo que he entrevisto de la película en los noticiarios refrenda su resumen: una especie de protagonista de teleserie juvenil pintado con tiza (por lo de la palidez) lleva a su novia a lo alto de una conífera para que contemple la inmensidad de la ciudad en la noche o la protege de los apetitos de sus compañeros de ataúd, más interesados en la sangre de sus venas que en las carnes que las envuelven. El éxito, dicen quienes entienden de estas cosas (y Viernes se muestra de acuerdo) está garantizado por dos sucintos motivos: folletín amoroso adaptado a las lectoras de Vale y Super Pop y vampiros. Los vampiros son el futuro: nunca mueren.

Me da ahora por preguntarme por la pervivencia de este mito de la literatura fantástica, el vampiro, y de su excelente estado de salud en contraste con otros de sus congéneres. A saber: el hombre lobo debe de andar años lamiéndose las llagas por alguna perrera sin que nadie se acuerde de él, de Frankenstein poco más sabemos después de la adaptación de Brannagh (si exceptuamos la deliciosa paráfrasis de Eduardo Manostijeras), y el resto de los que poblaron alguna vez los estudios de la Hammer (el doctor Jekyll, los espectros de Poe y algún otro desgraciado monstruo de rebajas) deben de andar engrosando los desechos del trastero de la imaginación colectiva, vulgo la basura. Sin embargo, ahí sigue el vampiro con una forma envidiable. Tiene a su favor los múltiples disparates con mercromina de Jess Frank (recién goya honorífico), el desbordante homenaje del Drácula de Coppola, el Rüdiger de Angela Sommer-Bodenburg (que conoció una versión televisiva australiana), el Lestat de Anne Rice dos veces inmortal gracias a un Tom Cruise con chorreras, Wesley Snipes y su catana, Treinta días de oscuridad y no sé cuántas franquicias más que me dejo en la chistera y que agradeceré a cualquier lector que añada al lote a su buen criterio. Cuando le pregunto a Viernes por esta profusión, esboza una sonrisa de suficiencia, esa del maestro en el momento en que el alumno reconoce que no sabe resolver el problema de geometría frente a la pizarra, y explica muy didácticamente:

—Mi querido Testigo ocular, ¿no te das cuenta? Enciende el televisor; visita las clínicas; asómate a la farmacia; consulta el gimnasio. ¿Qué ves? Jóvenes perpetuos. Falsos jóvenes a los que se ha conmutado la pena. Yogures caducados tratados químicamente. Es obligatorio ser joven, ya sea a costa del bisturí, de las pastillas blancas o azules, de la cinta y la bicicleta, de los tarros de crema. De momento, el vampiro es el único que ha conseguido ese objetivo por un precio irrisorio: su propia alma. El alma es un producto que no se valora mucho en los días que corren, y parece bastante ventajoso cambiarlo por la desaparición de las arrugas y los problemas de incontinencia urinaria. Y además, los vampiros sólo viven de noche y duermen durante las horas de sol: ¿no podrían vivir perfectamente en Ibiza?

Hasta aquí mi investigación sobre el estado actual de la cuestión, aunque reconozco que puede dar para mucho más. Quizá en sucesivas entregas, si Viernes se muestra de acuerdo.

viernes, 12 de diciembre de 2008

El sueño de San José


Para completar mi educación, Viernes insiste en que debo ver algunos cuadros. El razonamiento discursivo avanza mediante términos y conceptos y a menudo pierde la frescura de la intuición; en la imagen todo es inmediato, repentino, evidente de por sí. Con el fin de reforzar su tesis, que de por sí encuentro ya bastante convincente, Viernes menciona un refrán manido sobre una imagen y mil palabras y cita a Chesterton: nadie puede ser tan ingenuo como para suponer que todos los matices iridiscentes del alma humana y el infinito cromatismo de nuestras esperanzas, anhelos y miedos encuentre resumen en una bolsa de aire con la facultad de emitir gruñidos.

El primer cuadro frente al que me coloca es El sueño de San José, de Georges de la Tour. He incluido una reproducción de la obra al inicio de este post para que juzguéis por vosotros mismos si mis opiniones al respecto son acertadas o descarrilan. Georges de La Tour fue un maestro barroco francés que vivió en el siglo XVII y desarrolló casi la totalidad de su carrera en Lorena. Sus cuadros son famosos por, igual que este, proponer una novedosa combinación de luces y sombras y jugar dramáticamente con los focos: las escenas que pinta suelen consistir en interiores, talleres o alcobas cuyas profundidades quedan sumidas en una indistinta tonalidad negra; sobre ellas, procedente de un rincón, de lo alto de una mesilla o la llama de una palmatoria, se impone un resplandor de ámbar tenue, casi transparente, de una misteriosa calidez que tiene mucho de sobrenatural. Todas las obras de La Tour parecen haber sido generadas en estado de gracia o de fiebre.

El sueño de San José no es una excepción. Debemos suponer que el suceso tiene lugar en una habitación, tal vez en la cocina o la salita de la casa de adobe que el anciano debe de compartir con María, pero el fondo es tan abstracto que se presta a cualquier conjetura. El protagonista del cuadro es, precisamente, el único personaje invisible, pero de cuya presencia podemos sospechar a través de sus reflejos indirectos: la lumbre de la lámpara. La lengua de fuego está ahí, prestando solidez a los personajes, dotando de relieve a las arrugas de José y subrayando las líneas del volumen que sostiene; pero de ella sólo percibimos el testimonio indirecto de un penacho sobre el brazo del joven, y el nimbo que irradia el centro del cuadro y que permanece en tinieblas. La lección de La Tour puede ser: aquello que vivifica, que presta sentido, que nos permite reconocer nuestro entorno, puede permanecer oculto; sin embargo, no por ello deja de prestarnos su luz.

La escena, íntima, recogida, casi en voz baja, recuerda forzosamente a la música sacra de la época. En concreto, miro este cuadro y no puedo dejar de pensar en las Leçons de ténèbres del maestro François Couperin, con esas voces blancas que parecen perderse en el vacío, que es la muerte. Al efecto, me sirven también las Leçons de Charpentier. El color pardo, cenagoso, del fondo y la ropa del muchacho tal vez sugieran alguna suite de Marin Marais, aunque esa posibilidad la someto al arbitrio de otros espectadores. No quiero dejar de consignar aquí, para que Viernes comprenda que después de todo no se las ve con un inculto integral, que uno de los libros más interesantes que se han escrito sobre la vida y trabajos de La Tour pertenece a la pluma de Pascal Quignard, el autor de esa maravilla a media luz que es Tous les matins du monde.

El joven, naturalmente, es un ángel. Bastante modesto, doméstico y de andar por casa, si lo comparamos con los ampulosos hermafroditas que pueblan los escenarios de Murillo, Zurbarán y otros artistas de nuestro patio de atrás. Tampoco se parece a Viernes, es verdad: Viernes tiene más el aspecto de un funcionario estreñido, de esos que te devuelven los papeles desde la ventanilla con la boca contraída por una punzada en las hemorroides. Algo que me maravilla e inquieta en el cuadro es el ojo del ángel. Miradlo bien, ampliad la imagen si es necesario. Os daréis cuenta de su completa negrura, como el caviar, como los ojos de los ahogados, como los de los extraterrestres de Roswell. Luigi los tenía así al nacer. Supongo que el pintor quiso declarar con ese detalle, con la ausencia de esclerótica y una pupila rotunda como una acusación, que el joven procedía de otro mundo y que las cosas que se ven en ese más allá se parecen sólo de lejos a las que podemos presenciar en este suelo nuestro. Por otra parte, no sabemos a ciencia cierta qué mundo exacto es el que retrata la escena. Es decir, no sabemos si José duerme y es visitado por el ángel sin advertirlo o el ángel se le aparece dentro del sueño. ¿La imagen del cuadro es un sueño de José o lo que contemplaría un espectador desde fuera de la habitación? ¿Es sólo posible ver a los ángeles en sueños?

Después de todo, puede que Viernes se reduzca a un efecto colateral de la valeriana que me caliento cada noche antes de irme a la cama.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Hazte tu propia novela


Queridos intrusos: por la presente os invito a todos a la ponencia (o discurso, o monólogo, a elegir) que tendré el gusto de pronunciar a las 19:30 horas de mañana mismo, día 9 de diciembre de 2008, en el Curso de Escritura Creativa del ínclito Javier Mije, en la Biblioteca Pública Infanta Elena, Avenida de María Luisa, 8, Sevilla, 41013. El tema sobre el que desarrollaré mis dotes oratorias será el método para la construcción de novelas, y el incondicional que visite la sala de actos a la hora antedicha volverá a casa, de seguro, con más herramientas y trucos para encarar tarea tan gravosa a las manos poco habituadas. También aceptaré una cerveza, o copa de vino, de cualquiera de vosotros con sanas intenciones.

El espíritu del vino


Estos días ha hecho frío y no me apetece la cerveza. Prefiero el vino. En el bar en que cenamos anoche pedí un vino tinto y el camarero eligió una botella de entre todas las que atestaban el mostrador. La elevó, la observó al trasluz. Dijo que la botella tenía poso y que iba a decantarla. Me sonó bien. No tengo una idea demasiado transparente de lo que significa que las botellas críen poso, y en mi diccionario mental la palabra decantar se reduce a un sinónimo vistoso de preferir. Es un vino muy colorado, como el pellejo de un zorro, y huele bien.

En la mesa, mientras los otros hablan de cosas que no me interesan lo más mínimo, miro el cristal del vino. Hay algo tranquilizador, maternal y hogareño en el modo que tiene de empañar la copa y de filtrar la luz de las lámparas, que se convierten en manchas de carmín sobre el tapete. Probarlo es como sentarse delante de una chimenea. Al beber reparo en que afuera, al otro lado de las ventanas, hace frío y la noche es negra y hueca como un edificio en ruinas. Me siento bien, me siento más que bien: rozo uno de esos momentos de comunión con el destino y de satisfacción panteísta de los que retrata William James en el libro que estoy leyendo ahora y del que quizá hable aquí otro día.

No sé si tiene mucho sentido escribir todas estas tonterías, pero Viernes vuelve con el insomnio y me ordena que me coloque frente al ordenador. Obedezco. Siempre he sido muy razonable, o al menos eso dice mamá.

viernes, 5 de diciembre de 2008

La visita


Soñaba con una torre. Es algo que me sucede a menudo, soñar con torres. No sé si se trata de la Torre de Babel o de la Torre Cajasol: en cualquier caso, subo y subo un tramo infinito de escaleras que se enrosca hacia las alturas y que parece no concluir jamás. En cierto punto los peldaños desaparecen, la espiral se deshace en el vacío. Entonces despierto. Al despertar, me pareció oír a alguien junto a la cama. Al principio pensé que era Luigi. Tengo un niño de seis meses que se llama Luigi y que de noche bracea sin cesar en su cuna como si los sueños fueran una corriente y él la atravesara nadando. A menudo me pregunto en qué consistirán los sueños de un bebé de seis meses y nunca he alcanzado una respuesta satisfactoria, pero de lo que no parece caber duda es de que contienen agua.

El ruido que había percibido junto a mi almohada no provenía del niño. Había alguien sentado allí, con la piel blanca como la de una monja. Le pregunté quién era y cómo había entrado en el dormitorio. Se presentó como mi ángel de la guarda y dijo que venía a traerme un mensaje. En general, desconfío de los mensajes oficiales aunque los traigan los ángeles de la guarda: siempre le digo a Teresa que no firme ninguna carta certificada del ayuntamiento, por las multas, sobre todo. Teresa es mi mujer, y dormía plácidamente a mi costado mientras yo hablaba con el desconocido de la cara de papel.

—Tienes una misión y la has descuidado —dijo el ángel—. He venido a recordarte que debes ponerte a la tarea una vez más.

Le pregunté a qué tarea se refería. En realidad, hay muchas que descuido.

—El Testigo Ocular —dijo él, y vi que sus ojos brillaban como el piloto de un mando a distancia—. Comenzaste ese blog y lo dejaste arrumbado hasta en tres ocasiones. Es el momento de que lo retomes y de una vez definitiva.

Bufé. No quise ni mirar el despertador, porque a las siete y media tenía que estar con los pies en las pantuflas.

—Con esto del blog creo que he cometido un error —pretexté—. Hay personas que pueden escribir blogs y personas que no, igual que hay gente con talento para el dibujo y otra que no es capaz de entonar una melodía. Por cierto, no conozco tu nombre. Los ángeles tenéis nombre, ¿no? Creo que John Dee invocaba ángeles desde una pentalfa, y de algún modo tenía que llamarlos.

—En efecto, tenemos nombres, aunque resultan un poco complicados de pronunciar para los humanos. El mío es √2.

—No parece muy complicado.

—En realidad es una abreviatura. El original es 1,41421356237… y una cantidad infinita más de cifras que no respetan ninguna pauta conocida. Es un número irracional.

A menudo, la vida es irracional. Yo había pensado que las matemáticas suelen ser más sensatas que la vida, pero me equivocaba.

—Pues sí, es un nombre incómodo —reconocí—, aunque no creo que llamase mucho la atención entre la cascada de Jennifers, Christians o Yasminas que pueblan recientemente nuestros censos. Si no te importa, te llamaré Viernes, que es algo que tengo más a mano, según el despertador.

Le pareció bien. Luego volvimos a discutir sobre el asunto del blog y mi obligación, inexcusable según él, de seguir nutriéndolo con nuevas entradas. Objeté que mi inteligencia era de tamaño mediano, por no decir que de talla S, y que no me daba para un blog. Empezar El Testigo Ocular había sido una temeridad.

—Para escribir un blog en condiciones —me defendí—, es necesario tener algo interesante que contar cada día, y palabras interesantes para contarlo. Ahí están Alejandro Luque, que se lee un libro cada tarde, o Vicente Luis Mora, a quien ningún título puede coger desprevenido porque los devora incluso antes de que lleguen a las librerías. No puedo compararme con ellos.

El ángel sonrió.

—Debes proseguir —dijo—. Tal vez tu blog no valga mucho, en eso estamos de acuerdo, pero tiene que existir. Si lo matas, morirá con él un punto de vista, una de esas mónadas diminutas en la que se refleja el jardín en la alegoría de Leibniz. El universo es más perfecto cuanta mayor variedad posee. Un universo sin piojos estaría en desventaja frente a otro que sí los posee.

A mí esto me pareció un sofisma, por mucho que viniera de la boca de un ángel. No creo que nuestro universo sea mucho más perfecto que otro paralelo donde no se encuentren Sánchez Dragó o Jiménez Losantos, aunque igual me equivoco. Como no me veía muy convencido, el ángel me atornilló la sien con su dedo índice. Estaba frío.

—No te preocupes —dijo—, yo te ayudaré a pasar por inteligente. Te daré material para que escribas, te ofreceré datos como para llenar una enciclopedia y te traeré ejercicios que tonificarán tu cerebro deficiente. Seguirás sin tener nada que contar, pero al menos pasará por ser algo interesante: ¿o es que tú te crees que el resto de la gente hace sus blogs de manera distinta? Además, eres un poco escritor. El Testigo Ocular debe resucitar. Así que levanta y ponte manos a la obra.

Obedecí y aquí estoy, escribiendo estas sandeces mientras Luigi barbota entre los pantanos de su sueño. Eso que llega por la ventana es el viernes.