viernes, 12 de diciembre de 2008

El sueño de San José


Para completar mi educación, Viernes insiste en que debo ver algunos cuadros. El razonamiento discursivo avanza mediante términos y conceptos y a menudo pierde la frescura de la intuición; en la imagen todo es inmediato, repentino, evidente de por sí. Con el fin de reforzar su tesis, que de por sí encuentro ya bastante convincente, Viernes menciona un refrán manido sobre una imagen y mil palabras y cita a Chesterton: nadie puede ser tan ingenuo como para suponer que todos los matices iridiscentes del alma humana y el infinito cromatismo de nuestras esperanzas, anhelos y miedos encuentre resumen en una bolsa de aire con la facultad de emitir gruñidos.

El primer cuadro frente al que me coloca es El sueño de San José, de Georges de la Tour. He incluido una reproducción de la obra al inicio de este post para que juzguéis por vosotros mismos si mis opiniones al respecto son acertadas o descarrilan. Georges de La Tour fue un maestro barroco francés que vivió en el siglo XVII y desarrolló casi la totalidad de su carrera en Lorena. Sus cuadros son famosos por, igual que este, proponer una novedosa combinación de luces y sombras y jugar dramáticamente con los focos: las escenas que pinta suelen consistir en interiores, talleres o alcobas cuyas profundidades quedan sumidas en una indistinta tonalidad negra; sobre ellas, procedente de un rincón, de lo alto de una mesilla o la llama de una palmatoria, se impone un resplandor de ámbar tenue, casi transparente, de una misteriosa calidez que tiene mucho de sobrenatural. Todas las obras de La Tour parecen haber sido generadas en estado de gracia o de fiebre.

El sueño de San José no es una excepción. Debemos suponer que el suceso tiene lugar en una habitación, tal vez en la cocina o la salita de la casa de adobe que el anciano debe de compartir con María, pero el fondo es tan abstracto que se presta a cualquier conjetura. El protagonista del cuadro es, precisamente, el único personaje invisible, pero de cuya presencia podemos sospechar a través de sus reflejos indirectos: la lumbre de la lámpara. La lengua de fuego está ahí, prestando solidez a los personajes, dotando de relieve a las arrugas de José y subrayando las líneas del volumen que sostiene; pero de ella sólo percibimos el testimonio indirecto de un penacho sobre el brazo del joven, y el nimbo que irradia el centro del cuadro y que permanece en tinieblas. La lección de La Tour puede ser: aquello que vivifica, que presta sentido, que nos permite reconocer nuestro entorno, puede permanecer oculto; sin embargo, no por ello deja de prestarnos su luz.

La escena, íntima, recogida, casi en voz baja, recuerda forzosamente a la música sacra de la época. En concreto, miro este cuadro y no puedo dejar de pensar en las Leçons de ténèbres del maestro François Couperin, con esas voces blancas que parecen perderse en el vacío, que es la muerte. Al efecto, me sirven también las Leçons de Charpentier. El color pardo, cenagoso, del fondo y la ropa del muchacho tal vez sugieran alguna suite de Marin Marais, aunque esa posibilidad la someto al arbitrio de otros espectadores. No quiero dejar de consignar aquí, para que Viernes comprenda que después de todo no se las ve con un inculto integral, que uno de los libros más interesantes que se han escrito sobre la vida y trabajos de La Tour pertenece a la pluma de Pascal Quignard, el autor de esa maravilla a media luz que es Tous les matins du monde.

El joven, naturalmente, es un ángel. Bastante modesto, doméstico y de andar por casa, si lo comparamos con los ampulosos hermafroditas que pueblan los escenarios de Murillo, Zurbarán y otros artistas de nuestro patio de atrás. Tampoco se parece a Viernes, es verdad: Viernes tiene más el aspecto de un funcionario estreñido, de esos que te devuelven los papeles desde la ventanilla con la boca contraída por una punzada en las hemorroides. Algo que me maravilla e inquieta en el cuadro es el ojo del ángel. Miradlo bien, ampliad la imagen si es necesario. Os daréis cuenta de su completa negrura, como el caviar, como los ojos de los ahogados, como los de los extraterrestres de Roswell. Luigi los tenía así al nacer. Supongo que el pintor quiso declarar con ese detalle, con la ausencia de esclerótica y una pupila rotunda como una acusación, que el joven procedía de otro mundo y que las cosas que se ven en ese más allá se parecen sólo de lejos a las que podemos presenciar en este suelo nuestro. Por otra parte, no sabemos a ciencia cierta qué mundo exacto es el que retrata la escena. Es decir, no sabemos si José duerme y es visitado por el ángel sin advertirlo o el ángel se le aparece dentro del sueño. ¿La imagen del cuadro es un sueño de José o lo que contemplaría un espectador desde fuera de la habitación? ¿Es sólo posible ver a los ángeles en sueños?

Después de todo, puede que Viernes se reduzca a un efecto colateral de la valeriana que me caliento cada noche antes de irme a la cama.

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