lunes, 8 de diciembre de 2008

El espíritu del vino


Estos días ha hecho frío y no me apetece la cerveza. Prefiero el vino. En el bar en que cenamos anoche pedí un vino tinto y el camarero eligió una botella de entre todas las que atestaban el mostrador. La elevó, la observó al trasluz. Dijo que la botella tenía poso y que iba a decantarla. Me sonó bien. No tengo una idea demasiado transparente de lo que significa que las botellas críen poso, y en mi diccionario mental la palabra decantar se reduce a un sinónimo vistoso de preferir. Es un vino muy colorado, como el pellejo de un zorro, y huele bien.

En la mesa, mientras los otros hablan de cosas que no me interesan lo más mínimo, miro el cristal del vino. Hay algo tranquilizador, maternal y hogareño en el modo que tiene de empañar la copa y de filtrar la luz de las lámparas, que se convierten en manchas de carmín sobre el tapete. Probarlo es como sentarse delante de una chimenea. Al beber reparo en que afuera, al otro lado de las ventanas, hace frío y la noche es negra y hueca como un edificio en ruinas. Me siento bien, me siento más que bien: rozo uno de esos momentos de comunión con el destino y de satisfacción panteísta de los que retrata William James en el libro que estoy leyendo ahora y del que quizá hable aquí otro día.

No sé si tiene mucho sentido escribir todas estas tonterías, pero Viernes vuelve con el insomnio y me ordena que me coloque frente al ordenador. Obedezco. Siempre he sido muy razonable, o al menos eso dice mamá.

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