viernes, 26 de junio de 2009

Fragmento de literatura futura


Por qué. Aunque la fecha de creación de este blog se remonta a un par de años atrás, sabéis que ha sido sólo muy recientemente, cosa de meses, cuando he empezado a alimentarlo con asiduidad. En realidad, yo recelaba de los blogs, y si me he decidido finalmente a subirme al AVE de la blogosfera ha sido únicamente por cuestiones de calado, digamos, publicitario. En efecto, un blog es un escaparate perfecto para un escritor que no puede o no quiere costearse una página personal, y este toma y daca continuo entre autor e internautas crea una agradable ficción de cercanía personal que conviene a la difusión (y venta) de sus libros. También he acabado por sucumbir al sospechar que más temprano que tarde la marea del siglo XXI me arrastraría en su vorágine: la televisión de plasma, el teléfono móvil, el ordenador portátil se contagian con una virulencia mucho más indiscutible que la gripe A y al cabo uno debe autoinocularse el virus de los tiempos si no quiere que lo condenen al trastero. Puesto que la gran mayoría de quienes pululan a mi alrededor, escritores o seglares, poseían ya su bitácora, me sentí obligado a abrir una. Y ese es el motivo de que me encuentre aquí ahora y de que vosotros, en vuestra infinita paciencia, sigáis escuchándome (si estáis ahí todavía).

Cuestión de fe. Al principio, recelaba del blog por mi incompetencia. No me sentía capacitado para llenar líneas y líneas sobre cualquier cuestión peregrina con la asiduidad con que uno se lava los dientes o remueve la cucharilla del café. Me faltaban temas: me creía incapaz de alumbrar diariamente un pensamiento ingenioso, igual que un almanaque (esa es la razón, entre otras, de que la periodicidad con que suelo incluir nuevas entradas sea meramente semanal). También desconfiaba del estilo. Es decir, pensaba que mi prosa resultaba demasiado elaborada y preciosista para un marco como este, que exige desnudez, velocidad, precisión, como una riña de cuchillos. De hecho, el blog me ha servido, entre otras cosas, para depurar un tanto mis frases al contacto directo con el teclado (mis textos literarios avant la lettre son el resultado de bolígrafo, papel y muchas horas de ensimismamiento y tachaduras). Ahora me encuentro aquí, en un aula vacía, volcando directamente mis pensamientos (que corren y se esfuman) sobre medio centenar de teclas que no sé si los recogen bien del todo. Siempre he creído que los bolígrafos son más sinceros, pero el progreso nos obliga a confiar en el silicio, ese elemento que conforma las tripas de los ordenadores pero que nunca se ve. Eso es la fe: la confianza en lo invisible.

Seis rasgos. Todos estos meses de experiencia me han enseñado que el blog constituye una especie de forma propia, emergente todavía, que quizá en el futuro pueda reconocerse como el primer género literario autóctono del tercer milenio. No, no es un dietario, ni un libro de apuntes, ni una tribuna periodística. En el número de junio de 2008 de la revista El libro andaluz, órgano de la Asociación de Editores Andaluces, José Luis Rodríguez del Corral lo vio certeramente: “Bloguear se ha convertido en una habilidad específica en la que cuentan la brevedad sintética, el estilo coloquial, la ilustración; a medio camino entre la columna periodística, el poema en prosa y el pequeño ensayo a lo Montaigne” (“Blog: la inmensa minoría”, pp. 24-25). Ampliando a Rodríguez del Corral, yo resumiría los rasgos identificadores del blog en la siguiente media docena: a) Brevedad (el post ha de ser forzosamente corto, ha de poder leerse de una sentada, antes de cerrar la ventana para pasar a ocuparse del correo privado o las obligaciones de la oficina; sí, ya sé que el Testigo Ocular debería aplicarse el cuento al respecto, pero me resigno a no ser dos veces bueno); b) Rapidez (el signo diacrítico del blog es, por excelencia, el punto y seguido. Las frases alambicadas, los períodos en forma de ese, se pierden en el vacío: ¿quién no salta de párrafo en las bitácoras al encontrarse con una sintaxis de cuatro renglones? La inmediatez exige un ritmo despiadado); c) Visibilidad (el blog combina elementos textuales con icónicos; ello se traduce en la necesidad de acompañar el texto con imágenes, sí, pero también en la de emplear una escritura llamativa, colorida, concreta, que retrate escenas sensibles y rehuya los conceptos); d) Subjetividad (lo que nos atrae del blog es la posibilidad de asomarnos al cráneo de otra persona para ver lo que sucede en su interior: se apreciarán opiniones particulares, pero también detalles de la vida cotidiana, recuerdos, señas de identidad); e) Actualidad (el blog respira, a diferencia del libro, que, como Platón denuncia, no responde si se le interpela. El blog cambia de hoy a mañana, el autor puede responder si le acusan, quien toca sus letras, como en el libro de Whitman, toca a un hombre); f) Erudición (real o fingida, culta o cursi, qué más da: uno siempre entra a un blog en busca de un dato, y se queda porque el ambiente sentimental o ideológico le agrada. Vivimos en la era de la cita, de la mención gratuita). Los dos blogs que considero punteros y de obligada visita cumplen a rajatabla todos o la mayoría de los anteriores preceptos: el de César Mallorquí (www.fraternidadbabel.blospot.com), que confieso sin rebozo haber plagiado en este mil veces, y Estatuas Verdes (estatuasverdes.blogspot.com), al que llegué por vías algo insólitas pero no por ello menos instructivas. El Testigo Ocular lucha diariamente por parecerse a ejemplares tan egregios. Gracias a ambos por estar ahí, detrás de la hache, las dos tes y la pe.

No es literatura. A mi modesto parecer, no tiene sentido publicar en papel lo que ya se llevó el hiperespacio. Una de las características del post es, según lo dicho, su caducidad; otra, su inmediatez; otra, su descuido: ninguna de ellas casan con el libro. No se puede escribir un blog como se redacta un diario o una columna (de ahí que, pese a quien pese, Félix de Azúa y otros que me callo no escriban blogs, sino páginas de periódico), y a la inversa, la literatura de sillón no es producto adecuado para el recipiente del blog. Quizá en el futuro el famoso Kindle resuelva esta dicotomía, pero hasta el momento ambos componen bandos irreconciliables. Quien escribe su blog con la esperanza de verlo alguna vez en la librería, en realidad simplemente escribe un libro aplazado: no ha entendido nada.

viernes, 19 de junio de 2009

Para la inmensa minoría


Worstsellers. Con motivo de la Feria del Libro de Madrid, recibí por parte de una pequeña editorial que conozco de lejos la invitación a una charla coloquio sobre un tema que no dejaréis, creo, de considerar apasionante. Como no pude asistir a dicho evento, no me privo de consignar aquí las incertidumbres y perplejidades que dicho asunto me provoca y que probablemente, de haber contado con una agenda más saneada, habría puesto en común en Madrid. La charla coloquio versaba sobre los worstsellers. Es decir, sobre aquellos libros que, a pesar de su contrastada calidad (sic en la convocatoria), han vendido un tan irrisorio número de ejemplares que su autor se niega incluso a consignarlo. Como mucho me temo que el número de worstsellers superará al de los bestsellers entre quienes me atienden (yo también pertenezco modestamente al gremio), procedo a espigar una serie de reflexiones sobre tan dolosa categoría.

En buena compañía. Aparentemente, la dificultad de construir un worstseller no parece equiparable a la que implica su hermano mayor, ese que acapara las estanterías de novedades. Para vender a nivel masivo se necesita sentido de la oportunidad, olfato, campañas de publicidad con muchas bombillas; para no vender bastan la mediocridad y la mala suerte. Sin embargo, permanece el misterio de cómo y por qué libros que la posteridad ha contemplado como obras egregias o al menos dignas de cierto interés recibieron una acogida gélida en el momento de su parto. Los ejemplos, supongo, pueden multiplicarse, pero a bote pronto me acuerdo de dos. El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer, un título que no dudo en calificar como tabique maestro de la historia del pensamiento, vendió apenas el número necesario para pagar la impresión; y Eureka, ese extraño híbrido de ensayo, elucubración y poema cósmico en que Edgar Allan Poe desentrañaba el origen del universo, apenas sirvió al editor para envolver empanadas.

Cantidad y calidad. Existe una obviedad que conocen muchos amantes, y es que calidad y cantidad no siempre van de la mano. Un libro que vende no aumenta necesariamente su valor por ello, ni lo disminuye porque se quede en la caja; el axioma opuesto, al que nos ha habituado el masoquismo romántico, resulta igual de falaz: ni vender significa porquería de consumo rápido, ni calidad va acompañada de ausencia de lectores. Este último sofisma, en particular, vicia el trabajo de muchos de nuestros autores. Por todas partes pululan artistas puros con el corazón de marfil que proclaman escribir para sí mismos y que escupirían sobre su plato antes que rebajarse a convertirse en superventas: lo que ellos persiguen es acceder a un número limitado de conocedores, de olfatos exquisitos que sepan apreciar de veras la valía de sus ingredientes. Nada de hamburguesas ni filete ruso: lo que aquí se cuece son las recetas secretas de El Bulli. Por eso ser bestseller alegra el bolsillo y la autoestima; pero el worstseller te convierte automáticamente en artista: porque tú escribes para la inmortalidad, no para tus cuatro bisoños contemporáneos.

Para la pequeña mayoría.
A mí, personalmente, esta vocación de worstseller me resulta sencillamente una falta de responsabilidad. Un escritor que trabaja, y además lo reconoce, para que nadie le lea es como el carpintero que persigue que, al sentarse en la silla que ha fabricado, su cliente se parta la crisma. Lo de que se afana para los lectores futuros tampoco me vale. No me vale oír: mire usted, la silla puede resultarle incómoda, pero es que yo la he diseñado teniendo en cuenta la anatomía de nuestro directo descendiente biológico, cuya rabadilla, dentro de dos mil millones de años, la encontrará de lo más mullida. Escritor sin lector es un contrasentido, como emisor sin receptor, como una tijera para un palmípedo. Uno redacta sus historias con el fin de conmover, de aleccionar, de distraer, de que le inviten a una copa, de que le inviten a una cama: el lector es el referente último de las frases solitarias que se encadenan en el estómago del ordenador o la hoja en blanco, y un escritor con sentido de la profesionalidad tendrá sus necesidades en cuenta y sabrá darle lo que exige. Por supuesto, cuenta con libertad para emplear los materiales a su antojo, introducir innovaciones, aprovecharse de la herencia de sus antecesores con el fin de improvisar nuevas formas sobre ella; pero para lograrlo, antes ha de saber escribir. Es fácil alegar que nuestras novelas no se leen porque nadie nos entiende, ni siquiera mamá. Personalmente, prefiero que me entiendan las personas que tengo a mi alrededor, cuyos abrazos, caricias o improperios suelen afectarme; las de quienes no han nacido todavía me resultan inofensivas.

miércoles, 10 de junio de 2009

El instrumento del diablo


La cofradía del arco. Entre los grandes compositores de la historia de la música existe una raza aparte: la de aquellos que tocaron el violín. Esto es, aquellos que antes o mientras tanto o sobre todo fueron reconocidos como virtuosos de dicho instrumento aparte de dedicarse a escribir conciertos, cantatas y óperas. Sus biografías ofrecen todas un irremediable aire de familia, pero los parecidos no acaban ahí. Asomémonos a sus retratos canónicos, a las efigies que de estos maestros nos ha legado la tradición, generalmente en forma de grabados que decoraban los frontispicios de sus colecciones de sonatas o de sus métodos didácticos para dominar el arco. Todos son iguales; todos se parecen; todos se antojan variaciones sobre un tema idéntico que se repite maniáticamente con los mismos giros. Vivaldi, Veracini, Tartini, Locatelli, Pugnani, Paganini: nombres que pueden corresponder indistintamente al mismo sujeto, un rostro dotado de una alarmante nariz aguileña sobre la que se derraman los rizos del cabello en desorden, un brillo de acero en la mirada, un cuerpo contrahecho del que sobresale, empuñado por la mano derecha, la silueta del diabólico violín. He dicho diabólico, sí. Lo cierto es que la mayoría de ellos terminaron por descoyuntar sus respectivos esqueletos a fuerza de adoptar las agónicas posturas que les exigía el instrumento, y tanto más en el Barroco, en que el violín todavía no se calzaba con la caja contra la garganta, sino a la altura del hombro. Pero la imaginación popular no atribuía esas deformidades a la exigente gimnasia del pizzicato y los trémolos, sino a causas más arcanas con olor a azufre: se debían a una connivencia con fuerzas oscuras. Más llanamente, a un pacto con el diablo.

La banda sonora del infierno. Porque así, durante siglos, ha sido conocido el tal vez más hermoso de los equipajes musicales: el instrumento del diablo. Las razones de dicha maldición se prestan a variadas y muy literarias conjeturas. En primer lugar está la exigente destreza técnica que parece necesaria para dominarlo y sonsacarle acentos que sobrepasen los maullidos de un gato en celo; además, dicen algunos, habría que alegar las ensoñaciones y el estado de hipnótica semiinconsciencia en que puede sumirnos su arrullo, y en el que caben visiones tanto celestiales como subterráneas (recordemos, en apoyo de esta última tesis, que Franz Schubert confesó haber experimentado la visitación de un ángel mientras asistía al adagio del tercer concierto de Paganini). Aparte, se encuentra la silueta innegablemente pecaminosa del instrumento: esas curvas, esas espirales, esa invitación a la carnalidad recuerdan por fuerza a la cintura de la mujer, madre y maestra del vicio, por lo que tocar o dejarse tocar por el violín equivaldría a dejarse perder en los oscuros placeres de su sexo. Por todo esto, el violín es anatema y progenie del infierno; y quienes se dedican a pulsarlo, haciendo gala además de una sospechosa pericia, son ahijados de Satanás.

El caso Paganini. Reconozcamos que muchos de los grandes violinistas del pasado disfrutaban con esos chascarrillos que los apartaban del mundo adocenado del pequeño burgués y fomentaban las habladurías sobre cuernos y rabo cada vez que contaban con la ocasión. El caso más famoso, quizá, es el de Niccolò Paganini, cuya monstruosa habilidad en el tañido de las cuerdas hizo indiscutible en los mentideros que había firmado un contrato con su propia sangre. Es verdad que las audacias de Paganini casi tocan el techo de lo que se puede hacer con un violín: manejaba indistintamente el arco con una u otra mano, practicaba pizzicatos de una velocidad enloquecida, era capaz de tocar con una o varias scordature, incluso ofreció conciertos con una sola cuerda, por no hablar de la delirante velocidad que hacía a sus espectadores perderse en medio del infinito subir y bajar de escalas entrecruzadas. Por todo ello, Paganini fue considerado unánimemente maldito y por eso, dicen, mereció en sus últimos días una cruel enfermedad que lo secó por dentro. Por supuesto, se le negó tierra sagrada a la hora de buscar tumba y su cuerpo tuvo que conformarse con pudrirse fuera de un cementerio, sin otros muertos para hacerle compañía.

La Sonata del Diablo.
Seguramente, el diablo es un violinista excelente. Así pudo comprobarlo el mismísimo Giuseppe Tartini cuando, una noche de 1714, lo vio en sueños ofreciéndole la cadenza de una sonata prodigiosa, como jamás había tenido ocasión de presenciar. Las garras de aquel enemigo de la humanidad se desplazaban sobre el mástil con la facilidad de las patas de un gorrión mientras el arco se movía arriba y abajo, arrancando a las cuerdas los acentos más conmovedores que ningún pentagrama había sido nunca capaz de registrar. Tartini asistió a aquel milagro infernal durante unos minutos que tal vez fueron horas, o que en su mente asombrada se dilataban como días enteros, porque en el sueño no existe el tiempo y conceptos como el de simultaneidad o atraso carecen felizmente de significado. Al despertar, sintió todavía durante algunos momentos que aquella música imposible flotaba en el aire de su dormitorio; luego corrió hasta un pliego de papel y trazó a toda prisa los escasos restos de la melodía que no le había arrebatado la vigilia. Esos pobres vestigios han quedado plasmados en el famoso Trillo del Diavolo. Gracias a él sabemos que el diablo es, cuando menos, un compositor solvente.

Sólo hay un Veracini. Como buenos fans de Satanás, los grandes violinistas se han caracterizado siempre por un temperamento fogoso y poco proclive a las componendas. Ahí tenemos, sin ir más lejos, al popular Antonio Vivaldi, que practicaba con las internas de su orfanato algo más que lecciones de música y cuyo cabello, violentamente colorado, parecía arder cada vez que las autoridades venecianas reprobaban sus licencias. En la misma estela de artistas desaforados se inscribe el personaje del que quería hablaros hoy, al que conocía de bastante tiempo atrás pero que sólo ahora, gracias a una grabación que acaba de caer en mis oídos, ha logrado en mis cánones uno de los más meritorios primeros puestos. Hablo de Francesco Maria Veracini. Hoy su nombre puede sonar al profano a viento en las ventanas, pero en su día fue sinónimo de un control sobre las cuerdas que en nada debía de envidiar al de Paganini y de composiciones llenas de elegancia y de frescura que se disputaban los más dorados aristócratas de Europa. Él parecía bien seguro de su valía. “Mientras Tartini –escribe el crítico Charles Burney, contemporáneo suyo– fue tan tímido y humilde que no encontró la felicidad sino en la oscuridad, Veracini se dejó llevar tan locamente por la vanagloria que solía repetir que, del mismo modo que sólo hay un Dios, sólo hay un Veracini”. Florentino, solía rodearse de oropeles, caballos caros y mujeres hermosas (o caballos hermosos y mujeres caras, que lo mismo da); poseía dos violines Stainer a los que adjudicó los nombres de Pedro y Pablo; el día en que Tartini, el tímido que asistía a los conciertos del diablo mientras dormía, lo oyó manejar uno de ellos cayó en un estado de estupor que le llevó a encerrarse para practicar por el resto de sus días; se atrevió a enmendar las sonatas para violín op. 5 de Corelli porque le molestaba su excesiva tosquedad; escribió una guía para compositores que lleva el explosivo título de Il trionfo della pratica musicale. El príncipe elector Federico Augusto se lo llevó a Dresde para amenizar sus sobremesas y escuchar música de fondo mientras conversaba con sus queridas. El ambiente en la corte no debía de ser muy distendido, porque más de una docena de instrumentistas, maestros de capilla y compositores de cámara habían ya dejado el lujoso Zwinger por la puerta de atrás. Veracini no fue una excepción; pero el modo en que lo hizo, harto original, ilustra quizá mejor que ninguna otra anécdota el talante de nuestro protagonista. Después de discutir agriamente durante horas con Heinichen, músico privado del príncipe, y con la estrella de los escenarios del momento, el castrato Senesino, Veracini decidió dar por zanjado el debate arrojándose por la ventana desde el segundo piso y marchándose andando tranquilamente por la calle aledaña. Desde aquel mediodía de 1722 necesitó el auxilio de una muleta.

Oberturas. Conocía ya el op. 1 de Veracini, sus espléndidas sonatas para violín y continuo dedicadas precisamente al elector de Sajonia y publicadas en 1721. Escribió otras doce en 1744; unas y otras constituyen la cumbre de su carrera y una de las cimas insuperadas del arte violinístico. Ahora acaba de caer en mi poder una selección de sus Oberturas (1716), al estilo de las de Bach y Telemann, donde muestra su profusión inventiva y comienzan a entreverse los derroteros, melódicos y tonales, que poco a poco irán a desembocar en el clasicismo. Música que el diablo hubiera aprobado sin duda: si, como dice el Rey Lear, el Príncipe de las Tinieblas es un perfecto caballero.

(Para los curiosos, hablo de Francesco Maria Veracini: Overtures. Musica Antiqua Köln, dirigida por Reinhard Goebel. Brilliant Classics 93893, reedición de una grabación de la Deutsche Grammophon de 1993.)

miércoles, 3 de junio de 2009

Sin principio ni fin


Cuándo y dónde. Lo primero que hago al llegar a casa después de comprar un libro es, naturalmente, olerlo. Luego aprecio los colores y el diseño de la portada, lo sopeso, compruebo la suavidad de las páginas y el carisma de la tipografía, y finalmente pienso en un hueco para él en algún rincón todavía desocupado de las estanterías. Pero antes de esa última asignación, me siento en el sofá con un bolígrafo; hojeo las páginas iniciales, las guardas, la página de respeto, el frontispicio; y en la que mejor se me ofrezca, estampo mi rúbrica con el lugar de la adquisición y la fecha. Es decir, el mes y el año. Lo hago para la posteridad. En primer lugar, para el yo que vivirá (con suerte) dos o tres décadas después de ahora y que quizá disfrute o sufra o no sienta nada al asomarse a aquel mes y año lejanos (indicar el día me parece excederme en miniaturismos suizos). Después, naturalmente, para mis comentaristas. Es decir, para las jóvenes rubias que algún día redactarán tesis doctorales sobre mi obra y agradecerán enormemente conocer de primera mano qué estaba leyendo yo cuando arrostré mi novela más ambiciosa, o para el bibliotecario de mi casa museo, que quizá decida colocar alguno de mis volúmenes en una vitrina, con las páginas abiertas como una gaviota. Heredé esta costumbre de mi abuelo. Él firmaba en la esquina superior derecha del libro, donde incluía una extraña matrícula de cifras y letras en que quedaban consignadas fecha y circunstancias de la compra. Luego, me convencieron los múltiples títulos de segunda mano que he ido obteniendo en traperos, librerías de viejo, saldos, donde siempre figura el apellido de una persona remota junto a un año ya desteñido, y, con suerte, incluso una dedicatoria, que con suerte es de amor. Esos son libros regalados de verdad: los de cumpleaños, aniversarios o jubilaciones sirven únicamente para evitar la placa, la corbata o el frasco de perfume. En fin, no sólo fecho los libros que compro, sino también los que escribo. Lo cual resulta mucho más problemático, enseguida veréis por qué.

De principio a fin. El motivo es el mismo que en el caso anterior. Me gusta reconstruir al individuo desaparecido que escribió aquel texto, compadecerme o dedicar una sonrisa de ironía a los dolores y júbilos que entonces le traspasaban: en suma, sentir la proximidad y a la vez la distancia que media entre ese familiar y yo, que ya he logrado superarlo, o abolirlo. El caso es que, al colocar la última frase de una novela, consigno siempre los lugares en que ha discurrido la labor de su construcción y el lapso de tiempo que dicha labor me ha exigido. Para entendernos, y por ejemplo, mi próxima novela (que saldrá en setiembre, y de la que ya hablaremos largo y tendido en este nuestro blog) lleva un buen punto y aparte tras el último párrafo del epílogo en el que se lee: Calañas / San Juan de Aznalfarache / Rota, enero de 2007 – setiembre de 2008. Lo cual quiere indicar que Tormenta sobre Alejandría, que así se titula, fue compuesta en esos tres lugares, en espacios entre clases, en una habitación junto a la cual un niño de un mes empezaba a despertar, en un apartamento playero, en mitad del desierto de la siesta. En cuanto al tiempo, me tomó más o menos lo que indican los números: diecinueve meses de desvelos, tramas, personajes que buscan su redención, paisajes, dudas. Pero en el más o menos está la trampa. Porque ¿realmente sabe uno cuándo comienza una novela y cuándo se interrumpe? ¿En qué punto exacto del continuo espacio-tiempo da inicio la gestación y en qué otro momento se considera adulta, cristalizada? En mi caso, los números obedecen a una mera convención: el día en que escribo la (probable) primera línea y el día en que escribo la (probable) última. Pero voy a defender aquí que esas fechas, como todas, no significan nada; porque la novela siempre estaba ya ahí antes y nunca llegará a desaparecer. El hecho de su redacción y publicación es meramente aleatorio, como el hecho de que el dorso de una cordillera submarina llegue a rebasar el nivel del océano y a constituir un archipiélago. Si buceas en un escritor, encontrarás que está plagado de barcos hundidos: y que algunos de ellos ni siquiera llegó a ser botado.

La historia que ya estaba allí. Porque la novela no comienza en el momento en que uno se pone a escribir: esa es sólo, digamos, la parte mecánica. Antes existe un largo interregno de cábalas, cálculos, intuiciones, correcciones, sospechas, miedos, en que se va desdibujando un mapa mental, mil veces rectificado, de lo que tal vez algún día llegará a conocer el papel. A veces, mientras uno pasea, o conduce, o besa a su esposa, u oye la música remota que procede de una ventana, siente la llamada de algo: un pensamiento, una imagen, incluso una frase que sabe que pertenece a una historia. Durante semanas, meses o años esa historia lucha por desenredarse y volverse inteligible en el interior de nuestro cerebro, y entretanto va engordando, llenándose de porquería, mezclándose con objetos extraños que, a veces, la vuelven irreconocible. Si alguien me abriese ahora el cráneo en dos, lo encontraría atestado de historias en gestación, larvas de historias almacenadas en celdillas que esperan a convertirse en abejas y empezar a zumbar. Lo que llega a las librerías es sólo el resultado, la jalea real, del largo proceso anterior. En realidad, Tormenta sobre Alejandría arrancó mucho, muchísimo antes de ese enero extraviado que acuño en su página final: antes fue la autobiografía de un escriba romano, un tapiz de testimonios sobre la destrucción de la famosa Biblioteca, una trama fantástica en torno a una extraña entidad que devoraba las palabras de los volúmenes. Un día, acaso con esfuerzo, esa historia entró en la realidad y cobró la forma de la palabra. Pero lo curioso es que, a pesar del punto final, no se ha marchado todavía. Nunca se marchan. Igual que los muertos que amaste siguen contigo en alguna parte, en algún sótano de tu alma desde el que se alzan para hacer de figurantes en tus sueños u ocupar tus ratos de aburrimiento, en medio del café o la ducha.

La amenaza de la nada. Los libros no se publican para que otros se asomen a sus páginas, los lean, salgan a conocer el mundo: se publican para que el escritor se desembarace de ellos. De lo contrario, seguirán amenazándole con nuevas ramificaciones, seguirán sugiriéndole desde el pulmón del ordenador o el fondo del escritorio que tache, reforme, cambie un personaje o anule un episodio para sustituirlo por otro. Después de enviarlo al editor, parece que echar a ese vampiro de casa es posible: pero no hay manera, incluso años después de pasar por la imprenta los libros siguen aproximándose al borde de tu cama en mitad de la madrugada y siguen susurrándote palabras al oído. De modo que nunca desaparecen, ni con ristras de ajos ni con agua bendita. En realidad, lo que nunca llegó a nacer no puede morir. Por eso la literatura es una labor arriesgada: supone enfrentarse a la constante presión de lo que no es, de lo que no llegó a ser, de lo que no dejará de ser.