miércoles, 3 de junio de 2009

Sin principio ni fin


Cuándo y dónde. Lo primero que hago al llegar a casa después de comprar un libro es, naturalmente, olerlo. Luego aprecio los colores y el diseño de la portada, lo sopeso, compruebo la suavidad de las páginas y el carisma de la tipografía, y finalmente pienso en un hueco para él en algún rincón todavía desocupado de las estanterías. Pero antes de esa última asignación, me siento en el sofá con un bolígrafo; hojeo las páginas iniciales, las guardas, la página de respeto, el frontispicio; y en la que mejor se me ofrezca, estampo mi rúbrica con el lugar de la adquisición y la fecha. Es decir, el mes y el año. Lo hago para la posteridad. En primer lugar, para el yo que vivirá (con suerte) dos o tres décadas después de ahora y que quizá disfrute o sufra o no sienta nada al asomarse a aquel mes y año lejanos (indicar el día me parece excederme en miniaturismos suizos). Después, naturalmente, para mis comentaristas. Es decir, para las jóvenes rubias que algún día redactarán tesis doctorales sobre mi obra y agradecerán enormemente conocer de primera mano qué estaba leyendo yo cuando arrostré mi novela más ambiciosa, o para el bibliotecario de mi casa museo, que quizá decida colocar alguno de mis volúmenes en una vitrina, con las páginas abiertas como una gaviota. Heredé esta costumbre de mi abuelo. Él firmaba en la esquina superior derecha del libro, donde incluía una extraña matrícula de cifras y letras en que quedaban consignadas fecha y circunstancias de la compra. Luego, me convencieron los múltiples títulos de segunda mano que he ido obteniendo en traperos, librerías de viejo, saldos, donde siempre figura el apellido de una persona remota junto a un año ya desteñido, y, con suerte, incluso una dedicatoria, que con suerte es de amor. Esos son libros regalados de verdad: los de cumpleaños, aniversarios o jubilaciones sirven únicamente para evitar la placa, la corbata o el frasco de perfume. En fin, no sólo fecho los libros que compro, sino también los que escribo. Lo cual resulta mucho más problemático, enseguida veréis por qué.

De principio a fin. El motivo es el mismo que en el caso anterior. Me gusta reconstruir al individuo desaparecido que escribió aquel texto, compadecerme o dedicar una sonrisa de ironía a los dolores y júbilos que entonces le traspasaban: en suma, sentir la proximidad y a la vez la distancia que media entre ese familiar y yo, que ya he logrado superarlo, o abolirlo. El caso es que, al colocar la última frase de una novela, consigno siempre los lugares en que ha discurrido la labor de su construcción y el lapso de tiempo que dicha labor me ha exigido. Para entendernos, y por ejemplo, mi próxima novela (que saldrá en setiembre, y de la que ya hablaremos largo y tendido en este nuestro blog) lleva un buen punto y aparte tras el último párrafo del epílogo en el que se lee: Calañas / San Juan de Aznalfarache / Rota, enero de 2007 – setiembre de 2008. Lo cual quiere indicar que Tormenta sobre Alejandría, que así se titula, fue compuesta en esos tres lugares, en espacios entre clases, en una habitación junto a la cual un niño de un mes empezaba a despertar, en un apartamento playero, en mitad del desierto de la siesta. En cuanto al tiempo, me tomó más o menos lo que indican los números: diecinueve meses de desvelos, tramas, personajes que buscan su redención, paisajes, dudas. Pero en el más o menos está la trampa. Porque ¿realmente sabe uno cuándo comienza una novela y cuándo se interrumpe? ¿En qué punto exacto del continuo espacio-tiempo da inicio la gestación y en qué otro momento se considera adulta, cristalizada? En mi caso, los números obedecen a una mera convención: el día en que escribo la (probable) primera línea y el día en que escribo la (probable) última. Pero voy a defender aquí que esas fechas, como todas, no significan nada; porque la novela siempre estaba ya ahí antes y nunca llegará a desaparecer. El hecho de su redacción y publicación es meramente aleatorio, como el hecho de que el dorso de una cordillera submarina llegue a rebasar el nivel del océano y a constituir un archipiélago. Si buceas en un escritor, encontrarás que está plagado de barcos hundidos: y que algunos de ellos ni siquiera llegó a ser botado.

La historia que ya estaba allí. Porque la novela no comienza en el momento en que uno se pone a escribir: esa es sólo, digamos, la parte mecánica. Antes existe un largo interregno de cábalas, cálculos, intuiciones, correcciones, sospechas, miedos, en que se va desdibujando un mapa mental, mil veces rectificado, de lo que tal vez algún día llegará a conocer el papel. A veces, mientras uno pasea, o conduce, o besa a su esposa, u oye la música remota que procede de una ventana, siente la llamada de algo: un pensamiento, una imagen, incluso una frase que sabe que pertenece a una historia. Durante semanas, meses o años esa historia lucha por desenredarse y volverse inteligible en el interior de nuestro cerebro, y entretanto va engordando, llenándose de porquería, mezclándose con objetos extraños que, a veces, la vuelven irreconocible. Si alguien me abriese ahora el cráneo en dos, lo encontraría atestado de historias en gestación, larvas de historias almacenadas en celdillas que esperan a convertirse en abejas y empezar a zumbar. Lo que llega a las librerías es sólo el resultado, la jalea real, del largo proceso anterior. En realidad, Tormenta sobre Alejandría arrancó mucho, muchísimo antes de ese enero extraviado que acuño en su página final: antes fue la autobiografía de un escriba romano, un tapiz de testimonios sobre la destrucción de la famosa Biblioteca, una trama fantástica en torno a una extraña entidad que devoraba las palabras de los volúmenes. Un día, acaso con esfuerzo, esa historia entró en la realidad y cobró la forma de la palabra. Pero lo curioso es que, a pesar del punto final, no se ha marchado todavía. Nunca se marchan. Igual que los muertos que amaste siguen contigo en alguna parte, en algún sótano de tu alma desde el que se alzan para hacer de figurantes en tus sueños u ocupar tus ratos de aburrimiento, en medio del café o la ducha.

La amenaza de la nada. Los libros no se publican para que otros se asomen a sus páginas, los lean, salgan a conocer el mundo: se publican para que el escritor se desembarace de ellos. De lo contrario, seguirán amenazándole con nuevas ramificaciones, seguirán sugiriéndole desde el pulmón del ordenador o el fondo del escritorio que tache, reforme, cambie un personaje o anule un episodio para sustituirlo por otro. Después de enviarlo al editor, parece que echar a ese vampiro de casa es posible: pero no hay manera, incluso años después de pasar por la imprenta los libros siguen aproximándose al borde de tu cama en mitad de la madrugada y siguen susurrándote palabras al oído. De modo que nunca desaparecen, ni con ristras de ajos ni con agua bendita. En realidad, lo que nunca llegó a nacer no puede morir. Por eso la literatura es una labor arriesgada: supone enfrentarse a la constante presión de lo que no es, de lo que no llegó a ser, de lo que no dejará de ser.

5 comentarios:

Unknown dijo...

Tan hermoso como lúcido, amigo.

César dijo...

Como dijo alguien, la escritura de una novela no concluye, se abandona.

Unknown dijo...

O concluye únicamente cuando se publica (para nuestro descanso).

Javier Mije dijo...

Estoy por imprimir este magnífico texto y convertirlo en lectura obligatoria en los talleres de escritura. Afinado y poético.

Luis Manuel Ruiz dijo...

Gracias a todos, amigos míos, por vuestra fidelidad lectora. En realidad, las historias nunca se terminan; lo que se termina es la paciencia del que debe escribirlas. Abrazos a todos.