martes, 23 de febrero de 2010

Nada nuevo bajo el sol


En cierta ocasión el eximio Pablo de Santis, a quien considero la mayor lumbrera de la actual literatura en castellano, me comentó que andaba harto de leer historias y que se había pasado al ensayo. Uso la palabra ensayo en sentido más negativo que otra cosa, menos para indicar lo que es que lo que no: eso que en las estanterías de las librerías anglófonas figura bajo los rótulos de non-fiction. Y es cierto que a veces eso pasa. Quiero decir: igual que el organismo se cansa del chocolate cuando van cuatro tabletas, o de oír el mismo CD que rueda y rueda por la guantera del coche, fatiga leer cuentos. Quiero decir, cosas con presentación, nudo y desenlace en las que a personajes les pasa algo, o desean algo para conseguir lo cual deben arrostrar ingratas tareas y acongojantes peligros. A veces uno siente que las historias se repiten con una incomodidad mucho más molesta que el gazpacho, y que, como ya acuñaran el anónimo autor del Eclesiastés, Píndaro, León Felipe y muchos otros (porque la patente de dicho pensamiento no puede pertenecer a nadie), nihil novum sub sole.


Nuevas historias, nuevos argumentos, nuevos mares por descubrir. Ah, la canción del pirata... Cuánto nos gustaría, de veras, que ese librito que nuestro amigo del alma nos presta con la promesa solemne de que jamás has leído nada como esto, que ese mamotreto que el fajín anuncia como la novela más insólita del siglo XXI, que cualquier volumen, por tosco e insignificante que resulte a la vista, escondiera de veras un relato que de un modo u otro no hayamos surcado ya, cuyo fondo o superficie no hayamos recorrido en goleta o submarino. Pero es difícil, sí, y uno se cansa: a veces injustamente, pero la gran mayoría de ellas no. Por desgracia. O quizá no tanto, ahora que lo pienso.


Porque en realidad, si nos fijamos, uno termina por leer (o por ver, si hablamos de cine, oír si de discos, y así) sólo lo que sabe que no le deparará ninguna sorpresa. Entendedme: a cierta altura de la película uno ha adquirido tal cantidad de manías, viejos (cariñosos) prejuicios, anteojeras y poltronería que no tolera que le muevan del carril. Es más, uno termina por considerar la maldad o bondad de los productos artísticos dependiendo de si se acomodan o no a ese rasero arbitrario y lleno de pereza. Me decía una vez Blanca Riestra (si está por ahí a lo mejor se acuerda) que acabamos por leer sólo lo que nos gustaría escribir; lo cual es también cierto por pasiva y acabamos por escribir sólo lo que nos gusta leer, con lo que ya está liada... A ver: ¿cuántas intolerancias no acumula uno al cabo de treinta años (los míos) de lector? Y peor: ¿cuántas de esas intolerancias no se convierten en supuestas leyes sagradas de lo que debería o no debería ser un buen libro? Ejemplos personales: no soporto a) Las novelas que comienzan con un punto y aparte; b) La aparición de la palabra tío en el sentido coloquial de colega, amigo o similar, si no está siendo referida en estilo directo; c) Los diálogos en los que no se acote en algún momento qué personaje habla, porque acabo por liarme; d) Las descripciones basadas en personajes de la actualidad: “Sus alumnos le decían a X. que se parecía a Harrison Ford”; e) Los enclíticos, con lo cual me pierdo la mayoría de traducciones al castellano del siglo XIX y primera mitad del XX; f) Ciertas palabras-bomba, que pueden explotarte en la cara al menor descuido: zalamero, azulino, glabro, qué se yo; g) etcétera. Repito: supersticiones estrictamente personales que si aparecen, por un motivo u otro, en el libro que lees te inclinarán, aunque no existan auténticas razones de peso, a juzgarlo perverso, trivial, pesado, bobo o sencillamente mal escrito. Y habréis reparado, espero, en que sólo menciono cuestiones de estilo y que no me meto con argumentos, personajes, atmósfera y demás, donde podríamos perdernos con no menos facilidad que Pulgarcito en el cuento.


Conclusión: que uno se cansa de no encontrar nada nuevo, sí, pero es que tampoco desea en el fondo nada nuevo. Quiere, a lo mejor, lo mismo pero más condimentado, o con algún ingrediente insólito, o en un plato de diferente color, o aliñado de otra manera. Hacer arte, parece, consiste en teñir la piel de animales disecados.


(Pero en realidad yo quería hablar de la lectura de ensayos, que es lo que me ocupa en estos días, y en especial de uno de mis géneros favoritos, la divulgación científica: asunto éste que demoraremos hasta la semana que viene. No separéis, niños, la oreja de vuestro receptor.)

martes, 16 de febrero de 2010

Diccionario de arena


Las palabras también se oxidan cuando se las deja a la intemperie. Un leve manto de escoria roja les crece sobre el caparazón, y poco a poco, casi sin darnos cuenta, comenzamos a dejar de ver lo que guardan dentro. Seguimos utilizándolas para nuestros propósitos, sirviéndonos de ellas como alicates y martillos, como si tal cosa: hasta que un día, de repente, resulta que la estrella y la ranura del tornillo no coinciden, que no hay forma de acoplar el verbo con la realidad. Dicho de otro modo: las palabras son fósiles, cristalizaciones, gotas de ámbar en los que se recoge una experiencia primera. Pero al usarse muchas veces, al desgastarse, cuando el filo se mella, acaban por no corresponder a la vivencia que las generó. Amor: ¿puede hablarse impunemente, en el mismo sentido, de amor fraterno, amor platónico, amor a la patria, amor por los adjetivos? ¿Hay algún tipo de puente común que realmente conecte todas esas sensaciones de euforia, moralidad, preferencia estética, afinidad? ¿Puede la tosca palabra azul englobar por igual el firmamento, el mar de mediodía, el zafiro, los frescos del Trecento, el jersey de Tintín, esos ojos? Las palabras se cubren más y más de arena, y al cabo resulta complicado reconocerlas en el fondo del desierto. Así que aquí traigo yo mi cubo, rastrillo y pala, inspirados por los ejemplos, entre otros, de Ambrose Bierce (Diccionario del diablo), Gustave Flaubert (Dictionnaire des idées reçues) y Ernesto Sábato (Uno y el universo) ¿Qué significan del todo, in nuce, clásico e infierno, convicción y miedo?


Clásico: adj. m. Objeto contundente de piel y papel biblia en cuyas profundidades se esconde un libro.

Conocimiento: n. m. Esa cosa minúscula y remota que se ve en una esquina de la ignorancia.

Convicción: n. f. Esfuerzo ímprobo de la voluntad mediante el cual alguien se asegura de creer en lo que cree.

Infierno: n. m. Mundo subterráneo similar a éste en el que los que sufren además se lo merecen.

Inteligencia: n. f. Método para pasar desapercibido.

Miedo: n. m. Técnica radical de rejuvenecimiento sin necesidad de cirugía. / Comprensión súbita e intuitiva de las verdaderas intenciones de los otros.


El resto del idioma, para más adelante.

lunes, 8 de febrero de 2010

Dostoievskiana: El Jugador






Esta misma tarde
, a partir de las 20 horas, pronunciaré una ponencia sobre El Jugador de Dostoievski en la Casa del Libro de Sevilla, calle Velázquez, número 8, dentro del programa del club de lectura que dirige Manuel Gregorio, con el que hace unos cuantos años ya que suelo colaborar. Como es de prever que la gran mayoría de vosotros tendrá cosas mejores o más perentorias que hacer que escucharme, os dejo aquí un extracto de mis futuras palabras, para que no digáis luego por ahí que no os aviso. De todos modos, cualquiera que se asome a verme el careto será bien tan recibido como manda la cortesía, está de más.


Para redactar las siguientes notas, he recurrido a la información aportada por Rafael Cansinos Assens (en el primer volumen de Dostoievski, Obras Completas, RBA, 2004), Isabel Martínez (“La gran novela rusa”, en AA. VV., Historia de las literaturas eslavas, Cátedra, 1997, páginas 1129-1134), Léon Thoorens (Literaturas eslavas, balcánicas y escandinavas, Flandes y Países Bajos, Daimon, 1977, páginas 87-108) y Carlos Pujol (prólogo a El Jugador, Salvat, 1969). Naturalmente, las ideas más sensacionales que rozo en mi exposición no me pertenecen: son cosecha de Vladímir Nabokov en su siempre sorprendente Curso de literatura rusa (Ediciones B, 1997).


Mi primer contacto con Dostoievski tuvo lugar durante la adolescencia. Leí en apenas dos semanas los casi cuatro centenares de páginas en papel biblia que ocupaba Crimen y castigo en la biblioteca de mi padre: era un volumen de Clásicos Rusos con el Kremlin debidamente grabado, oro sobre piel, en la portada. Debo decir que me cautivó; y cuando luego, en una versión barata comprada en una librería de segunda mano, caí sobre Los hermanos Karamázov, el encanto fue aún mayor. Creo entender por qué: Dostoievski es literatura para adolescentes. Desde luego, puede disfrutarse en otras etapas de la vida, pero me parece que sólo en esa época de indefinición, cuitas y ajuste de cuentas con el mundo se puede extraer su jugo auténtico. Alego dos motivos para mi afirmación. El primero, el estilo algo efectista y destemplado de su prosa, unánime en todas las traducciones a todos los idiomas. Cuando crecemos nos volvemos algo más exigentes con las formas y tienden a resultarnos pesados y pocos dignos de crédito tantos aspavientos, tantas reflexiones cariacontecidas; sin embargo en la adolescencia todo es perentorio, inmediato, crucial: toleraremos de muy buena gana soflamas inacabables sobre la riqueza de la dignidad y la importancia de Dios en nuestros juicios éticos. Y esto nos lleva al segundo motivo: el tremendismo. Dostoievski es tremendo, siempre. No soporta la banalidad, igual que no soporta el humor (una de las pocas excepciones, sin embargo, se encuentra precisamente en El Jugador). En el universo del ruso todo aparece pintado con colores extremos: no existe uno de sus personajes que merezca la categoría de normal. Prostitutas, desheredados, asesinos, alcohólicos, tarados, epilépticos. Incluso el que de lejos puede parecernos medianamente corriente muestra un complejo de culpa o una infancia achicharrante en cuanto nos acercamos a sus zapatos. Esa, creo yo, es la razón fundamental de que Dostoievski resulte una lectura idónea para los quince años: la edad en que nos sentimos solos, únicos en el mundo, lisiados a nuestro particular modo, aislados, intransferibles, outsiders. Dostoievski es alimento para niños burbuja.

Así nos vemos en el umbral de uno de los rasgos más característicos de su literatura. Que es este: el retrato, fiel hasta lo clínico, de tipos desquiciados. Decía Nietzsche que todo lo que sabía de psicología lo había aprendido en Dostoievski, y habría que darle la razón al menos en lo que se refiere a psicología patológica. A finales de los años treinta, S. Stephenson Smith y Andréi Isotoff (“The Abnormal from within: Dostoievski”, en The Psychoanalitic Review, XXII) categorizaron a sus protagonistas dependiendo de la enfermedad que los atormentaba: epilepsia (el príncipe Mischkin, Smerdiákov, Kirílov, Nellie); demencia senil (el general Ivolguin, la abuela de El Jugador); histeria (Lisa Jojlákov, Lisa Tuschin); psicopatía (Stavroguin, Rogochin, Raskólnikov, Iván Karamázov). La predilección por los enfermos mentales aporta un timbre muy especial a los relatos del autor así como una serie aneja de ventajas y de inconvenientes. Entre los primeros ha de contarse la capacidad para asomarse, según dejan constancia todos los manuales canónicos, a los abismos más turbios del alma humana y de registrar todos sus recovecos y anfractuosidades: Dostoievski ha sabido fotografiar mejor que ningún otro los amaneceres fríos del anhelo y la torridez de la obsesión. En cuanto a defectos, el primero y principal es que, al convertirse en adalid de lo anormal, apenas podemos entender o compadecernos de las acciones de sus criaturas. Todo es posible en ellas, porque todas rehuyen la fórmula, el término medio, el tipismo: Borges se lamentaba en su prólogo a La invención de Morel de que “los rusos y los discípulos de los rusos” nos hayan habituado a una serie inacabable de violaciones contra el sentido común como asesinos por piedad, prostitutas de la virtud e iluminados que de pura fe se arrojan en los brazos del nihilismo. Si alguien imputara a Dostoievski que sus personajes no son entes reales, sino caricaturas o bosquejos grotescos de internos de psiquiátrico, él podría respondernos, con razón, que jamás intentó representar a seres triviales como usted o como yo, de los que pueden encontrarse al abrir el portal de cualquier casa de vecinos. Y surge la sospecha: y si su constante reincidencia en caracteres malvados, fangosos, humillados y ofendidos proviniera precisamente de la incapacidad para pintar personas de andar por casa, de las que no necesitan invocar a Dios o al diablo cada vez que se enfundan los pies en las pantuflas.


Desde lejos, Dostoievski suena al lego a nublado, plúmbeas ediciones de millares de páginas y digestión que exige bicarbonato; y basta con ponerse un poco a su altura para comprobar que esa impresión es falsa: sus narraciones resultan distraídas, tienen presentación, nudo y desenlace, sus personajes son tibios, a veces saltamos los párrafos casi sin mirar, pendientes de la conclusión. Ahora nos parecerá mentira, pero Dostoievski fue en su tiempo un autor popular, que vendía libros como rosquillas. Le acompañó la aclamación tanto del público como de la crítica, que según las carátulas editoriales es el súmmum de la consagración literaria: se ha convertido en legendaria esa anécdota según la cual el crítico Nekrasov corrió a despertarle a las tantas de la madrugada después de haber leído Pobres gentes porque no podía evitar que la emoción rebosara como champán por cada poro de su cuerpo. Dostoievski, como Whitman, como Zola, como Hemingway, era un escritor entrenado en las rotativas. Sus obras, envueltas hoy en solemnes ediciones de curtiduría, vieron la primera luz en forma de folletín por entregas en los periódicos con los que colaboró o que fundó él mismo, como Vremia (El tiempo) y Epoja (La época), en 1861 y 1864, respectivamente. La presencia de la literatura mayoritaria, folletinesca, barata es constante en su prosa. Sus obras resultan eficaces (y un tanto decepcionantes para sibaritas como Nabokov) precisamente porque saben aprovechar dos de las principales corrientes de subgénero literario imperantes en su época: la novela sentimental y la de crímenes. Las pasiones de los personajes, los amores tortuosos, a veces imposibles, las declaraciones explosivas vienen influidas por clásicos de la literatura de alcoba que en aquel mismo entonces, o poco antes, estaban siendo introducidos en Rusia para consumo masivo: la Pamela de Richardson, las Confesiones de Rousseau, los huérfanos de Dickens. Y en cuanto a la presencia de sangre, culpa y detectives que tanto llama la atención en su universo, hemos de recordar que por entonces pululaban con entera libertad por los quioscos los romances truculentos de Edgar Poe, las novelas góticas de Anne Radcliffe y Walpole, o el mamotreto Los misterios de París, de Eugène Sue. Dostoievski maneja esos mismos clichés en beneficio propio: es lo que hace que todavía resulte legible, fresco, inmediato a un lector de hoy.


Pero, claro, no todo es yogur en las tramas. Nuestro lector actual se siente repelido por esas peroratas interminables, o esos dilemas estomagantes a los que las criaturas de Dostoievski parecen entregarse en cuanto les ofrecen una leve excusa para ello. Las páginas finales, por ejemplo, de Crimen y castigo (con esa comunión evangélica entre Raskólnikov y Sonia) o de Los hermanos Karamázov (el discurso de Aliosha sobre la piedra, pase, pero ¿y las parrafadas del juicio de Mitia?) invitan a abandonar el libro sobre el sofá y entregarse a calistenias más agradables cerca de la almohada o la barra del bar. Esto forma parte, creo yo, del incómodo fondo místico que envenena toda la literatura, toda el alma rusa. Dostoievski es un narrador aceptable, que nos describe el calvario de sus protagonistas y las peripecias, emocionales y hasta jurídicas, que han de atravesar para obtener algo parecido a la felicidad, o a la paz de ánimo. Pero eso no viene solo: se le adosa, siempre, un incomprensible tonillo parroquial, un recuerdo que huele a colegio de monjas de que Jesús mora entre nosotros. No es algo privativo de nuestro autor: el propio Tolstoi, seguramente la mayor lumbrera de la literatura de ese rincón de Europa, fluctuó durante toda su vida entre la creación pura, desembarazada de todo remilgo moral, y la dedicación a tareas de cura de pueblo; se murió, de hecho, en una estación de tren pésimamente acondicionada mientras iba camino del monasterio. Quizá los motivos para la religiosidad (ciertamente peculiar) de Dostoievski hayan de buscarse en su biografía: comprometido primeramente con el pensamiento progresista de corte europeo, su credo virará de manera tajante hacia el cuartel y la sacristía tras los lamentables acontecimientos de 1849, su condena a muerte y posterior destierro en Siberia. Aunque yo creo que se trata de un mal endémico del espíritu de las estepas. Ya Alejandro I, el zar que venció a Napoleón, definía su imperio como la salvaguarda espiritual del mundo, hipérbole en el que le secundarían no pocos escritores y filósofos (digámoslo así) de su patria. La incapacidad de acción política, el estatismo social, la petrificación de las instituciones impedían a los intelectuales rusos pensar en términos de revolución, cambio, avance: la única regeneración posible pasaba por negar la materia. Y es por eso que la mayoría de los autores rusos (los levíticamente rusos, no los europeizados) dispongan de línea telefónica directa con el cielo antes que con sus contemporáneos.


Pasemos a El Jugador. Nos hallamos ante una obra menor a todas luces de su autor, tanto en extensión como en miras. Creo que no se trata de un título representativo de Dostoieski, a pesar de ser uno de los más difundidos en las colecciones de clásicos; faltan algunos de los rasgos característicos que he mencionado antes, como la moralina, la intríngulis criminal, la miseria. Sí hay otros, sin embargo, que convierten la obra en reconocible: la relación entre Alexéi Ivánovich y Pólina (en especial esos diálogos a los que sólo les falta música de violín) casi destilan ron, por el exceso de azúcar y de alcohol de quemar; los infiernos interiores del protagonista, su adicción por la ruleta, nos recuerdan que no nos hallamos en presencia de un carácter rectilíneo. Quizá resulte interesante recapitular que El Jugador fue escrito al mismo tiempo que el primer gran clásico de su autor, Crimen y castigo. La leyenda es edificante, o al menos decorativa: acuciado por las deudas, Dostoievski se compromete ante el editor Stellovski a entregarle un relato inédito antes de octubre de 1866; pero durante todo el verano de ese año, así como durante el invierno precedente, trabaja sin cesar en Crimen y castigo, cuya primera parte saldrá a prensa en El mensajero ruso de enero del 66; la fecha crítica se aproxima: si incumple su contrato con Stellovski, el escritor se enfrenta a las miserias paralelas de la prisión, el embargo, la vergüenza; toma una decisión salomónica, ya en setiembre: trabajará en la segunda parte de Crimen y castigo durante la mañana y hará lo propio con la otra novela por las tardes; aun así el tiempo le escasea y debe contratar una taquígrafa, a la que dictará El Jugador en voz alta; esta taquígrafa se enamora del escritor mientras sigue las desdichas de Alexéi Ivánovich, Pólina y el general; acaban por contraer matrimonio poco después: ella es Anna Snitkina, la segunda y más sólida de sus esposas. Ante semejante anécdota sobre su redacción, uno casi tiende a relegar la novela a un segundo plano.


Hay algo en El Jugador que llama la atención en cuanto se la compara con el resto de las producciones mayores de Dostoievski: el papel del narrador. Se trata de uno de los escasos ejemplos que ofrece su corpus, si no el único, de relato en primera persona. Esto debe de estar relacionado con la cercanía, física y moral, que unen las experiencias de Alexéi Ivánovich, el protagonista de la novela, con las del propio autor. Que era un ludópata suicida lo registran todas las biografías, sobre todo esas que gustan de refocilarse en el lado romántico o miserable de los grandes hombres. Dostoievski fue un famoso kamikaze en los tapetes de Wiesbaden, la Rulettenburg de la ficción. Se sabe que durante su primer tour por Europa en 1862, convertido en exitosa promesa de las letras eslavas, se dejó la mitad de sus cuartos en la ciudad balneario suiza. Y al año siguiente, camino de París, con su esposa agonizando en el remoto Petersburgo, hizo una nueva parada que le reportó la nada desdeñable suma de cinco mil francos. Pero la suerte, como nos enseña su propia narración, se parece a los gatos mal criados y suele responder con arañazos a quien intenta acariciarla por segunda vez. De regreso de París, en compañía de su amante Pólina Suslova (el nombre ya lo dice todo), hubo una recaída en Baden-Baden que le costó la totalidad de sus ahorros, incluso su reloj y el anillo de oro de la Suslova. No escarmentó (nadie escarmienta: se cansa): en el verano de 1865 volvió a Wiesbaden y volvió a la bancarrota; con un agravante: cansada de diezmar su ajuar, la Suslova le dejó sin hombro sobre el que lamentarse.


Así que cuando Stellovski le intimó a que cumpliera su contrato y, lleno de pánico, Dostoievski se puso a pensar en posibles argumentos para una novela, no tenía más remedio que servirse de lo más inmediato y visible, de lo que había más a mano: sus infiernos domésticos de jugador. Por lo demás, lo mismo que en la elección de tema, la obra deja sentir a las claras que ha sido redactada deprisa y corriendo, a todo meter, sin detenerse en superfluidades ni notas a los márgenes. Al haber sido sometido a empujones, el autor no ha tenido ocasión de hurgar en las heridas de sus personajes y por eso faltan la introspección y el regodeo en el sufrimiento de sus títulos mayores; lo mismo sucede, por fortuna, con los sesudos dilemas morales y los actos de contrición que prestan a sus grandes relatos ese olor a pelo quemado o el aspecto de una frente surcada de arrugas. Comparada con sus otros mamotretos, El Jugador casi parece una novela de Julio Verne: la acción es más dinámica, el tono más ligero, las anécdotas más banales, la atmósfera incluso jovial. Hablar de humor en Dostoievski casi resulta una contradicción en los términos, pero el lector se encuentra sonriendo, sin advertirlo, en diversos rincones: ante las ridículas ínfulas del coronel, ante los desplantes de la abuela, ante la astracanada de Alexéi Ivánovich con la baronesa Wurmerhelm, ante el comportamiento de los polacos imprecisos que rodean a la abuela en la mesa de juego. Es como si Dostoievski, más escritor y menos profeta que nunca, se hubiera limitado a registrar la comedia humana que le rodea, con sus brillos y sus penumbras, y hubiera dejado de lado el intento, por lo demás innecesario, de extraer de ella una moraleja.



En realidad, la estructura de El Jugador no presenta ningún enigma. También a la hora de montar el andamiaje de su ficción Dostoievski se conformó con lo que tenía más cerca: el folletín romántico puro y duro. Nos hallamos ante una novela rosa adulterada, barnizada de otro color, con un peinado distinto. Tenemos delante la crónica de un amor imposible: el de la excelsa Pólina, de clase alta, inteligente y rabiosa, y Alexéi Ivánovich, culto, servil y desquiciado (o sea, ruso). El amor es imposible porque diversas barreras separan a los amantes: la diferencia social, los problemas monetarios de ella, la perfidia de De Grillet, que aquí hace más o menos de villano y seductor de vírgenes incautas. Con el fin de merecer los abrazos de su dama, Alexéi Ivánovich se arroja a una prueba de valía, al enfrentamiento con el dragón: gana una suma obscena en la mesa de juego. Pero no todo es tan fácil, la historia no puede acabar bien o no estaríamos hablando de Dostoievski. La doncella ya se ha cansado de esperar y se ha dejado abrazar por otro, con lo que al protagonista no le queda más que la muy meritoria y reputada salida de la autodestrucción. Por si alguien tiende a dudar sobre la filiación rosa del argumento, no hay más que echar un vistazo a la conversación final entre Alexéi Ivánovich y Míster Astley: esa “voz temblorosa” y esas “lágrimas a raudales” son tajantes:


“—Para que lo sepa —dijo míster Astley, con voz temblorosa y ojos centelleantes—, para que lo sepa, hombre ingrato e indigno, mezquino y desgraciado, he venido a Homburg porque ella me lo ha pedido especialmente, para verle a usted, hablar con usted larga y seriamente y comunicarle a ella después todo: sus sentimientos, sus ideas, sus esperanzas y… ¡sus recuerdos!

¿De veras, de veras? —exclamé yo, y las lágrimas brotaron a raudales de mis ojos. Creo que era la primera vez en toda mi vida que no pude contenerlas”. (Traducción de José Laín Entralgo. Salvat, 1969, página 187.)


El autor adereza este esquema eterno, de éxito garantizado, con ingredientes de su propia cosecha: principalmente, la búsqueda de extremos y la invención de caracteres o conductas aberrantes. Eso queda muy bien retratado en el personaje de Pólina, un logro por otra parte; la típica heroína dostoievskiana, no menos bipolar que una batería, al mismo tiempo virtuosa e irascible, apasionada y gélida, dulce y terrible: ¿alguien sabe de veras por qué Pólina ordena a Alexéi Ivánovich que se burle de la baronesa Wurmerhelm, colocando a la familia en una situación aún más angustiosa de la que ya padece? ¿Alguien puede enunciar los motivos reales por los que no acepta el dinero de Alexéi y se lo arroja a la cara, a pesar de que lo desea y lo necesita? Pero sobre todo el resto descuella, por su poder de penetración psicológica, el retrato de la babúlinka, la inolvidable abuela, cuya aparición parte el relato en dos y le sirve de eje; Dostoievski borda un ejercicio de virtuosismo al describir su sordera, su altivez, la fortaleza que rápidamente degenera en desorientación al encontrarse frente a la ruleta. Comparado con esa cima y con otras menores, como la figura del coronel, perfectamente trazada a pesar de su discreto segundo plano, los demás caracteres pecan quizá de algo de tosquedad: De Grillet y Míster Astley resultan lejanos y casi de papel, tal vez por ser extranjeros; y es que los prejuicios sobre países e idiosincrasias nacionales resultan de lo más indigesto, por cateto y estrecho de miras, de todo lo que puebla la obra. Y hasta aquí puedo leer, así, a bote pronto.



martes, 2 de febrero de 2010

Entre traidores




Esta semana, por motivos que no vienen al caso, me he visto engolfado en la relectura de El jugador de Dostoievski (los clásicos no se leen, se releen: norma elemental de la persona culta). Y entregado a tan esforzada tarea, me he topado con una evidencia que no puedo dejar de consignar en este blog, vocero de toda inquietud intelectual, artística o gratuita de su autor. Mucho me temo que no sorprenderá a nadie: no vale fiarse de las traducciones. Cuando lees una traducción, no lees al autor, sino a quien lo vertió en tu idioma. Más: ni siquiera lees a quien lo vertió, sino a su época, a sus periódicos, a sus conventillos, sus cenáculos, sus anuncios por palabras. (Evidencia números dos, en la que no entraremos por ahora: en realidad nunca leerás al autor, porque ni su época, ni sus periódicos ni sus cenáculos son ya los tuyos; un abismo de sobreentendidos os separa. Si el idioma de cada momento o lugar es un planeta —Wittgenstein dixit—, entonces lo que lees, lo que tratas de leer, es la lengua de los alienígenas.)


Según testimonia una nota a bolígrafo en la página de respeto, adquirí el primer volumen de las Obras Completas de Dostoievski en marzo de 2004. Tengo aquí delante el tomo, profundo e inmenso: una reedición facsímil de las Obras Completas que Aguilar publicó en 1953, con traducción directa del ruso, introducción, prólogos, notas y censo de personajes por Rafael Cansinos Assens, Correspondiente de la Real Academia de Buenas Letras, etcétera. Mi admiración por Cansinos viene de lejos, impulsada principalmente por la admiración de mi amigo Manolo Haro; Manolo ha recorrido varias veces sin que su veneración desfallezca la Novela de un literato, donde se retrata la bohemia madrileña de 1920, y ha seguido con parejo fervor los avatares biográficos y familiares de Cansinos por las bibliotecas y su ciudad natal, Sevilla, esa otra biblioteca (todas las ciudades son bibliotecas; toda biblioteca oculta una ciudad). Un segundo motivo para mi admiración son los términos superlativos que Borges dedicó a la memoria de Cansinos. Ya sabemos que de vez en cuando Borges era dado a los extravíos, las ironías sin vuelta atrás o la simple boutade, pero es cierto que durante toda su carrera de escritor tributó honores sin cuento al nombre y la obra de quien consideraba su más firme maestro. (No sé qué decir. Borges también consideró maestros a Leopoldo Lugones y Evaristo Carriego.) En cierta ocasión, y aquí llegamos al tercer motivo de admiración, Borges afirmó (no cito avant la lettre) que Cansinos Assens “era capaz de saludar a las estrellas en catorce lenguas distintas”. A mí este alarde pentecostal me llena de maravilla y de alarma: yo, que siempre he amado las lenguas de los hombres, me inclino hasta torcerme la cerviz ante quien puede franquear con el mismo desparpajo informaciones de catorce periódicos distintos en catorce ciudades distintas del globo. O que puede, ya que vamos a ello, traducir a clásicos irrompibles de catorce literaturas distintas. Aunque sea a un castellano con olor a polvo y a ropa vieja.


Tiempo ha, ya había arrostrado yo la traducción de Cansinos de El doble, que Nabokov considera la novela más perfecta de Dostoievski. Confieso que estuve a punto de abandonar, y que conste que yo sólo dejo atrás libros en islas desiertas cuando su peso ya no me permite nadar con ellos. El idioma pesaba como una losa: a los enclíticos (diose, entrometióse, hablóse y así) había que sumar frases de sintaxis incomprensible (no sé si heredada del ruso) y una elección de términos que me resultaba más que dudosa (de acuerdo, el acervo del castellano es inagotable y bien gráfico, pero ¿es lícito apuntar que “Goliadkin daba valsones” en vez de tropezar o marearse?). Aun así, movido por los motivos de admiración que he apuntado más arriba, intenté una segunda oportunidad con El jugador. Y el resultado fue el mismo: pero aquí no pude nadar (tengo dos hernias) y me vine al fondo con Alexéi Ivánovich (Aleksieyi, escribe Cansinos), Pólina, la bábuschka y el resto de personajes. Tuve que buscar un sustituto. Lo hallé en la vieja librería de mi padre: el número 5 de la famosa Biblioteca Básica Salvat, que todo el mundo guarda amarilla y aritmética en el salón de casa es, precisamente, El jugador de Dostoievski, aquí piadosamente traducido (dice que también del ruso) por José Laín Entralgo. La diferencia en el castellano fue notoria y conseguí llegar más o menos a buen puerto (hasta que el libro, ya conocemos la colección, se me desencuadernó sobre las rodillas). La experiencia me sirvió para espigar varias reflexiones. En primer lugar, no dudo ni remotamente de la capacidad de Cansinos Assens para comprender el ruso, según revelan a las claras sus notas, indicaciones al margen y sugerencias de curiosa meticulosidad filológica; sí dudo en cambio, y mucho, de su capacidad para conectar con el lector de cincuenta años después. Cansinos escribe en el rancio e insostenible idioma de la generación de 1920, el mismo que vuelve ilegibles a Pérez de Ayala, a los novecentistas, y que avergüenza ciertas páginas de Ortega y Gasset. A mitad del capítulo V, volumen primero, página 723 en la edición de Aguilar (en realidad reedición de RBA), leemos:


“Se detuvo, respirando de su cólera. Por Dios que no sé si sería guapa; pero a mí siempre me gustaba mirarla, cuando así se me quedaba plantada delante, afanosa, y solía con frecuencia provocar con gusto su enojo”.


Esas aposiciones y esos giros verbales suenan a latín, por no hablar del galicismo de inspiración divina y del aturdimiento de las palabras afanosa y enojo. Más obsequioso con el español contemporáneo, Laín Entralgo (que traduce apenas diez años más tarde) explica:


“Se detuvo jadeante de cólera. Lo aseguro, no sé si es guapa, pero siempre me ha agradado mirarla cuando se detiene así ante mí, y por eso me gusta tanto provocar su cólera” (página 51 de la edición de Salvat).


Al releer ambas versiones, a mí me parece que uno compara a Henry James con Salinger (que en gloria esté).



Todas estas cuestiones me plantean un interrogante de no poco calado. En realidad, pensé, la lengua de Dostoievski, que escribía en 1866, podría hallarse más próxima al arcaísmo de Cansinos que a la frescura de Laín, con lo cual la traducción más apropiada sería la del primero. Pero eso convertiría la obra en un objeto mucho más inasequible y, en cierto sentido, la inutilizaría. En fin: ¿qué debe hacer el traductor en semejante situación? ¿Atenerse a un estilo que es caduco, amarillea o simplemente resulta defectuoso? ¿Actualizar la lengua para convertir la obra en un producto atractivo a los lectores actuales? ¿Tiene derecho el traductor a mejorar la obra? ¿De quién es la obra, pues? La persona que lea inglés se habrá dado cuenta de que la traducción de Cortázar mejora ostensiblemente, a nivel de estilo, los tremendos cuentos de Edgar Allan Poe, cuyos adjetivos y períodos llenos de pedantería soliviantan al más pintado. ¿Es correcto, esto? El traductor es un traidor, sí, pero ¿podría trabajar para la posteridad?