jueves, 24 de marzo de 2011

A mano y a máquina



A menudo la gente se sorprende, se espanta o simplemente arquea las cejas cuando se entera de que sigo escribiendo a mano. Mis novelas, aunque también ciertos artículos: algo que no exija una salida urgente hacia los rotativos o donde yo considere que el estilo ha de estar especialmente medido. Por ejemplo, en las ficciones breves: en esos textos en forma de camafeo donde el efecto general depende de la cuidadosa orfebrería de las piezas. Escribo a mano, sí: pertenezco a otro siglo.

Como a otras muchas manías que acumulo en el acto de escribir (entre otros actos que me callo), a esta no se le puede ofrecer una explicación sencilla. Como a la manía de escribir sobre papel de colores (verde, amarillo, azul pastel). Como a la manía de usar un bolígrafo de punta fina (el BIC naranja). Como a la de usar continuamente y pasarme de mano a mano y estrechar, estrujar, hacer girar, descoyuntar un viejo atacapipas mientras redacto las frases. Todos son involuntarios reflejos o sombras del proceso de escribir, del acto de la creación, del parto. Sea lo que fuere que esa cosa signifique, que tampoco yo lo sé.

Empecé a escribir en las hojas sobrantes de mis cuadernos de clase, o en papeles sin usar que mi padre, que trabajaba en una sucursal bancaria, nos traía del almacén. En aquel tiempo yo consideraba que mi dedicación a la pluma y al bolígrafo era una especie de minoría de edad y que había de llegar el día en que realizaría mis grandes obras en esas voluminosas y estridentes máquinas que los escritores usaban en las películas para escribir novelas de gángsteres: la Underwood, la Remington, la Corona. Luego, mi abuela materna me regaló una Olimpia portátil que mi abuelo había usado para escribir sus memorias y que tenía (tiene todavía, porque la conservo en mi despacho, con una postal de Kafka y otra de Haydn) las teclas rojas y la carrocería de color marfil. En esa máquina yo me hice, o creí que me hacía, mayor como escritor: me serví de sus tipos para componer los primeros cuentos que envié a concursos de pueblo y la primera novela que me publicaron. Luego pasé esa versión original a ordenador, pero la auténtica, la espontánea, la directa era la anterior. Las teclas han variado desde entonces bajo mis dedos en textura, grosor, tonalidad y tamaño, pero el bolígrafo se ha mantenido fiel a mis deseos: esa letra diminuta, incomprensible, ese hormiguero que fluye y fluye y llena mis folios de apretados signos en clave.

Pienso en una última cosa. Quizá el mayor placer de escribir a mano radica en el hecho de poder tachar. Algo que ni el ordenador ni la existencia nos permiten con facilidad.

martes, 8 de marzo de 2011

El incendio


Si este blog sufre últimamente un poco de anemia y apenas encuentro tiempo o fuerzas para poner algo (interesante) en él, es porque ando de trabajo hasta las cejas.

Trabajo manual, sí, pero también del que más cuesta: el que tiene lugar precisamente detrás de esas cejas. Acabo de terminar la primera redacción de una novela y ahora ando remirándola entre la perplejidad y el recelo, preguntándome (siempre igual) si habré escrito una genialidad o una soberana mierda. Suelo escribir mis novelas primero a mano, en una caligrafía tan minúscula que parece el código cifrado con que Da Vinci ocultaba sus revelaciones, y a continuación me torturo la retina corrigiéndola, rastreando imperfecciones y pleonasmos, haciendo de policía textual: esa es la fase que sufro ahora, y que sólo podría asociar al completo desasosiego del enfermo que se busca el tumor de donde viene la fiebre. Dentro de poco, si todo va bien, si las tachaduras no superan a los renglones sanos y si no he mandado todos los papeles a la basura, comenzaré con la fase de la versión a ordenador. Hasta que se me hinchen las falanges de tanto teclear.

El texto bruto yace en una carpeta amarilla que tengo a mi izquierda mientras escribo esto. Dicha carpeta me acompaña a todas partes, al trabajo y la biblioteca, porque cualquier momento es bueno para ponerse a repasar y el cerebro nunca descansa: rectifica, pone y quita comas que no ve, formula mentalmente alternativas que después, sobre papel, no resultan tan geniales, y vuelve una vez y otra sobre los mismos despojos. El caso es que algo me obsesiona siempre en esta frase del trabajo, mientras traslado de un lugar a otro el producto básico: perderlo. Y si me lo olvido en un autobús. Si se me resbala de las manos y cae en una alcantarilla. Y si arde al acercarlo demasiado a una estufa. Y si me lo roban. Todo eso puede suceder, como muestran muy bien diversas fábulas moralizantes.

Acaba de publicarse un librito de lo más recomendable, debido a Alexander Pechmann, con el título de La biblioteca de los libros perdidos (traducción de Juan José del Solar, Edhasa). En su censo de holocaustos literarios (libros que no nacieron o que murieron prematuramente), Pechmann menciona el caso ciertamente sangrante de Malcolm Lowry. Durante un par de años, Lowry ocupó una suave cabaña en las laderas del Canadá, donde, en compañía de su amante Margerie, se dedicaba a las tareas absorbentes de rescribir (siempre rescribir) y estudiar los secretos de la Cábala hebrea. Entre el enorme volumen de papeles que todavía no había dado a la imprenta, se encontraban la obra de su consagración, Bajo el volcán, y otra, titulada In Ballast to the White Sea, que debía constituir su culminación y su desenlace. El 7 de junio de 1944, la cabaña fue pasto de las llamas. Ardió todo lo que contenía, salvo sus dos inquilinos (y al menos uno de ellos consideró que habría preferido la inmolación). En el último segundo, Marjorie logró rescatar Bajo el volcán, pero el resto quedó entre los rescoldos. Horas y horas de desvelos, correcciones y talento entregados al humo, que es el destino final de todas las cosas.

Ahora, antes de salir de casa, miro mejor las estufas, por si las moscas.