A menudo la gente se sorprende, se espanta o simplemente arquea las cejas cuando se entera de que sigo escribiendo a mano. Mis novelas, aunque también ciertos artículos: algo que no exija una salida urgente hacia los rotativos o donde yo considere que el estilo ha de estar especialmente medido. Por ejemplo, en las ficciones breves: en esos textos en forma de camafeo donde el efecto general depende de la cuidadosa orfebrería de las piezas. Escribo a mano, sí: pertenezco a otro siglo.
Como a otras muchas manías que acumulo en el acto de escribir (entre otros actos que me callo), a esta no se le puede ofrecer una explicación sencilla. Como a la manía de escribir sobre papel de colores (verde, amarillo, azul pastel). Como a la manía de usar un bolígrafo de punta fina (el BIC naranja). Como a la de usar continuamente y pasarme de mano a mano y estrechar, estrujar, hacer girar, descoyuntar un viejo atacapipas mientras redacto las frases. Todos son involuntarios reflejos o sombras del proceso de escribir, del acto de la creación, del parto. Sea lo que fuere que esa cosa signifique, que tampoco yo lo sé.
Empecé a escribir en las hojas sobrantes de mis cuadernos de clase, o en papeles sin usar que mi padre, que trabajaba en una sucursal bancaria, nos traía del almacén. En aquel tiempo yo consideraba que mi dedicación a la pluma y al bolígrafo era una especie de minoría de edad y que había de llegar el día en que realizaría mis grandes obras en esas voluminosas y estridentes máquinas que los escritores usaban en las películas para escribir novelas de gángsteres: la Underwood, la Remington, la Corona. Luego, mi abuela materna me regaló una Olimpia portátil que mi abuelo había usado para escribir sus memorias y que tenía (tiene todavía, porque la conservo en mi despacho, con una postal de Kafka y otra de Haydn) las teclas rojas y la carrocería de color marfil. En esa máquina yo me hice, o creí que me hacía, mayor como escritor: me serví de sus tipos para componer los primeros cuentos que envié a concursos de pueblo y la primera novela que me publicaron. Luego pasé esa versión original a ordenador, pero la auténtica, la espontánea, la directa era la anterior. Las teclas han variado desde entonces bajo mis dedos en textura, grosor, tonalidad y tamaño, pero el bolígrafo se ha mantenido fiel a mis deseos: esa letra diminuta, incomprensible, ese hormiguero que fluye y fluye y llena mis folios de apretados signos en clave.
Pienso en una última cosa. Quizá el mayor placer de escribir a mano radica en el hecho de poder tachar. Algo que ni el ordenador ni la existencia nos permiten con facilidad.