viernes, 24 de diciembre de 2010

El fin de la infancia (microrrelato navideño)



En un remoto palacio de Oriente, rodeado de alminares y palmeras, existe un aula donde tres jóvenes príncipes reciben su instrucción. Uno es rubio como el membrillo; el segundo, tan delgado que no necesita abrir del todo las puertas para cambiar de habitación; la piel del tercero es renegrida, como si hubiera pasado demasiado tiempo en el tostador. El preceptor está muy enfadado con ellos. No hacen el más mínimo caso a sus prolijas explicaciones sobre los apotegmas de Euclides y las cónicas de Diofanto. El preceptor está harto de oírlos murmurar por lo bajo y pasarse notitas de un pupitre a otro.
—Mucho presumo que si Sus Altezas no desisten en su actitud me veré obligado, en contra de mi voluntad, a azotar sus sublimes posaderas. Así que, si quieren Sus Altezas seguir pudiendo sentarse en sus bancas sin sufrir escozor, mejor va a ser que guarden silencio de una sublime vez.
Los tres callan, acogotados, ante la amenaza. El tercero de ellos, el tostado, apenas ha tenido tiempo de atrapar la pelotita de papel que el segundo, el delgado, le ha pasado por debajo de la mesa. Aguarda a que el preceptor se gire sobre el encerado y las figuras geométricas para abrir el papel y leer la frase que contiene.
Ese día concluye la infancia del joven Baltasar júnior. Acaba de enterarse de que los Reyes Magos son sus padres.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Los cuadernos




Desde adolescente, para dejar inequívocamente claro que soy escritor (un señor profundo, serio y artístico que toma notas en una esquina del café), he llenado cuadernos de una caligrafía miniada. Ahora están a mi derecha, dispuestos aritméticamente en un anaquel de mi estudio: hay al menos una docena de ellos, de anillas blancas, negras o desnudas, con las tapas gastadas por los años y montones de papelotes desparejos sobresaliendo de entre las páginas. En esos cuadernos he consignado de todo: entrevisiones metafísicas que me han llegado en una tarde de niebla, metáforas que yo suponía sísmicas en el momento de anotarlas y luego se quedaban en un ligero vaivén, apuntes sobre algo leído al azar, de pasada o como de lejos; crónicas de visitas a ciudades que ya no serán las mismas, porque nunca visitarás dos veces la misma ciudad; citas, muchas citas, algunas memorables; aforismos, muchos aforismos, muchos olvidables; y proyectos: argumentos de novelas y cuentos futuros garrapateados a toda prisa, después de verter su veneno en mi imaginación durante un viaje en autobús o una noche de insomnio, mientras pensaba en otra cosa o simplemente me dejaba vivir. Miro esa colección de cuadernos y esto es lo que veo: la obra de mi vida. Todo lo que me queda por escribir. La masa bruta de mi literatura. Mi única, penosa justificación.

La otra tarde tomé uno de los cuadernos al azar y repasé las historias que proponía. Muchas de ellas las conocía de memoria, porque son tramas que nunca he abandonado del todo, que me visitan una vez y otra, bajo disfraces distintos, en busca de la forma apropiada de verterlas al papel. Otras me sorprendieron como el trabajo de la imaginación de otro, como el hallazgo de un desconocido: fueron las que más me impresionaron. Me da vergüenza decirlo, pero encontré muchos de aquellos esbozos de lo más apasionante; seguí leyendo y tanteé otros cuadernos, la fascinación aceleró o refrenó la marcha, pero no se detuvo. Me pregunté, me pregunto por qué no escribí aquello blanco sobre negro: por qué no lo entresaqué, con fórceps si era preciso, del útero de papel cuadriculado en que aún vivía inmerso, esperando la mano de nieve que sabe arrancarlo. De hecho, me impuse una tarea que sé imposible pero que me llena de júbilo loco: escribir sistemáticamente todos los libros que mis cuadernos vislumbran; página a página y tomo a tomo, haré existir lo que esas notas sólo entrevén o meramente sugieren. He calculado que podré terminar antes de cumplir los ochenta, si trabajo todos los días en horarios de galeote y no atiendo a necesidades nimias como comer, frecuentar a seres humanos y otras menudencias. 
 
Pero hay también un encanto turbio en el mero estado de apunte: el encanto del escorzo, de la niebla, de la ironía o el chiste que no se rebaja a la mención directa de la palabra prohibida. Es como si esos apuntes se alimentaran de la imaginación, que siempre avanza en diagonal, y enriquecieran y amplificaran y mejoraran una obra que en forma de libro sería demasiado vulgar y obvia; a veces, demasiadas veces, el bosquejo de un relato es mucho mejor que el relato de carne y hueso. Por esto pienso que, quizá, mis cuadernos podrían ser obras de pleno derecho: parte de un género inclasificable donde se dieran cita ensayo, narrativa, filología y locura, siempre sin hacer del todo, sin cristalizar, eludiendo el estado sólido, siempre otra cosa posible. Y aquí me acuerdo de cierto pasaje del Retrato del artista adolescente que ahora no tengo ganas de buscar, y donde Stephen fantasea con su futuro de escritor: él, dice, escribirá el conjunto de su obra en cuadernos matriculados con las sucesivas letras del abecedario; el contenido es secundario, lo importante es que sus lectores discutan si el B es mejor que el M o si el Z supera a todos los otros, como dicen los críticos. La vida entera de un hombre, de una obsesión o un anhelo, sintetizada en los veinticinco signos fundamentales.

Porque a pesar de lo que afirme la Química, veinticinco y no ciento dieciocho es el número de elementos de que se compone todo cuanto existe. Más: todo lo que jamás llegará a existir.

martes, 7 de diciembre de 2010

El manual del detective



Creo ya haber mencionado aquí que últimamente leer ficción me provoca un poco de pereza. Será porque algo dentro de mi alma sospecha que el número de argumentos (y de la forma de referirlos) con que cuenta el acervo de la literatura es limitado y que pocas historias quedan ya que me interesen, o que vayan a ser relatadas de un modo más atractivo o sugerente de los que ya conozco. Será porque la teoría siempre me ha interesado más que sus fronteras y acabo por recaer en lecturas de ciencia, filosofía, psicología o disparates varios, que tratan de aclararnos (como si se pudiera) la vasta noche del universo. No sé: el caso es que, visto en perspectiva, leo mucho menos novela o relato que ensayo puro y simple (donde entrarían, también, criaturas andróginas como libros de viajes, memorias, divulgación científica, delirios de aquí y de allí). Y por eso cuando encuentro un texto narrativo que me de veras me gusta, que me resulta original, valioso o simplemente satisface las expectativas del lector resabiado en que ya me he convertido, pues me pongo muy contento. Por eso quiero hablaros de mi último descubrimiento.

Se titula The manual of detection (London, William Heinemann, 2009), y es la obra primeriza de un escritor de Massachussets llamado Jedediah Berry. Según la esquela que antecede a la novela, Berry ha practicado tímidamente la ciencia ficción y el relato fantástico, pero esta es su primera obra, digamos, de largo. Dicho currículum no sorprenderá a quien recorra con atención The manual: elementos comunes al género maravilloso, a la narración juvenil, a la parábola filosófica afloran aquí y allá dentro de una prodigiosa estructura narrativa. El libro, que por lo que sé no ha sido traducido al castellano (ni existen intenciones de hacerlo) es un aparato de máxima eficacia literaria por varios motivos, que comienzan desde la misma portada: un ojo dorado que amenaza con verlo todo, aun los más ocultos deseos, temores y vergüenzas de sus lectores. Soy un vago y en realidad no sé cómo retratar los aspectos más interesantes tanto de la trama como de la ambientación o los personajes, así que creo que voy a limitarme a traducir la contraportada, que da una idea bastante cabal del contenido. El cerebro de Berry está literalmente saturado de ideas brillantes, y aun cuando a veces no les saca todo el partido que podría, el resultado sobrepasa con mucho lo que cabe esperar en estos tiempos de imaginaciones secas como arenques. Por lo general, tiendo a apreciar las excelencias de una obra de arte por los estímulos que transmite a mi voluntad o a mi inteligencia, y por las ganas que me genera de imitarla, de emularla, de sobrepasarla. The manual of detection me ha contagiado deseos de escribir media docena de libros alternativos: especialmente indicado para sequías creativas.



“En esta rigurosa y visionaria primera novela, un detective inusual, armado con sólo un paraguas y un singular libro de instrucciones, debe desenredar un conjunto de crímenes cometidos en y a través los sueños de la gente.
En una ciudad sin nombre siempre salpicada de lluvia, Charles Unwin es un humilde oficinista que trabaja para una gigantesca y poderosa agencia de detectives, y todo lo que sabe sobre la resolución de misterios proviene de informes redactados por el ilustre investigador Travis Sivart. Cuando Sivart desaparece y su supervisor resulta asesinado, Unwin es súbitamente ascendido a detective, un cargo para el que carece tanto de destreza como de estómago. Su única orientación procede de su nueva asistente, que sería perfecta si no estuviera durmiéndose continuamente, y del profundo y oscuro Manual del detective.
Unwin emprende la búsqueda de Sivart, pero pronto es acusado de asesinato, perseguido por matones y pistoleros, y confundido por la infame femme fatale Cleo Greenwood. Entretanto, preguntas extrañas y problemáticas proliferan: ¿por qué la momia del Museo Municipal tiene una moderna prótesis dental? ¿Dónde están todos los despertadores de la ciudad? ¿Por qué en el ejemplar del Manual de Unwin falta el capítulo 18? Cuando descubra que los grandes casos de Sivart —incluyendo ‘Las tres Muertes del Coronel Baker’ y ‘El Hombre que Robó el Doce de Noviembre’— nunca fueron resueltos correctamente, deberá introducirse en los sueños de un hombre muerto y enfrentarse a un genio criminal dotado de control sobre una ciudad dormida.
El manual del detective sugerirá comparaciones con todas las obras de ficción imaginativa que hayan sacudido la mente de los lectores. Pero, en última instancia, desafía a la comparación; es una novela brillantemente concebida, meticulosamente construida que cambiará lo que pensamos acerca de cómo pensamos.”