En un remoto palacio de Oriente, rodeado de alminares y palmeras, existe un aula donde tres jóvenes príncipes reciben su instrucción. Uno es rubio como el membrillo; el segundo, tan delgado que no necesita abrir del todo las puertas para cambiar de habitación; la piel del tercero es renegrida, como si hubiera pasado demasiado tiempo en el tostador. El preceptor está muy enfadado con ellos. No hacen el más mínimo caso a sus prolijas explicaciones sobre los apotegmas de Euclides y las cónicas de Diofanto. El preceptor está harto de oírlos murmurar por lo bajo y pasarse notitas de un pupitre a otro.
—Mucho presumo que si Sus Altezas no desisten en su actitud me veré obligado, en contra de mi voluntad, a azotar sus sublimes posaderas. Así que, si quieren Sus Altezas seguir pudiendo sentarse en sus bancas sin sufrir escozor, mejor va a ser que guarden silencio de una sublime vez.
Los tres callan, acogotados, ante la amenaza. El tercero de ellos, el tostado, apenas ha tenido tiempo de atrapar la pelotita de papel que el segundo, el delgado, le ha pasado por debajo de la mesa. Aguarda a que el preceptor se gire sobre el encerado y las figuras geométricas para abrir el papel y leer la frase que contiene.
Ese día concluye la infancia del joven Baltasar júnior. Acaba de enterarse de que los Reyes Magos son sus padres.
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