sábado, 29 de enero de 2011

Lord Jim



La editorial sevillana Paréntesis, dirigida por el muy capaz Antonio Rivero Taravillo, acaba de publicar en su colección Orfeo la perenne novela de Joseph Conrad, en traducción de Ramón D. Perés. Siempre es recomendable hacerse con un libro que merece el gasto, y éste lo merece, y si además viene prologado por vuestro ferviente Testigo Ocular, cual es el caso, pues todavía más. Ríos, torrentes, cataratas de tinta podrían derramarse para dar cuenta de las diversas dimensiones que abarca este clásico inextinguible de la literatura de aventuras. Yo, que no quiero ensuciar más papel, me limito a una docena de páginas de impresiones y atisbos, de la que escojo un par de párrafos para que os hagáis una idea de por dónde pego los tiros. El texto completo, en librerías.



En una distinción que se ha convertido en clásica, Carl G. Jung divide el talante psicológico de los individuos en dos grandes tipos. El extrovertido es aquel que reacciona ante los obstáculos o dilemas en que le sume la existencia mediante el recurso a la acción, tratando de liberarse de la zozobra a través del contacto con otros cuerpos, territorios, dilemas nuevos. El introvertido, por el contrario, responde a las mismas dificultades huyendo hacia el centro de sí: retrayéndose como un marisco en su coraza e intentando sondear su propia persona en busca de un orificio de desagüe. Uno es emprendedor, rectilíneo, optimista, matinal; el otro tiende a la molicie, la melancolía y el ocaso, que es otro nombre de la reflexión: como apuntó Hegel, la lechuza de Minerva sólo eleva el vuelo al atardecer. Me permito ahora aplicar la clasificación de Jung a un ámbito nuevo, más concretamente literario, y separar las novelas en extrovertidas e introvertidas. Creo que todos tenemos en mente qué autores o títulos pueden inventariarse en una u otra sección. En la primera figurarían todos los relatos de búsqueda, aventuras, iniciación, formación, amoríos; engrosarían la otra las descripciones psicológicas, los retratos de familia, las decadencias de los imperios, ciertos experimentos y esas novelas proverbiales donde nunca sucede nada, como alguna de Henry James. Por supuesto, la distinción es todo lo burda que queramos y me sirvo de ella sólo con intención ilustrativa, de manera que me tomo la libertad de volver a usarla y de partir otra vez la primera categoría, la de las novelas de aventuras, en aventuras de fuera y aventuras interiores.

Modelos de aventuras externas, de acumulación de paisajes, monstruos, pruebas, bodas y perdices pueblan generosamente la literatura desde las Mil y Una Noches al ciclo artúrico, y se perpetúan en grandes nombres de los dos últimos siglos. Es el relato de aventuras con el que muchos emprendimos la cenicienta tarea de crecer y que aún ocupa un altar intacto en algún rincón de nuestra nostalgia: los inventores de Verne, las exploraciones de Rider-Haggard, los folletines de Dumas père y las alucinantes previsiones de H. G. Wells. A ellos habría que sumar a otros autores en los que el mundo es siempre excusa para el extremismo, la temeridad y la violencia, escritores con prisa que necesitaban testar previamente los avatares que narraban en sus propios huesos y que patentaron ese estilo moderno de las frases veloces y desnatadas: Crane, London, Hemingway. Los personajes que ocupan estas historias no tienen tiempo de pararse a pensar porque la realidad siempre es urgente y excesiva: un conjunto de retos que exige la respuesta sumaria de la carrera o el escopetazo.

Las aventuras interiores cuentan con una tradición al menos tan añeja como la otra. Yo la retrotraería por lo menos hasta Ulises, cuya singladura a casa a través de mares plagados de amenazas es también el retorno imposible a un hogar que no existe y una infancia que no nos espera. Quizá la Odisea constituya el gran clásico de la literatura planetaria y mejor que ninguna otra obra resuma, anticipe, acuñe símbolos y argumentos que habrán de repetirse hasta el infinito y que ocupen cierta posición en el ideario subconsciente de nuestra especie. El de Ulises es también un viaje interior, al desengaño y la duda, y es precisamente esa atención a los planos más inciertos de la existencia la que caracteriza al héroe introvertido. Los protagonistas de Swift o de Stevenson no son lineales ni sencillos: basta mencionar al doctor Jekyll, escindido en dos mitades de hombre que miran hacia los infiernos opuestos de la depravación y el rigorismo. Lo mismo, más que en ningún otro caso, ha de decirse de Joseph Conrad. Conrad es el maestro de la aventura interna por antonomasia: más allá del recuento de peripecias en parajes exóticos al estilo de Kipling (que también nos dispensa con generosidad), lo característico del arte de Conrad es el orbe tempestuoso y ácido que esconde cada uno de sus personajes. Por ceñirnos a los ejemplos más obvios, Lord Jim no es sencillamente la defensa de un reino idílico de la selva por parte de un hombre con un pasado sucio, sino el retrato del suplicio de la cobardía; El corazón de las tinieblas rebasa con creces la descripción de los manglares africanos para indagar sobre la naturaleza del mal y el poder de soportarlo o cometerlo; a pesar de su confuso exotismo latinoamericano, Nostromo ahonda en cuestiones estomagantes como el colonialismo, la esclavitud y el derecho de los hombres a elegir la tradición a la que desean pertenecer. En Conrad la aventura queda relegada a la anécdota o el pretexto; la carga explosiva se halla siempre debajo, y late bajo los acontecimientos narrados con el tictac de la relojería de efecto retardado.




miércoles, 26 de enero de 2011

Diccionario de arena: con total sinceridad



Diccionario: sust. m. Libro extraño según el cual el objeto al que designa una palabra es otra palabra.

Ética: sust. f. Alternativa a la religión.

Eufemismo: sust. m. Sorprendente principio geométrico según el cual la línea recta no constituye la distancia más corta entre dos puntos.

Fútbol: sust. m. Espectáculo en el que un conjunto de desempleados paga religiosamente por ver a veintidós millonarios correr en pantalón corto.

Mediocre: adj. Grosería que el crítico emplea para definir a aquel artista que espera el momento oportuno.

Muerte: sust. f. Fecha de vencimiento de la hipoteca.

Sinceridad: sust. f. Falta de decoro que se suele sancionar con el divorcio o la regulación de empleo. 


lunes, 17 de enero de 2011

Hombres locos




Si últimamente no escribo en este blog, y apenas lo hago fuera de él, es que ando metido en otras cosas. Para ser concretos, el escaso tiempo libre del que dispongo se me va viendo series de televisión, y en concreto una serie. Me temo que no es difícil de adivinar: la inevitable Mad men. Tampoco es difícil de adivinar que me haya convertido en forofo total de la ficción que en España emite Canal Plus (aunque yo haya tenido acceso a ella a través de carreteras, digamos, más bien secundarias) y que declare que hace tiempo, años incluso (desde Six feet under, para ser exactos), que una serie televisiva no me cautivaba de tal modo. Pues sí, ahora ando engolfado con las desventuras de Don Draper y adláteres, con el destino empresarial y artístico de Sterling Cooper Draper & Pryce y con todo su elenco de héroes y villanos, y eso apenas deja espacio en mis meninges para mucho pensamiento de otro color.

Así que pienso en Mad men y me pregunto a mí mismo dónde residen las claves que la convierten en un relato de calidad sobresaliente, de esos que hacen a los columnistas de fondo de los periódicos reincidir en el manoseadísimo lugar común de que todos-los-creadores-de-talento-se-han-pasado-a-la-pequeña-pantalla. Me parece obvio, también por el criterio de otros fans, que el punto verdaderamente sólido del producto está en los personajes. La trama puede consistir en la enésima versión del culebrón de turno (que lo es: hijos secretos, cuernos, traiciones, enfermedades terminales y demás), pero los personajes no están comprados en una tienda de todo a un euro. Creo que los guionistas han sabido aprovechar el formato televisivo para exigirle aquello que precisamente el cine y las limitaciones de su metraje no pueden ofrecer: una exploración paulatina del alma de sus protagonistas, una ampliación continua, corregida y aumentada en cada temporada y aun en cada capítulo, de las tormentas interiores de cada uno de los caracteres que copan la acción. La cuarta temporada (y última) se abre con un guiño: un periodista entrevista al héroe principal y le hace la pregunta que resume toda la razón (o su noventa por ciento) de la serie: ¿Quién es Don Draper? Análogamente, el drama avanza y consigue atraer nuestro interés, nuestra compasión y nuestro entusiasmo a través de preguntas análogas, disparadas contra el resto del elenco: ¿Quién es Roger Sterling? ¿Quién es Peggy Olson? ¿Quién es el jodido guionista que ha logrado montar una trampa tan limpia y tan bien hecha para meternos a todos? Y así.



Las grandes obras de arte se caracterizan por su poder especular: por la capacidad de estar bien bruñidas, abrillantadas y pulidas, y permitirnos vernos la cara cuando nos asomamos a su superficie. Nos preguntamos quién es Don Draper, pero inevitablemente la cuestión se vuelve hacia nosotros. Pasamos la vida entera buscándonos, queriendo entender qué hacemos aquí, para qué nos han traído, cuál es el puesto exacto que nos han asignado en la gran multinacional de la existencia. Cada año, cada mes y cada día nos traen, como nuevas temporadas de un espectáculo televisivo, facetas, profundidades y alturas de nosotros mismos que aún no habíamos percibido, que éramos demasiado tímidos o pacatos para explorar. Con los otros, con el inmenso caudal de los otros, nos sucede exactamente lo mismo. No podemos estar seguros de que conocemos hasta sus últimos sótanos a la mujer con la que compartimos la cama y ese rostro tedioso que llevamos contemplando veinte años seguidos desde la esquina opuesta de la oficina. Tememos y adoramos a los otros porque seguimos sin saber quiénes son: porque no hay día, mes año en que no nos defrauden o sorprendan, en que se salgan del contorno estricto que debíamos rellenar con nuestro rotulador.

El mundo está lleno de personajes de teleserie: hasta que los miramos de cerca y nos damos cuenta de que son personas. Como las criaturas de Mad men.

martes, 4 de enero de 2011

La línea Sigfrido



Durante años fantaseé con la posibilidad de que Sigfrido Martín Begué diseñara la portada de uno de mis libros. Él nunca se negó porque nunca llegó a enterarse, pero ahora lo ha hecho del modo más drástico posible: se ha muerto. Y lo lamento; lo lamento por todos esos cuadros, y escenografías, y bocetos futuros en que el olor a sueño cerrado de De Chirico se encontraría con la línea clara belga, en que los maniquíes volverían a formar parte de una ópera imposible donde no suena la música, o donde la música es un lenguaje arcano de poliedros, formas y caligrafía; lo lamento porque no habrá más arquitecturas incómodas en el horizonte, no más diálogos con los clásicos de la pintura en clave de ocurrencia macabra, no más máquinas en zoológicos. La línea recta es una sucesión infinita de puntos, sin principio ni fin; la línea Sigfrido es un segmento que ha concluido, desafortunadamente, el pasado 31 de diciembre.