lunes, 25 de enero de 2010

La profesión del aire, y 2


Un favor. Uno se convierte en crítico, supongo, por los mismos cauces por los que se hacen la puta y el héroe: sin darse cuenta. En mi caso, comencé a criticar libros por culpa de un favor. Corría el año de 1999 y Javier González, a la sazón director de Mercurio, me propuso colaborar con la revista recién nacida; y yo, sin saber muy bien si me apetecía o no ni si existían mimbres en mi cuerpo o en mi alma que me autorizaran a convertirme en reseñista, me apliqué a la tarea. Mi estreno fue un clásico de las letras españolas: una novela sobre la guerra civil que el olvido ya ha cubierto piadosamente, como a la gran mayoría de las otras. Desde entonces he hecho muchas, demasiadas reseñas: para Mercurio primero, y luego para algún diario local, y para medios de Internet. Pero ese desasosiego, esa incomodidad, ese frío del principio aún no han dejado de atormentarme. Siempre que escribo críticas tengo la sensación de tratar de aclarar un malentendido, de querer disculpar al autor. No es tan malo, señora. Ha matado un montón de árboles y ha contribuido al calentamiento del planeta, cierto: pero al menos no lo ha hecho (no del todo) en vano.


¿Qué gana uno escribiendo críticas? Ah, la eterna cuestión. Respondo: nada o casi nada. Para empezar, las críticas con frecuencia no se remuneran porque es trabajo que haces para amigos o en compensación de alambicados favores y no suele traducirse en materia contante y sonante: algo similar a lo que sucede con la participación en mesas redondas o presentaciones de libros (padre, aparta de mí ese cáliz). En la mayor parte de los casos, la única ventaja que saca uno es hacerse con un libro quizá preciado, que vale muy caro o es arduo encontrar en librerías; pero hay casos, claro, en que te toca retratar un título que ni te interesa o incluso que a duras penas soportas y que arrojarás a la biblioteca pública de tu barrio en cuanto concluyas los dos folios reglamentarios que has de dedicarle (siempre si tienes biblioteca y en la biblioteca aceptan donaciones, que a veces es mucho pedir): entonces esto se convierte en una dura labor de galeote. Porque aparte del dolor de dedos exhaustos de pulsar teclas en un tiempo límite, además de la jaqueca resultante de recorrer dos o tres centenares de páginas tan apasionantes como una promoción de teletienda, surgen los dilemas morales: el libro es una mierda, cierto, pero ¿qué hago yo ahora? ¿Lo pongo a parir, como merece, o me apiado del pobre corazón de su autor, que es primerizo y no hará daño a nadie con su entusiasmo? Otra cuestión no menos enorme y eterna: ¿a quién se debe el crítico? ¿A la verdad? ¿A la amistad? ¿A quien le pague una copa (por lo menos eso)?


Por qué no soy un buen crítico. Primero, un chisme que oficiará de parábola. Cuando los portugueses, promediando el siglo XVI, arribaron a las costas de las islas Cipango, quedaron completamente maravillados ante la gentileza y el buen tino de las gentes que las habitaban. Pequeños, laboriosos, de ojos estrechos como troneras y vestiduras turbias, aquellos hombrecillos y mujercillas daban, a pesar de lo poco prometedor de su aspecto general, continuas y acabadas muestras de prudencia y buen entender. Si les decías que Cristo era el hijo del único Dios que tolera la estrechez del cielo, se mostraban de acuerdo; si defendías que Europa es el centro de la Tierra y todo lo demás (Cipango incluido) consiste en su periferia, asentían sin dudar; si observabas que su indumentaria (la de los nativos) resultaba pobre, astrosa y chapucera, por no hablar de la fealdad de sus rasgos, en comparación con la seda, los alamares y el plumaje de faisán del hombre blanco, volvían a declarar su conformidad. Todos regresaban encantados de aquellas islas. El católico porque los hombrecillos admitían la soberanía del Papa; el protestante porque los hombrecillos detestaban al Papa; el pacifista porque los hombrecillos renunciaban a las armas; el general porque los hombrecillos eran un pueblo valiente y combativo; el puritano porque los hombrecillos consideraban sagrado el vínculo del matrimonio; el libertino porque para los hombrecillos el matrimonio no suponía una barrera infranqueable… Hasta que alguien, preocupado por la pervivencia de la lógica y del principio de tercio excluso, preguntó directamente a un habitante de Cipango por lo que él opinaba sobre esta o aquella cuestión, con independencia del dictamen de su huésped.

—Pero ¿tendrá a bien mi honorable huésped declarar su parecer primero?

Luego —responde nuestro alguien, que quiere llegar al corazón de la verdad, si un infarto no se la ha cargado ya—. Antes deseo conocer el tuyo.

—Mi parecer siempre coincidirá con el que tú tengas, honorable huésped.

¡Pero eso es una atrocidad! —gime nuestro alguien, mesándose los cabellos— ¿Dónde queda la independencia del criterio?

La independencia de criterio no vale nada comparado con la cortesía debida a los invitados —repone flemático el indígena de Cipango, e introduce sus manitas en las mangas del sayal—. Nuestras normas de urbanidad nos imponen estar siempre de acuerdo con quien se digna a conversar con nosotros. Disentir, honorable señor, es una pésima falta de educación.

Ahora sí: por qué no soy buen crítico. A mí, igual que al japonés de mi cuento, me inutiliza la amabilidad. En general: porque me cuesta mucho llevar la contraria a nadie, aunque no esté de acuerdo con lo que me dicen y quieran hacerme comulgar con ruedas de molino. No es que esté dispuesto a hacerlo, lo de comulgar, digo, ni que piense ni me convenza de lo que el otro piensa, pero siempre digo que sí para poder escabullirme con mayor facilidad por una esquina del decorado. Este problemático (lo sé) principio moral se vuelve sencillamente desastroso al ser aplicado al ámbito de la crítica. Y ello porque me cuesta la propia vida poner mal un libro. Pienso en esa pobre criatura, depositando todas sus ilusiones y noches en vela en la portada con la melena encrespada y el caballo blanco; veo al joven autor novel soñando con tertulias infinitas y cargadas de humo donde los próceres de la literatura patria (a elegir entre los suplementos del domingo) le saludan como a uno más de su cofradía y pronuncian la fórmula anhelada: la más firme promesa de la literatura española actual; pienso en la mamá del muchacho, tan satisfecha porque por fin su Jaimito ha hecho algo de pro en vez de gandulear por ahí con pésimas compañías de gorras y pelo largo; siento todo eso, y me digo: bueno, seamos benévolos. En una página memorable de Memorias de Adriano, la gigantesca Marguerite Youcenar hace decir al divino emperador que, así como no existe hombre estéril, no hay libro de que no se pueda extraer algún provecho; por no mentar al sublime António Lobo Antunes, el mayor literato vivo para quien esto escribe, que afirma aprender de todo libro por malo que sea o así lo parezca de lejos, y que no caben diálogos o escenas de cama que alcancen el rigor científico de las que nos endosan los folletines de espías. Seamos benévolos. La obra puede no ser buena, cierto; el estilo puede chirriar por pasarse de pretencioso o de ligero, por imitar el ateneo o la barra del bar; los personajes pueden haber sido sacados de una teleserie donde ya estaban bastante cómodos para molestarlos; el argumento puede no existir porque es muy complicado de hacer y además qué más da si eso ya no está de moda desde el invento de la nocilla; pero, ay, pero. Seamos benévolos. ¿Quién soy yo para gritar a los cuatro vientos que esto es una mierda? ¿Y si provoco al pobre muchacho (el nuevo Rimbaud gallego, dice la contraportada, el Kennedy Toole de Albacete, se lee en la solapa) una úlcera de estómago con lo molestas que son? ¿Y esa pobre madre, haciendo ganchillo inocentemente en la salita llena de retratos? ¿La verdad? ¿Qué es la verdad? ¿Qué le debo yo a la verdad? ¿Tiene la verdad una madre que haga ganchillo?


¡Oh, Blanche Dubois! Siempre dependo de la amabilidad por los desconocidos.

lunes, 18 de enero de 2010

La profesión del aire, 1

Hace unos meses, en colaboración con un grupo de colegas entre

Estado crítico. Hace unos meses, en colaboración con un grupo de colegas entre los que se cuentan los nombres intachables de Alejandro Luque, Javier Mije, Jesús Cotta, Daniel Ruiz (mi hermano) y Manolín Haro, inicié mi labor como crítico literario en el blog Estado crítico. A lo largo de todo este tiempo, la cosa ha tenido sus más y sus menos: reconozco que mi pereza y mi tendencia al capricho me hace descuidar a menudo la obligación de entregar una reseña cada, digamos, quince días solares, pero aseguro que siempre llevo esa carga (o el remordimiento de no cumplirla) en mi corazón y que no hay momento en que, en un rincón de mi interior, no me acuerde de mis compañeros reseñistas y de lo que debo a la loable empresa que nos agrupa a todos. En fin, hoy tocaba hablar de Estado crítico por al menos dos motivos: uno, por la agria y un poco tonta polémica de que ha sido escenario el último fin de semana, en torno a una novela que no salió muy bien parada del retrato que de ella hizo nuestra crítica de turno, Carolina León; y otro porque, con mucho orgullo, puedo anunciar que la revista digital Revista de Letras nos ha nominado como uno de los candidatos al mejor blog literario del año que se fue. Bueno, no todo ha estado tan mal, entonces. Quiero aprovechar todo este Pisuerga para responder a unas cuestiones que a menudo me planteo y que quizá también alguien se haya hecho por mí: pero ¿por qué diablos una persona normal y adulta se dedica a la crítica?

Sin escaparate. Quienes frecuentan mi blog saben que, a diferencia de otros, no suelo aprovechar este rincón para colgar las críticas, favorables o contrarias, que de mis libros hacen por ahí. Las buenas, porque me dan vergüenza; las malas, porque miedo. Os podéis imaginar que después de diez años dedicado a la labor de ofrecer obra escrita al público lector y a los suplementos culturales, he recibido de todo, pitos y aplausos, abrazos cariñosos y palos despiadados (y, lo que es más curioso, también abrazos despiadados y palos llenos de amor). La soberbia Care Santos aludía poco ha en su blog a la utilidad de la crítica y al uso que de ella ha hecho a lo largo de su carrera con objeto de mejorar su tarea de escritora. Podéis leer sus propias palabras, pero por si no tenéis ganas de moveros de aquí yo os las resumo. A pesar, dice, de haber encontrado análisis de cierto valor en algún revistero gracias a los cuales ha podido enmendar algún vicio o robustecer cierta virtud, Care reconoce que la crítica, así, en abstracto, no vale de mucho. Las buenas, afirma, y estoy de acuerdo con ella, sólo sirven para engordar el ego hasta el sobrepeso menos tolerable en los espejos; las malas, para amargarse con la envidia o las dudosas intenciones de la competencia.

A mí me han dedicado muchas críticas elogiosas, sobre todo en el pasado, cuando era un incipiente rapaz y no proyectaba sombra sobre la solapa de nadie: pero aunque me alegraban, siempre me quedó la sospecha (como sigue quedándome en un gran porcentaje de las ocasiones) de que el crítico no entendía del todo lo que yo había querido escribir. En cuanto a las enemigas, admito que entristecieron y llenaron de ansiedad muchas de mis noches, hasta que encontré cosas más apasionantes y sin duda cruciales que alimentaran mi insomnio. Un tipo que me tiene mucha ojeriza (ha reincidido en sus dictámenes en más de una ocasión) me puso de aprendiz, malo, de Pérez-Reverte (en lo cual quizá algunos de los que me leéis estéis de acuerdo, yo qué sé); otro recomendó no abrir un libro mío por sus efectos eméticos; otro me acusó de construir tramas inestables y de documentarme en Internet como un alumno de secundaria, no sé si exactamente en el Rincón del Vago. Durante un tiempo, esas sentencias me inmovilizaron a la hora de ponerme a escribir. Antes de colocar la primera coma creía que me iba a morir de miedo: no quería que nadie me gritara, no me gustan los insultos, no quería cachetazos en la mejilla ni ser condenado al cuarto oscuro. Ahora me da exactamente lo mismo. De hecho, he dejado de leer suplementos culturales: en mi casa preferimos el catálogo de Ikea.

Tiempo ha, un periódico con el que colaboro me consultó acerca de la vigencia y el rigor de la crítica literaria. Otros muchos autores también dejaron su impresión al respecto (Menéndez Salmón, hondo y preocupado como de costumbre, Fernández Mallo tan moderno él); la mía se redujo, y reduce todavía, a pocas palabras: la crítica literaria especializada no sirve para nada. Y hoy menos. Los tiempos (buenos y solemnes tiempos, no lo dudo) de Sainte-Beuve y Connolly pasaron; en la era en que vivimos dudo mucho que ningún crítico posea autoridad moral o intelectual para hundir ni para encumbrar un texto. En primer lugar, porque en la mayor parte de los casos el ejercicio de la crítica (lee este libro que va a ser el pelotazo de la década, aléjate de aquél que sólo sirve para envolver buñuelos) constituye sólo el afluente de una red mucho mayor de intereses económicos y editoriales (lo cual resulta comprensible, porque nadie es tan obtuso como para apedrear su propia azotea). Y luego porque, afortunadamente, disponemos de Internet: los blogs autónomos y personales como este mismo, en que un individuo, de forma perfectamente independiente y sin servir a intereses ajenos a su propio gusto y norma, opina sobre lo que le parece bien o no y por qué, vuelven ociosos los púlpitos.


He dicho que en mi casa no entran suplementos si no son de hogar o cine. Pero no dejo de comprar libros, y para ello muy a menudo me guío por el criterio de otros. ¿Quiénes? Generalmente amigos, gente con la que sé que comparto tendencias y pareceres, camaradas de Internet. Ejemplo: mucho de lo bueno que he leído últimamente (como el descubrimiento impagable de los cuentos de Fredric Brown) se lo debo al blog de César Mallorquí, que ni es crítico ni pretende serlo. O a los consejos bienintencionados de Juan Carlos Palma. Dice Hans-Georg Gadamer, en ese clásico que es Verdad y método, que interpretar consiste en servirse provechosamente de los prejuicios; en volcar la expectativa vital del lector sobre el texto, que así explica a quien lo visita a la vez que se explica a sí mismo; que leer consiste en la fusión del horizonte del lector con el horizonte del texto. Por tanto, sólo quien comparte cierta experiencia, ciertos prejuicios y ciertos horizontes con nosotros mismos podrá comprender de modo cabal a qué obedecen nuestros gustos e inclinaciones. Así, a la hora de escoger libro sólo me fío de quien sopla en mi misma dirección: Mallorquí, Palma (los dos, Juan Carlos y Félix), la mentada Care Santos, Pablo de Santis, y más lejos, Luis Alberto de Cuenca y dos intelectuales a los que considero mejor en su faceta de lectores (y de consejeros literarios) que en la de autores, Fernando Savater y Javier Marías. Sé que todos ellos, de uno u otro modo, por una u otra dioptría, se acercan a la literatura con gafas semejantes a las mías.

Pero todo esto deja una pregunta sin contestar. Una pregunta acuciante, de peso. Si no crees en la crítica, si el oficio de crítico es una profesión hecha de aire, ¿por qué colaboras con un blog de crítica literaria? La pregunta que todo el mundo se hace cíclicamente en la madrugada, tal vez delante de un vaso de aguardiente: ¿por qué te dedicas a esto? La respuesta exige su tiempo y prefiero contestarla más calmosamente la semana que viene. Hasta entonces no olvidéis vitaminaros y supermineralizaros, como corresponde.

domingo, 10 de enero de 2010

Pi


Casi tres billones. Resulta que, auxiliado por un modesto ordenador de sobremesa, el francés Fabrice Bellard ha logrado computar hasta 2,7 billones de cifras del número pi. Una tarea ciertamente baladí que ha ocupado a Bellard durante 103 días y para almacenar cuyos resultados ha precisado de la capacidad de 20 discos duros de tamaño medio. Ha logrado así dejar en paños menores al nipón Daisuke Takahashi, que el pasado agosto se aproximó a pi a una distancia 100.000.000.000 (o 1011) de veces menor; ha condenado asimismo a la cuneta a otro súbdito del país del sol naciente, Yasumasa Kanada, que en 1999 alcanzó la modesta posición de 206.158.430.000. Tampoco impresiona ya la hazaña del precocísimo Colin Percival, estudiante de secundaria que a los diecisiete añitos de edad calculó que el dígito binario (bit) número cinco trillones de pi es nada menos que un cero. Lo que agobia y da sed de todas esta exhibiciones aritméticas, más que el tamaño de números que nos hacen perder todo contacto con la realidad del otro lado de la calculadora, es su notoria inutilidad. El número pi, como todos, posee una dotación infinita de decimales; intentar rebañarlos, conseguir enterarse de que el guarismo que hace el número 21.432.765.356 detrás del entero es un 9 (por ejemplo), no aumenta un ápice nuestro conocimiento de esa misteriosa entidad: equivale, por ponernos agustinianos, a tratar de recoger el océano con una cucharilla de té o de despoblar un desierto grano tras grano de arena. De acuerdo, el logro de Bellard es una solemne tontería, pero ¿por qué nos sobrecoge? ¿Qué hay de enigmático, de solemne, de sobrenatural en esos casi tres billones de signos?


El número pi es francamente interesante. Resulta conocido sobre todo por marcar cierta relación entre el radio de una circunferencia y la superficie total que ocupa, pero no es ese su único protagonismo. En el siglo XVII, se le empleó también para expresar las áreas de un amplio conjunto de arcos, hipocicloides, curvas cúbicas y demás, y recientemente forma parte de ecuaciones donde se describe la conducta de partículas subatómicas, de la luz y de otras muchas cosas que carecen de relación aparente con el círculo. En realidad pi es un número monstruoso, al que acompaña una leyenda algo tétrica. Los pitagóricos, que consideraban los números las únicas entidades verdadera y platónicamente reales y que concedían a los teoremas valor de leyes naturales, quedaron muy intranquilos al aplicar a la práctica ciertas derivaciones del teorema que lleva el nombre de su mentor. Si empleamos el principio de Pitágoras sobre un triángulo cuyos catetos posean el valor 1, hallaremos que su hipotenusa es raíz de 2. Y si tratamos de calcular ese radical nos daremos cuenta de que el número que surge no sólo no es entero, sino que no puede expresarse como el cociente de dos números enteros. El número que surge se demora en infinitos decimales que no siguen ninguna pauta común, que se perpetúan unos a otros en una borrachera de cifras sin ilación... Hipaso de Metaponte, de la cofradía de los hermanos pitagóricos, fue arrojado desde un acantilado por divulgar la existencia de estos números aberrantes, que desde entonces llevan el nombre de irracionales.


La idea espeluzna. Los dígitos de pi, de e, de i, de raíz de 2 pueden extenderse indefinidamente en el espacio y el tiempo sin que respeten ninguna secuencia, o, lo que es peor, sin que nosotros advirtamos que lo hacen. Los números suelen tranquilizarnos porque parece que en su ámbito todo es sereno, definitivo, ático, y contrastan saludablemente con el desorden y la oscuridad de la vida cotidiana, donde dos y dos no siempre suman cuatro. Inquieta y preocupa pensar que existen números no menos irracionales y sin motivo que el individuo que degüella a su esposa para luego arrojarse por un puente, que las cámaras de gas o un tumor escondido. Escribe Pascal que los infinitos espacios vacíos que comienzan sobre su coronilla le llenan de horror; a mí me espantan los infinitos símbolos en que se desgrana este pi, esa hemorragia incontenible, ese galimatías extremo emboscado en el sanctasanctórum de nuestra racionalidad. Repito, la camada de decimales de pi parece huérfana de sentido o estructura, pero puede tratarse sólo de una apariencia, lo cual resulta aún más preocupante: ¿desde qué perspectiva, a través de qué dimensión más alta, empleando qué bárbaro aparato matemático podría cobrar forma este balbuceo? Es decir, ¿cómo percibirá un pez las estrellas?


Las pautas misteriosas abundan. Tomad un papel y anotad un 0. Reemplazad el 0 por un 01, debajo. A continuación, siempre en renglones sucesivos, sustituid siempre el 0 por 01 y el 1 por 10. Es decir, tendréis algo como


0

01

0110

01101001

0110100110010110...


La serie es aperiódica, pero no del todo aleatoria. Posee estructuras muy acusadas de rango corto y largo, y, por ejemplo, nunca presenta más de dos términos adyacentes idénticos. Se llama secuencia Morse-Thue, y figura, evidentemente, un patrón de algo... ¿El qué? Está claro que el pez necesitaría asomarse por encima de la marea, hacia ese aire que significa la muerte.

viernes, 1 de enero de 2010

Desventajas de ser bueno (microrrelato navideño)



La locomotora soñaba con que los Reyes Magos le trajeran carbón.