Un favor. Uno se convierte en crítico, supongo, por los mismos cauces por los que se hacen la puta y el héroe: sin darse cuenta. En mi caso, comencé a criticar libros por culpa de un favor. Corría el año de 1999 y Javier González, a la sazón director de Mercurio, me propuso colaborar con la revista recién nacida; y yo, sin saber muy bien si me apetecía o no ni si existían mimbres en mi cuerpo o en mi alma que me autorizaran a convertirme en reseñista, me apliqué a la tarea. Mi estreno fue un clásico de las letras españolas: una novela sobre la guerra civil que el olvido ya ha cubierto piadosamente, como a la gran mayoría de las otras. Desde entonces he hecho muchas, demasiadas reseñas: para Mercurio primero, y luego para algún diario local, y para medios de Internet. Pero ese desasosiego, esa incomodidad, ese frío del principio aún no han dejado de atormentarme. Siempre que escribo críticas tengo la sensación de tratar de aclarar un malentendido, de querer disculpar al autor. No es tan malo, señora. Ha matado un montón de árboles y ha contribuido al calentamiento del planeta, cierto: pero al menos no lo ha hecho (no del todo) en vano.
¿Qué gana uno escribiendo críticas? Ah, la eterna cuestión. Respondo: nada o casi nada. Para empezar, las críticas con frecuencia no se remuneran porque es trabajo que haces para amigos o en compensación de alambicados favores y no suele traducirse en materia contante y sonante: algo similar a lo que sucede con la participación en mesas redondas o presentaciones de libros (padre, aparta de mí ese cáliz). En la mayor parte de los casos, la única ventaja que saca uno es hacerse con un libro quizá preciado, que vale muy caro o es arduo encontrar en librerías; pero hay casos, claro, en que te toca retratar un título que ni te interesa o incluso que a duras penas soportas y que arrojarás a la biblioteca pública de tu barrio en cuanto concluyas los dos folios reglamentarios que has de dedicarle (siempre si tienes biblioteca y en la biblioteca aceptan donaciones, que a veces es mucho pedir): entonces esto se convierte en una dura labor de galeote. Porque aparte del dolor de dedos exhaustos de pulsar teclas en un tiempo límite, además de la jaqueca resultante de recorrer dos o tres centenares de páginas tan apasionantes como una promoción de teletienda, surgen los dilemas morales: el libro es una mierda, cierto, pero ¿qué hago yo ahora? ¿Lo pongo a parir, como merece, o me apiado del pobre corazón de su autor, que es primerizo y no hará daño a nadie con su entusiasmo? Otra cuestión no menos enorme y eterna: ¿a quién se debe el crítico? ¿A la verdad? ¿A la amistad? ¿A quien le pague una copa (por lo menos eso)?
Por qué no soy un buen crítico. Primero, un chisme que oficiará de parábola. Cuando los portugueses, promediando el siglo XVI, arribaron a las costas de las islas Cipango, quedaron completamente maravillados ante la gentileza y el buen tino de las gentes que las habitaban. Pequeños, laboriosos, de ojos estrechos como troneras y vestiduras turbias, aquellos hombrecillos y mujercillas daban, a pesar de lo poco prometedor de su aspecto general, continuas y acabadas muestras de prudencia y buen entender. Si les decías que Cristo era el hijo del único Dios que tolera la estrechez del cielo, se mostraban de acuerdo; si defendías que Europa es el centro de la Tierra y todo lo demás (Cipango incluido) consiste en su periferia, asentían sin dudar; si observabas que su indumentaria (la de los nativos) resultaba pobre, astrosa y chapucera, por no hablar de la fealdad de sus rasgos, en comparación con la seda, los alamares y el plumaje de faisán del hombre blanco, volvían a declarar su conformidad. Todos regresaban encantados de aquellas islas. El católico porque los hombrecillos admitían la soberanía del Papa; el protestante porque los hombrecillos detestaban al Papa; el pacifista porque los hombrecillos renunciaban a las armas; el general porque los hombrecillos eran un pueblo valiente y combativo; el puritano porque los hombrecillos consideraban sagrado el vínculo del matrimonio; el libertino porque para los hombrecillos el matrimonio no suponía una barrera infranqueable… Hasta que alguien, preocupado por la pervivencia de la lógica y del principio de tercio excluso, preguntó directamente a un habitante de Cipango por lo que él opinaba sobre esta o aquella cuestión, con independencia del dictamen de su huésped.
—Pero ¿tendrá a bien mi honorable huésped declarar su parecer primero?
—Luego —responde nuestro alguien, que quiere llegar al corazón de la verdad, si un infarto no se la ha cargado ya—. Antes deseo conocer el tuyo.
—Mi parecer siempre coincidirá con el que tú tengas, honorable huésped.
—¡Pero eso es una atrocidad! —gime nuestro alguien, mesándose los cabellos— ¿Dónde queda la independencia del criterio?
—La independencia de criterio no vale nada comparado con la cortesía debida a los invitados —repone flemático el indígena de Cipango, e introduce sus manitas en las mangas del sayal—. Nuestras normas de urbanidad nos imponen estar siempre de acuerdo con quien se digna a conversar con nosotros. Disentir, honorable señor, es una pésima falta de educación.
Ahora sí: por qué no soy buen crítico. A mí, igual que al japonés de mi cuento, me inutiliza la amabilidad. En general: porque me cuesta mucho llevar la contraria a nadie, aunque no esté de acuerdo con lo que me dicen y quieran hacerme comulgar con ruedas de molino. No es que esté dispuesto a hacerlo, lo de comulgar, digo, ni que piense ni me convenza de lo que el otro piensa, pero siempre digo que sí para poder escabullirme con mayor facilidad por una esquina del decorado. Este problemático (lo sé) principio moral se vuelve sencillamente desastroso al ser aplicado al ámbito de la crítica. Y ello porque me cuesta la propia vida poner mal un libro. Pienso en esa pobre criatura, depositando todas sus ilusiones y noches en vela en la portada con la melena encrespada y el caballo blanco; veo al joven autor novel soñando con tertulias infinitas y cargadas de humo donde los próceres de la literatura patria (a elegir entre los suplementos del domingo) le saludan como a uno más de su cofradía y pronuncian la fórmula anhelada: la más firme promesa de la literatura española actual; pienso en la mamá del muchacho, tan satisfecha porque por fin su Jaimito ha hecho algo de pro en vez de gandulear por ahí con pésimas compañías de gorras y pelo largo; siento todo eso, y me digo: bueno, seamos benévolos. En una página memorable de Memorias de Adriano, la gigantesca Marguerite Youcenar hace decir al divino emperador que, así como no existe hombre estéril, no hay libro de que no se pueda extraer algún provecho; por no mentar al sublime António Lobo Antunes, el mayor literato vivo para quien esto escribe, que afirma aprender de todo libro por malo que sea o así lo parezca de lejos, y que no caben diálogos o escenas de cama que alcancen el rigor científico de las que nos endosan los folletines de espías. Seamos benévolos. La obra puede no ser buena, cierto; el estilo puede chirriar por pasarse de pretencioso o de ligero, por imitar el ateneo o la barra del bar; los personajes pueden haber sido sacados de una teleserie donde ya estaban bastante cómodos para molestarlos; el argumento puede no existir porque es muy complicado de hacer y además qué más da si eso ya no está de moda desde el invento de la nocilla; pero, ay, pero. Seamos benévolos. ¿Quién soy yo para gritar a los cuatro vientos que esto es una mierda? ¿Y si provoco al pobre muchacho (el nuevo Rimbaud gallego, dice la contraportada, el Kennedy Toole de Albacete, se lee en la solapa) una úlcera de estómago con lo molestas que son? ¿Y esa pobre madre, haciendo ganchillo inocentemente en la salita llena de retratos? ¿La verdad? ¿Qué es la verdad? ¿Qué le debo yo a la verdad? ¿Tiene la verdad una madre que haga ganchillo?
¡Oh, Blanche Dubois! Siempre dependo de la amabilidad por los desconocidos.
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