Casi tres billones. Resulta que, auxiliado por un modesto ordenador de sobremesa, el francés Fabrice Bellard ha logrado computar hasta 2,7 billones de cifras del número pi. Una tarea ciertamente baladí que ha ocupado a Bellard durante 103 días y para almacenar cuyos resultados ha precisado de la capacidad de 20 discos duros de tamaño medio. Ha logrado así dejar en paños menores al nipón Daisuke Takahashi, que el pasado agosto se aproximó a pi a una distancia 100.000.000.000 (o 1011) de veces menor; ha condenado asimismo a la cuneta a otro súbdito del país del sol naciente, Yasumasa Kanada, que en 1999 alcanzó la modesta posición de 206.158.430.000. Tampoco impresiona ya la hazaña del precocísimo Colin Percival, estudiante de secundaria que a los diecisiete añitos de edad calculó que el dígito binario (bit) número cinco trillones de pi es nada menos que un cero. Lo que agobia y da sed de todas esta exhibiciones aritméticas, más que el tamaño de números que nos hacen perder todo contacto con la realidad del otro lado de la calculadora, es su notoria inutilidad. El número pi, como todos, posee una dotación infinita de decimales; intentar rebañarlos, conseguir enterarse de que el guarismo que hace el número 21.432.765.356 detrás del entero es un 9 (por ejemplo), no aumenta un ápice nuestro conocimiento de esa misteriosa entidad: equivale, por ponernos agustinianos, a tratar de recoger el océano con una cucharilla de té o de despoblar un desierto grano tras grano de arena. De acuerdo, el logro de Bellard es una solemne tontería, pero ¿por qué nos sobrecoge? ¿Qué hay de enigmático, de solemne, de sobrenatural en esos casi tres billones de signos?
El número pi es francamente interesante. Resulta conocido sobre todo por marcar cierta relación entre el radio de una circunferencia y la superficie total que ocupa, pero no es ese su único protagonismo. En el siglo XVII, se le empleó también para expresar las áreas de un amplio conjunto de arcos, hipocicloides, curvas cúbicas y demás, y recientemente forma parte de ecuaciones donde se describe la conducta de partículas subatómicas, de la luz y de otras muchas cosas que carecen de relación aparente con el círculo. En realidad pi es un número monstruoso, al que acompaña una leyenda algo tétrica. Los pitagóricos, que consideraban los números las únicas entidades verdadera y platónicamente reales y que concedían a los teoremas valor de leyes naturales, quedaron muy intranquilos al aplicar a la práctica ciertas derivaciones del teorema que lleva el nombre de su mentor. Si empleamos el principio de Pitágoras sobre un triángulo cuyos catetos posean el valor 1, hallaremos que su hipotenusa es raíz de 2. Y si tratamos de calcular ese radical nos daremos cuenta de que el número que surge no sólo no es entero, sino que no puede expresarse como el cociente de dos números enteros. El número que surge se demora en infinitos decimales que no siguen ninguna pauta común, que se perpetúan unos a otros en una borrachera de cifras sin ilación... Hipaso de Metaponte, de la cofradía de los hermanos pitagóricos, fue arrojado desde un acantilado por divulgar la existencia de estos números aberrantes, que desde entonces llevan el nombre de irracionales.
La idea espeluzna. Los dígitos de pi, de e, de i, de raíz de 2 pueden extenderse indefinidamente en el espacio y el tiempo sin que respeten ninguna secuencia, o, lo que es peor, sin que nosotros advirtamos que lo hacen. Los números suelen tranquilizarnos porque parece que en su ámbito todo es sereno, definitivo, ático, y contrastan saludablemente con el desorden y la oscuridad de la vida cotidiana, donde dos y dos no siempre suman cuatro. Inquieta y preocupa pensar que existen números no menos irracionales y sin motivo que el individuo que degüella a su esposa para luego arrojarse por un puente, que las cámaras de gas o un tumor escondido. Escribe Pascal que los infinitos espacios vacíos que comienzan sobre su coronilla le llenan de horror; a mí me espantan los infinitos símbolos en que se desgrana este pi, esa hemorragia incontenible, ese galimatías extremo emboscado en el sanctasanctórum de nuestra racionalidad. Repito, la camada de decimales de pi parece huérfana de sentido o estructura, pero puede tratarse sólo de una apariencia, lo cual resulta aún más preocupante: ¿desde qué perspectiva, a través de qué dimensión más alta, empleando qué bárbaro aparato matemático podría cobrar forma este balbuceo? Es decir, ¿cómo percibirá un pez las estrellas?
Las pautas misteriosas abundan. Tomad un papel y anotad un 0. Reemplazad el 0 por un 01, debajo. A continuación, siempre en renglones sucesivos, sustituid siempre el 0 por 01 y el 1 por 10. Es decir, tendréis algo como
0
01
0110
01101001
0110100110010110...
La serie es aperiódica, pero no del todo aleatoria. Posee estructuras muy acusadas de rango corto y largo, y, por ejemplo, nunca presenta más de dos términos adyacentes idénticos. Se llama secuencia Morse-Thue, y figura, evidentemente, un patrón de algo... ¿El qué? Está claro que el pez necesitaría asomarse por encima de la marea, hacia ese aire que significa la muerte.
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