sábado, 27 de septiembre de 2008

Por favor, sea breve


Cuando uno convive con un bebé de tres meses, la lectura se vuelve un ejercicio fragmentario y lleno de baches, como las frases de un tartamudo. Rápidamente comprendemos que la novela río, la saga familiar o el ensayo de largo aliento son terreno vedado, y que las breves islas de tiempo de que disponemos, algunas a horas disparatadas del mediodía o la noche, deben ser aprovechadas con productos de formato distinto. Para colmar esos resquicios con la mayor cantidad de literatura posible, yo suelo tomarla concentrada en pastillas, como si me metiera chutes de vitamina B o me inyectara insulina. Frases cortas, párrafos en ocasiones, entradas de diario, aforismos, cuentos del tamaño de un bostezo, esa forma del exhibicionismo tan de moda en los últimos tiempos y que ahora llaman microrrelatos (Monterroso, que llevaba toda la vida preparando la llegada del género, le dio nombre de pantalón, short-short).

Con el hábito he ido acumulando una especie de almacén de este tipo de lecturas, hacia el que me arrojo en cuanto un hueco me ofrece la ocasión propicia. Me agradó encontrar, por sintonía, un artículo de Savater en El País de hace pocos días en que se definía como gran catador de aforismos y en el que ofrecía algunos de los bocados a los que es más adicto: aparecieron por allí nombres que yo no conocía y otros que sí, como el de Andrés Neuman, y una serie de aperitivos realmente suculentos. El de Carlos Marzal, en un libro titulado Electrones, es caviar puro: “A nadie le resultan demasiado graves sus defectos, en especial el de no considerar sus defectos demasiado graves”. El aviso de Neuman, tampoco desmerece: “No confundir la moral con quienes la defienden” (para interesados, recordar que el autor ejerce como francotirador en el suplemento cultural de ABC con una sección titulada Barbarismos).

Mi botiquín se compone sobre todo de Lichtenberg, a quien conocí por primera vez hace más de doce años, mientras mi tío reformaba su despacho y encontraba que le sobraban una pila de libros los más afortunados de los cuales fueron a dar a mis manos (“Las iglesias siguen necesitando pararrayos”): entre ellos se hallaba una edición amputada y menesterosa de sus apuntes editada por Fondo de Cultura Económica y que en su momento corregí con la de Edhasa, fácilmente accesible al profano y muy recomendable. Además, cuento con Joseph Joubert, en una linda versión, lamentablemente exigua, también de Edhasa y anotada e introducida por Carlos Pujol (“Todo es juego, salvo lo que hace al alma mejor o peor”). Y cómo no, Canetti, en la recopilación monumental de sus Aufzeichnungen preparada por Juan José del Solar para Círculo de Lectores (“Ahorcar tiene ahora toda la delicadeza de pescar con caña”). El resto son quizá más predecibles: Pascal, el Diccionario de Bierce. A todos ellos se añade, desde hace cosa de un par de meses, el demoledor Diario de Jules Renard.

Renard era un tipo antipático, huraño, al que le gustaba que le lamieran los oídos, que necesitaba del aplauso del prójimo aunque ni siquiera pudiera compartir ascensor con él. Su Diario está plagado de reflexiones lúcidas, desesperadas, esperpénticas, con ese tipo de mala leche que sólo otorga la más extrema clarividencia, y es, creo yo, toda una carrera de antropología (por no hablar de literatura y filosofía) comprimida en apenas doscientas páginas. Aún no he terminado de recorrer completa la selección que Joseph Massot e Ignacio Vidal-Folch han agavillado para Debolsillo, y ya me inquieta la sola idea de quedarme sin frases que mordisquear entre horas, cuando entra ese hambre de cosas pequeñas de cada mediodía (probable solución será adquirir la edición completa de La Pléiade después de la inevitable lesión en el bolsillo). Las delicadezas de Renard son infinitas y me resisto a un solo ejemplo: “Yo nací para el éxito en el periodismo, la gloria cotidiana, la literatura abundante: leer a los grandes escritores lo cambió todo. De ahí, la desgracia de mi vida”. “He construido castillos en el aire tan hermosos que me conformo con las ruinas”. “Las personas felices no tienen talento”. “No basta con ser feliz: además es necesario que los demás no lo sean”.

Contraindicaciones y riesgos del medicamento: después de leer muchos aforismos, uno se siente invitado a ser breve y perpetra dos o tres fórmulas presuntamente ingeniosas en el envés de un recibo. Por suerte, Teresa arrambla con todo papel que encuentra sobre el mantel del salón.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Casa de citas, 2: Los dones de la muerte


“Dirigí una última mirada a Dión, sonriente entre sus amigos, y me vino a la cabeza la historia del viejo vencedor olímpico que vio coronados a sus dos hijos en un mismo año de Juegos. ‘¡Muérete ahora!’, le gritaba la gente, queriendo decir con ello que ningún otro momento de su vida podría igualar a aquél. Desde el umbral de la puerta, aunque ya me había despedido, volví la cabeza para echar una última mirada a su rostro severo y feliz. Y desde el fondo de mi ser, una voz que no pude acallar dijo en silencio: ‘¡Muérete ahora, Dión! ¡Muere!’ ”.

Mary Renault, La máscara de Apolo. Traducción de Hernán Sabaté. Barcelona, Círculo de Lectores, 1996, pp. 396-397.



“Había una vez una ciudad —parece que se alude a Siena— cuyos moradores disfrutaban de un caudillo que los había librado del yugo enemigo; a diario deliberaban sobre el modo de recompensarle y no hallaban recompensa que estuviera en sus manos y fuera lo suficientemente grande. Ni siquiera les parecía bastante nombrarle soberano. Un día, por fin, se levantó uno y propuso lo siguiente: ‘Lo mejor sería matarle y venerarle como santo patrono de la ciudad’. Y así hicieron con él, poco más o menos lo que la ciudad de Roma con Rómulo”.

Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia. Traducción de Jaime Ardal. Madrid, Sarpe, 1985, pp. 43-44.