miércoles, 6 de abril de 2011

Los libros que no existen



En alguno de mis últimos posts, comentaba que estos días he andado recorriendo cierto La biblioteca de los libros perdidos, de Alexander Pechmann, amena miscelánea de libros extraviados, imposibles o apócrifos que viene de publicar Edhasa en traducción de Juan José del Solar. Entre sus páginas, el mitómano de la literatura aprenderá de qué diversos y estrambóticos modos perdieron algunas de sus obras Hemingway, Lawrence (el de Arabia) o Lowry (el del volcán), por ceñirnos sólo al ámbito anglosajón, y de qué modo el orbe de las obras escritas abarca sólo una pequeñísima, ínfima parte de todos los libros que podrían haber sido o que son de cualquier manera en alguno de los universos paralelos que nos circundan.

Uno de los capítulos de Pechmann está dedicado, dice el encabezamiento, a “Libros que tal vez no existen”. El quizá está bien puesto, porque siempre resultará más sencillo demostrar la existencia de una cosa que su contrario, pero a efectos prácticos dicho título se dedica a registrar ese enorme y delicioso caudal de libros postizos que ha parido la literatura, sobre todo la fantástica, y que no figuran en ninguna biblioteca de metal, vidrio o madera. Lo que me ha movido a redactar el presente texto es lo exiguo del catálogo de Pechmann. Es decir, el hecho de encontrar que faltan muchos libros inexistentes en el censo del autor. Que, básicamente, se limita a enunciar casi de mala gana el Libro M de los antiguos rosacruces (presente en la misteriosa cripta de Christian Rosenkreutz, como saben bien los lectores de la Fama fraternitatis), el tremebundo volumen en cuarto gótico que recorría Roderick Usher en la fábula de Poe, Vigiliae mortorum secundum chorum Ecclesiae maguntinae, y el largo elenco de títulos malditos nacidos al calor de la fantasía de Lovecraft, empezando por el imprescindible Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred, para continuar con el Culte des Ghoules del vizconde d’Erlette, los Cultos inefables de Juntz y, mi favorito, De vermis mysteriis de Ludvig Prinn. Y eso es todo, amigos.

Esta entrada quiere remediar algunas omisiones demasiado visibles: no todas, porque ya sabemos que la nada es inmensa y siempre puede quedar algún libro recién inventado y sin catalogar, pero sí aquellas ausencias obvias que no sé si el autor habrá traspapelado por prisa, ignorancia o mala fe. Me apresto a enumerar y a remitir al curioso a:

a) El libro mágico de El golem de Meyrink. Un libro que habla, que susurra secretos al oído de quien lo conserva, cuyo poder arcano es capaz de borrar las tenues fronteras entre fantasmagoría y realidad. Athanasius Pernath, orfebre praguense y protagonista de la novela, recibe la visita de un hombre enigmático que le tiende un volumen:

“La cubierta del libro era de metal y los bajorrelieves en forma de rosetas y sellos estaban rellenos de color y de pequeñas piedras. Por fin encontró el lugar que buscaba y me lo señaló. Pude descifrar el título del capítulo ‘Ibbur, la saturación del alma’. La gran inicial, impresa en oro y rojo, ocupaba casi la mitad de la página que recorrí involuntariamente y que estaba descascarillada de un lado. Yo la debía reparar. La inicial no estaba pegada al pergamino como había visto hasta entonces en los libros antiguos, sino que parecía formarse de dos delgadas placas de oro soldadas en el centro y las dos puntas sujetas daban la vuelta a los márgenes del pergamino” (traducción de Celia y Alfonso Ungría. Barcelona, Tusquets, 1995, pp. 21-22).


b) Por estricto orden de aparición: The Approach to Al-Mu’tasim, del abogado Mir Bahadur Alí (Bombay, 1932), en palabras de Philip Guedalla “una combinación algo incómoda de esos poemas alegóricos del Islam que rara vez dejan de interesar a su traductor y de aquellas novelas policiales que inevitablemente superan a John H. Watson y perfeccionan el horror de la vida humana en las pensiones más irreprochables de Brighton”. Les problèmes d’un problème (París, 1917), de Pierre Menard, dedicada a las vicisitudes de la parábola de Aquiles y la tortuga, junto con otras obras no menos intrigantes del mismo autor, entre las que se hallan “una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos” (Nîmes, 1901), “una monografía sobre ‘ciertas conexiones o afinidades’ del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins” (Nîmes, 1903), o “una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull” (Nîmes, 1906). The God of the Labyrinth (Londres, 1933), de Herbert Quain, novela policial que concluye con la frase, situada al final del desenmascaramiento ritual del criminal y las esposas del gendarme, Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido casual. Del mismo autor, April March (1936) y la comedia en dos actos The Secret Mirror (sin fecha ni lugar de edición). Señalar la fuente que menciona todas ellas (más una larga lista que callo) estorba de puro obvio: las páginas postreras de Historia de la eternidad, las iniciales de Ficciones, todo de Jorge Luis Borges.

c) No me detengo en la biblioteca de la abadía de Thélème que rastrea el gigante Pantagruel, ni en el Sartor resartus de Carlyle, ni en Swift, para que no me acusen de facilidad.



d) Gigamesh, de Patrick Hannahan (Londres, Transworld Publishers, s/f), un libro aún más incomprensible, audaz y terrible que el Finnegans wake, donde no hay palabra que no se pueda interpretar de infinitos modos; la Historia de la literatura bítica, editada a cargo del profesor Dr. J. Rambellais (cinco volúmenes, Paris, Presses Universitaires, 2009), que analiza el nuevo género de libros escritos directamente por computadoras (como los del famoso pseudo-Dostoievski, autor de La niña [Dievochka]); o mi libro favorito de todos los tiempos, De Impossibilitate Vitae / De Impossibilitate Prognoscendi, de Cesar Kouska (dos volúmenes, Praga, Statni Nakladatalatvi N. Lit, s/f), que demuestra científicamente, según los principios del cálculo de probabilidades, que la vida de cualquier individuo humano es imposible. Todos ellos son prologados o recensionados en la embriagadora Vacío perfecto o en Magnitud imaginaria de Stanislaw Lem.

e) En su inefable Les livres maudits (París, J’ai lu, 1970, y es de los de verdad), obra que debería ser de consulta obligatoria para todo cazador de títulos raros, estrambóticos o imposibles, Jacques Bergier alude a cierta Orden Negra, sociedad secreta consagrada a la destrucción de libros malvados. Uno de sus principales objetivos es el libro Excalibur, que vuelve loco a quien lo lee y que nadie ha encontrado todavía; al parecer, el escritor de ciencia ficción Lafayette Ron Hubbard llevaba Excalibur en la caja fuerte del yate con que viajaba alrededor del mundo mientras componía sus novelas; muerto él, no sé si el yate se hundiría, pero el libro en cuestión no pudo hallarse: así que, entretanto, forma parte de la nómina de los (posiblemente) ficticios (debo esta referencia a Justo Navarro).

Alguien podría poner sobre el tapete la cuestión final (o inaugural) de para qué preocuparse en redactar estúpidos censos de obras que jamás se escribieron; y yo respondería: para calmar esa vieja ansiedad según la cual nunca tendremos nada que leer cuando se acaben todos los libros de la Tierra. Porque hay más: el futuro está en la nada.

2 comentarios:

Edgar Ferreira dijo...

Estimado don Luis:

Si es de su interés, acá le
hago envío de este enlace,
que refiere una modesta colección de cuentos de mi autoría:

http://www.letralia.com/240/1021ineditos.htm

Que esté muy bien !
Edgar Ferreira Arévalo
enamorado_del_mar@hotmail.com

Caracas, Venezuela

Juan J. Mesa dijo...

Le agregaría a tu recopilación "El libro de arena", del relato homónimo de J.L Borges. Es un texto infinito, sin fin y principio, como la arena. Fue canjeado por un comerciante de biblias antiguas y luego escondido por su adquirente en los sótanos de la Biblioteca Nacional.