lunes, 20 de julio de 2009

(Intermedio: Fly me to the moon)


Cuarenta años después. A pesar de que había prometido dedicar el entero mes de julio a la filósofa más editorial de los últimos meses, no puedo dejar irse este veinte de julio sin recordar que se celebra el cuadragésimo aniversario del primer alunizaje, acontecimiento con el que sueño y sufro visiones desde que tengo uso de conciencia. Yo no estaba todavía allí cuando tamaño acontecimiento tuvo lugar, pero he estado en multitud de ocasiones desde entonces: girando en la órbita con el Apolo XI, sobrevolando el Mare Tranquilitatis, comiéndome las uñas desde el módulo y rebuscando entre los sótanos del ingenio y la inventiva una frase que quedara bien en los libros de historia futuros, lo del pequeño paso, la humanidad y todo eso. En fin, para celebrar este día sin par, se me ocurre incluir aquí un texto no sé si lírico o qué, publicado hace sólo un par de semanas en el suplemento cultural de El Correo Vasco. Nos vemos en unos días para seguir hablando de asuntos más terrenos. Felices plenilunios.



Lunáticos.


Los archivos secretos de la NASA recogen el momento en que el astronauta Neil Armstrong, apartándose del módulo anclado entre las cenizas del Mar de la Tranquilidad, se retira en pos de un cráter que el mapa de la misión no registra. No se sabe muy bien qué es lo que le atrae hacia el rincón donde tiemblan esas formas vagas que la visión sospecha al mirar de reojo, pero Armstrong avanza, braceando en el aire vacío de la Luna como si soñara o estuviera a punto de ahogarse. Por supuesto que Armstrong no dirá nada a su compañero ni hará mención explícita al acontecimiento hasta que se halle cara a cara con el psiquiatra que les aguarda, una vez de regreso, en una habitación acolchada de San Antonio, Texas; considerará preferible, a lo largo de los 384.400 kilómetros del viaje de vuelta, obviar que al flotar sobre un parapeto dentado como la boca de un cocodrilo estuvo a punto de darse de bruces con una niña que jugaba a la comba. Dicho así suena atroz, o ridículo, y fue justamente lo que el astronauta sintió en el momento de sorprenderla, sin que sirvieran de nada los dieciocho meses de severo entrenamiento que había soportado en las salas subterráneas de Cabo Cañaveral. Una niña rubia saltando la comba, con calcetines de hilo idénticos a los que usaba su hermana los domingos para asistir a la parroquia, esa será la imagen que atormentará las concavidades del cerebro de Neil Armstrong hasta el día de desaparecer definitivamente del planeta Tierra. Armstrong no había estudiado Humanidades, porque no es una disciplina que suela exigirse a los tripulantes espaciales: de haberlo hecho, su angustia hubiera encontrado, si no consuelo, al menos una aclaración que la ciencia estricta no podía ofrecerle. En el canto XXXIV de su Orlando furioso, Ariosto narra el viaje del héroe Astolfo a la Luna, donde se hallan, como todo el mundo sabe, las ideas de aquellos hombres a los que abandonó la razón para convertirlos en pobres inquilinos de la soledad y el manicomio. Ese es el motivo de que sean llamados lunáticos y de que al caer la noche, si no se les amansa, aúllen a la Luna hasta desfallecer.

1 comentario:

Porerror dijo...

Vaya! Me ha encantado este post, tan a caballo de la actualidad y a la vez tan poético. Me parece una gran apreciación esa de que las Humanidades no sean "disciplinas que suelan exigirse a los tripulantes espaciales": eso explica tantas cosas...

La anécdota (apócrifa o no: esperaré a verte en persona para preguntártelo) de Armstrong también me ha gustado mucho. Aunque, a la vista de las últimas declaraciones de Aramís Fuster y de noséquién en un artículo de El País del 18/7/09, la solución podría ser más simple: el hombre jamás ha pisado la Luna en realidad, todo fue un montaje.

Un abrazo!