viernes, 18 de abril de 2008

Su patria son las estrellas



Los domingos se celebra en la Plaza del Cabildo, una especie de placita de juguete encajonada entre una fuente y dos pasillos, un mercado que hará las delicias de los arqueólogos, los fetichistas y los enfermos del síndrome de Diógenes (yo quepo en las tres categorías). El material expuesto en los tenderetes pretende ser vagamente histórico, o en su defecto científico: monedas de ayer y de hoy, sellos para hacerse un edredón, cámaras que padecen cataratas, pins, relojes detenidos en un remoto amanecer, cubiertos, basura, mucha basura, que es el nombre que damos a las cosas útiles cuando nos cansamos de ellas. Yendo por este paraíso oxidado la otra mañana, deambulé frente a dos mesas de camping decoradas con fajos de cupones antiguos (no miento) y unos pequeños discos como chocolate mordido que proclamaban remontarse hasta la edad del emperador Constantino. En medio, creo, aparecía el propio Constantino de perfil, o su sombra en un charco, de lejos. Al final, junto a una colección de presuntos fósiles y unas cajitas deliciosamente repletas de minerales que se antojaban bombones, había una decena de estuches con etiquetas que contenían meteoritos. Trozos o lascas de meteoritos, quiero decir.

—¿Y cómo sabes tú que son meteoritos de verdad? —me preguntó Teresa con recelo después de que yo corriera a darle la magnífica noticia al bar de al lado, donde ella me esperaba entre suplemento dominical, café y siete meses de gestación.

—Había una etiqueta —respondí yo—. La etiqueta ponía Meteorito Nosequé, un nombre en inglés, había caído en Sudáfrica. Vale diez euros.

—¿Y si yo cojo una china, la meto en una caja con algodón y digo que es un meteorito? —Teresa pertenece a la escuela de filosofía escéptica— ¿Vale eso diez euros?

Cierto, incontestable. Regresé más tarde al tenderete y miré las lascas en sus cajas con un conato de desilusión que, sin embargo, no llegaba a aguar del todo mi entusiasmo precedente. Cobijé en mi palma durante un instante aquella cosita negra, similar quizá a la cagada de un murciélago o a la larva de un insecto diminuto y seguramente repugnante y creí sentir un vértigo místico: vi cómo aquel fragmento de materia miserable singlaba por el helado espacio exterior, vi cómo atravesaba las órbitas de Saturno y Júpiter y se internaba en el cinturón en que los asteroides juegan eternamente al corro de la patata, lo vi precipitarse en nuestra atmósfera, a él, nacido en sistemas de soles remotos donde se ignoran cosas como los antibióticos y la lluvia, y presencié cómo se deshacía en centellas y polvo antes de caer al suelo.

El coleccionismo, como el amor, como la literatura, precisan de la fe: de una suspensión momentánea de la incredulidad que nos permita confiar en que todavía existen cosas en el mundo (sí, en este gastado mundo) que son posibles. Diez euros no son un precio excesivo para creer.

3 comentarios:

Rosario dijo...

Ese es el sufragio de los sueños a precio de saldo, amigo. Un abrazo.

Manolo Haro dijo...

Fritanga, siempre tan prosaico, necesita saber si finalmente ese pedazo de universo reposa sobre alguna de las baldas de tu hogar.

Luis Manuel Ruiz dijo...

Pues no, querido Fritanga, allá se quedo, en su estuchito como en un ataúd. Pero este domingo o el que viene lo rescato, eso seguro. El pobre, acostumbrado a inmensidades siderales y metido en esa caja.