No ha sido Silverberg el único en aventurar que la decadencia y final extinción del poder romano vino causada por la infiltración de las ideas cristianas en diversos estratos de la sociedad antigua. Para algunos historiadores, el credo de Jesús, que igualaba a hombres libres con esclavos y prometía el paraíso a mansos y a pusilánimes que ofrecían la mejilla opuesta en lugar del puño cerrado, acabó por minar un edificio erigido sobre los ideales masculinos de la resistencia al dolor, la gloria de las espadas y la división de los hombres en lobos y ovejas, los que mandan y los que obedecen. En cuestión de cuatrocientos años, el cristianismo convirtió un robusto estado de hombres de acción en una camarilla de eunucos que preferían las intrigas de los salones al enfrentamiento contra un enemigo bárbaro en las lejanas fronteras de las selvas del norte. Pero en fin, simplificaciones aparte, existieron muchos otros agravantes que contribuyeron a reducir a la loba capitolina al rango de perrito faldero: las crisis de fe de los últimos siglos, la extensión de cultos orientales que volvieron estéril la religión oficial, la inflación, los diversos terremotos económicos y sociales. Si admitimos con Spengler que toda cultura no es más que un organismo vivo, una especie de planta exuberante que en vez de tallo, ramas y brotes cuenta con códigos de leyes y poetas, habría que concluir que Roma creció y se sostuvo durante todo el tiempo en que contó con abono suficiente; luego le sucedió lo mismo que a las macetas de un piso de soltero: terminó por secarse.
Teorías alternativas hay para todos los gustos. Como la que avanza Carlo Maria Cipolla en un libro imprescindible, esa obra maestra de la guasa erudita que lleva por título Allegro ma non troppo. En ella, el economista italiano sugiere que el Imperio Romano se resquebrajó debido a la extinción de su clase dirigente, provocada, a su vez, por el envenenamiento masivo de las familias patricias debido al plomo que contenían los recipientes, platos y vasos, de que se servían para alimentarse. En cierta ocasión el aburrimiento me hizo redactar una reseña bastante pedante de este libro que insisto en recomendar sin paliativos (el libro, no la reseña). La incluyo aquí, con mis disculpas por el tono y la abundancia de citas: los tímidos solemos caer en la tentación de escudarnos en las opiniones ajenas.
Una página puede suscitar muchas clases de felicidad: la de compartir las peripecias insólitas de un protagonista; penetrar en lado cóncavo de un individuo y observar cómo fluctúa esa humareda, su alma; visitar un lugar al que nuestras piernas no tienen acceso; chocar con un pensamiento que alguna vez habíamos vislumbrado, una certeza a la que nos habíamos asomado como a un precipicio; el sabor de una palabra encajada en su hueco justo, de esa palabra que es guante y calcetín; la carcajada. De todas estas, tal vez el humor cause el efecto más duradero: hay párrafos de Rabelais o de Voltaire que parecen escritos ayer. Los años han oxidado sin remedio Don Álvaro o la fuerza del sino, pero ciertos capítulos del Quijote (que, como Sterne nos recuerda una vez y otra, es un libro cómico) conservan un lustre que ya quisieran muchos para sus cucharas o anillos. Esta obrita de Carlo Maria Cipolla es, también, un libro cómico, lo cual no significa frívolo o trivial, sino todo lo contrario: Twain enunció que uno sólo puede reírse de lo absolutamente serio. Su título, Allegro ma non troppo, sugiere ese dictamen; alegres, pero no en demasía, los dos pequeños opúsculos que integran la obra pretenden arrancarnos no sólo la sonrisa, sino también algo de lo que es más costoso desprenderse: una reflexión lúcida, profunda, desinhibida sobre el funcionamiento de las cosas y los hombres. Objetivo hacia el que también apuntaron otras joyas de la literatura humorística como el Cuento de una barrica o Cándido.
La primera de las dos piezas que agrupa el volumen, “El papel de las especias en el desarrollo económico de la Edad Media”, lleva a sus últimas consecuencias de arbitrariedad una variante de análisis muy popular en los años setenta, en que está fechada, y que fue practicada sobre todo por los estructuralistas. Igual que Foucault había afirmado en Les mots et les choses que la historia de Occidente consiste en el entrecruzamiento de una serie de ideologías subterráneas que desaguan en la literatura, la política o la ciencia, Cipolla plantea que cierta serie de acontecimientos cruciales de nuestro pasado vinieron motivados por factores oscuros, marginales, oblicuos, a los que hasta el momento no se ha prestado la atención debida. La conclusión del texto es que toda teoría, que por fuerza se basa en abstracciones, conexiones y analogías entre fenómenos extraídos de ámbitos diversos, conduce finalmente al disparate: sátira de la erudición posmoderna, “El papel de la especias…” viene también a advertirnos que, por ejemplo, las genialidades que sobre el origen extraterrestre de las civilizaciones alumbró Erich von Daniken no están tan alejadas como creemos de muchos estudios que se presentan solemnemente en las universidades. Y que pueden dar lugar a barruntos similares a los que Cipolla avanza: que la caída del Imperio Romano fue motivada por la extinción de la clase aristocrática, envenenada por el exceso de plomo de los recipientes en que se alimentaba; que la explosión demográfica del siglo XIII dependió de la importación de pimienta, producto afrodisíaco; que la Guerra de los Cien Años tuvo su causa en un litigio entre los reyes de Francia e Inglaterra por los viñedos de Borgoña.
Del terrible rigor de la segunda parte, “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”, creo que nadie dudará: las definiciones, los corolarios, las expresiones more geometrico e incluso los diagramas acrecientan el efecto paródico de un texto que, a pesar de la forma, conserva un inevitable lecho de pesimismo y derrota. Que el mundo está gobernado por imbéciles y que siempre existe uno dispuesto a desbaratar los planes de reforma que quieran emprenderse son ideas que hubiera firmado Schopenhauer y que, por desgracia, el mundo patrocina con hechos demasiado a menudo. Pero quizá la obra maestra de comicidad y burla del libro se encuentre en su prólogo: en una acrobacia última de ironía, Cipolla advierte al lector que todo lo que va a recorrer es humor sano y gratuito, y que la más alejada de sus pretensiones radica en herir a nadie. “El humorismo es distinto de la ironía —leemos en las páginas iniciales—. Cuando uno es irónico se ríe de los demás. Cuando uno hace humorismo se ríe con los demás”: y el rizo del rizo consiste en asegurar que un escrito que se dedica a escarnecer los métodos de investigación universitarios y a lamentarse del número de estúpidos que pululan por la Tierra no pretende hacer ironía, sino ganar amigos. Un capolavoro de la carcajada, que diría Vasari.
No hay comentarios:
Publicar un comentario