He pasado la mayor parte de la noche de hoy en vela. Y no, como podría pensar alguien, a causa del estruendo de los cohetes, las bocinas y los altavoces de los coches que pasaban al otro lado de mi ventana, exaltados por el fervor patriótico: sino, precisamente, por el intento de prestar a dicho fervor el cauce más adecuado. Estos muchachos, estos héroes intachables, estas glorias de nuestra historia nacional se merecen una recompensa sin parangón. Nos han hecho los mejores. Ahora somos los mejores del mundo, como no cesan de recordarnos por la radio. Ahora el universo entero ha cambiado: todo es distinto. Acabamos de asistir a ese tipo de experiencia que Rudolf Otto calificaba como das Heilig, lo sagrado: nuestra venial existencia profana acaba de intersecar con algo enorme y terrible, supersencial, perteneciente a una dimensión más alta. El héroe. El dios. En esto y no en otra cosa, subraya Eliade, consiste la hierofanía: en el encuentro fortuito del hombre con algo que le supera en el plano metafísico, que amplía su dimensión de la realidad.
Después de mucho pensar hasta el alba, he llegado a la conclusión de que tamaña aportación a nuestras pobres vidas sólo puede ser remunerada a través de dos medios (más complementarios que excluyentes). Lo único que podemos, que debemos hacer con estos muchachos es:
A) Matarlos. “Había una vez una ciudad —parece que se alude a Siena— cuyos moradores disfrutaban de un caudillo que los había librado del yugo enemigo; a diario deliberaban sobre el modo de recompensarle y no hallaban recompensa que estuviera en sus manos y fuera lo suficientemente grande. Ni siquiera les parecía bastante nombrarle soberano. Un día, por fin, se levantó uno y propuso lo siguiente: ‘Lo mejor sería matarle y venerarle como santo patrono de la ciudad’” (Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia. Trad. de Jaime Ardal. Madrid, Sarpe, 1985, pp. 43-44).
B) Comérnoslos. Como señala C. G. Jung (Símbolos de transformación, capítulos V y VII), en todo comportamiento irracional de la masa anida un instinto atávico de canibalismo: el individuo pierde conciencia de su identidad y se suma al impulso generalizado de desgarrar, devorar, trocear. Así se explica el despedazamiento de Penteo por las bacantes en la tragedia de Eurípides, la división del cuerpo de Osiris que Isis debe ir recomponiendo en su festival anual e, igualmente, la eucaristía cristiana: en la misa, Cristo es despedazado y devorado en forma de hostia.
Propongo formalmente, por tanto, que en honor a los servicios prestados a nuestras vidas miserables, estos muchachos sean ejecutados y devorados en público banquete, ante el altar del balón.
2 comentarios:
Jo, jo, jo...! La ironía: mi tropo favorito.
En verdad podíamos comérnolos en solemne acto, porque son la hostia. Anoche disfruté del espectáculo de los coches por la avenida; la comunión a través del claxon, envidiando a todos aquellos capaces de olvidar la propia identidad y sumarse a ese terrible monstruo sin cabeza.
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