martes, 2 de marzo de 2010

Tuning Hawking




Pantes anthrópoi tou eidénai oregontai fusei

Aristóteles, Metafísica, I, 980a


Según os comenté la semana pasada, últimamente me cuesta la propia vida dedicarme a leer ficciones. Al rato me aburro, o empiezo a acordarme de un cuadro muy hermoso que contemplé en cierta pared, o me ronda la idea de hacerme una ensalada para cenar esta noche, y tanto la trama como los personajes se me diluyen igual que el aceite y el vinagre entre los festones de la lechuga. De manera que de un tiempo a esta parte (antes también lo hacía, pero ahora más y mejor), me dedico a leer ensayos, y en concreto ensayos de divulgación científica. Me parece percibir que alguno de vosotros eleva la ceja de su ojo izquierdo con recelo: ¿es que este ha cambiado Quimera por el Muy interesante? ¿Y los deterioros cerebrales que podrían seguirse de semejante canje? Amigos, me gustaría defender aquí, ante toda la humanidad, el muy meritorio género de la divulgación científica. Porque ¿hay algo más posmoderno que tunear la sillita de ruedas de Stephen Hawking?


Los franceses emplean el término algo ofensivo de vulgarisation; y no se refieren (o no sólo) a meter zombis en Pride and prejudice o a trocear a Tolstoi en tres o cuatro cómodos capítulos que digerir por televisión los viernes por la noche: es el calificativo que se otorga a un tipo de género literario cuyo fin confeso es difundir, o democratizar, los conocimientos científicos comúnmente limitados a un cenáculo de especialistas. Para entendernos, en castellano se le ha dado el nombre algo menos venenoso de divulgación, y confieso que se trata de uno de mis géneros favoritos.


Mueve un tanto a sospecha, o huele mal, que muchos de los principales divulgadores científicos (pienso en Stephen Jay Gould) comiencen invariablemente sus obras tratando de disculparse por lo que hacen y de convencer al respetable de que su labor es perfecta e intelectualmente legítima: hace pensar que el propio divulgador considera que la divulgación es pura chatarra. Y no, no lo es. La difusión de la cultura a todas las capas de la sociedad (a todas aquellas que posean unas mínimas nociones de alfabetismo) constituye uno de los pilares fundamentales de la Ilustración, aquel viento de cambio sin el cual hoy no seríamos (no todos) lo que somos. Ya dijo Aristóteles que si el conocimiento no es universal, si no puede compartirse, comunicarse, grabarse en alguna parte, no es conocimiento en absoluto. Descartes y Galileo, en el siglo XVI y en el XVII, decidieron redactar sus grandes tratados sobre Física y Metafísica no en el latín de las academias, que precisaba de bisoñas anteojeras para ser desentrañado, sino en la lengua vernácula del verdulero y la taberna: escribían no para el docto, sino para el vulgo. En general, escribir para la gran mayoría (sea poesía, novela, teatro o ciencia) lleva aparejada una muy mala prensa, porque ciertos prejuicios petits bourgeois nos han convencido de que lo bueno, lo exquisito y lo valioso sólo pueden pertenecer a la selecta minoría que esquía en Baqueira-Beret y timonea un yate. Pero el gran hombre, como pone en no sé qué tratado chino de la época clásica, no es el que pronuncia soliloquios en la soledad de su cuarto, sino el que estremece multitudes.

En un artículo que respira una atmósfera enrarecida y algo cómica de derrota, George Steiner enuncia que, pese a la abundancia de metáforas y correlatos que suelen emparentarlos, ciencia y literatura (entendida como el arte de expresarse mediante letras) no pueden traducirse la una a la otra. El vulgo, dice Steiner (y ojo a la palabra, porque define muy bien desde donde nos habla), emplea alegremente, en la parada del autobús y la tribuna del periódico, la expresión relatividad: aunque dicha noción se haya trivializado, se haya aplicado a multitud de situaciones diversas desde el encuentro entre culturas hasta la psicología de la pareja, nunca nadie fuera del orbe de las matemáticas (ciencias inefables) entenderá de veras qué quería decir Einstein cuando forjó el mismo concepto. En suma, que nadie, salvo un físico de alto nivel, entenderá jamás lo que significa la teoría de la relatividad, por mucho que se lo expliquen (precisamente porque se lo expliquen) recurriendo al lenguaje coloquial. En fin, digo ya, con todos los respetos por George, que a mí esto me resulta una soberana memez. Es verdad que sin el debido andamiaje matemático y sin el manejo de una serie de nociones clave que pertenecen a ciencias abstrusas que no se hallan al alcance del ciudadano medio no se puede captar en toda su complejidad lo que dicha teoría enuncia; pero de ahí a afirmar que es, per se, incomprensible, y que debe permanecer encerrada en el limbo del especialista, hay, creo yo, mucha distancia. Por laberínticas que sean las cosas puede intentarse a ellas una aproximación mediante la palabra (es decir: por personal que resulte una emoción o un pensamiento, siempre podemos intentar ponerlo en común). Es más, opino que la vulgarización (traduzco literalmente del francés) o el intento de simplificar una cuestión nos permiten comprenderla o penetrar en sus recovecos con mayor profundidad que cuando nos limitamos a la jerga cuneiforme del laboratorio o del despacho. Como docente que soy, confieso que nunca acabo de entender más cabalmente algo (y explico a Hegel, a Heidegger y a Foucault, que ya es) como cuando lo trituro, destilo y sublimo para que pueda captarlo quien no posee ningún conocimiento previo de la cosa. Me anima el principio de Aristóteles con el que he abierto este post: Todos los hombres desean por naturaleza saber. Que es algo parecido a aquello con que nos torturaba Mercedes Milá en los tiempos de la Televisión Única, lo de queremos saber y todo eso. En fin, amiguitos, como decían en Königsberg: Sapere audete.

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