sábado, 24 de enero de 2009

Queremos tanto a Edgar




Aprovechando aquello del Pisuerga y que el lunes pasado se celebró el segundo centenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, espigo a continuación una serie de motivos por los que, según mi modesto criterio, todo el mundo debía admirar a este numen de la literatura de mesilla de noche, de esa que no nos permite dormir y constituye una de las variantes de la felicidad en estado puro. Los motivos son:

1. Biográficos. Indirectamente, a través del rodeo de su albacea y de su traductor, Poe se convirtió en el primer escritor moderno. Digo: en el primer escritor dionisíaco, maldito, condenado, decadente, terrible, consumido por su obra. Da igual que ese marchamo publicitario se correspondiera o no con la realidad: lo importante es que la pléyade de escritorzuelos y de aspirantes a poetas que vendrían después lo tomarían como modelo y considerarían que para convertirse en genio es preciso el trámite previo de la borrachera, la maldición y el asco. No negaremos que algo había en el alma de Poe que tendía a aquellas oscuridades (vid. El demonio de la perversidad, donde el autor confiesa un tanto cándidamente que los precipicios son una tentación a la que a duras penas puede resistirse cada vez que bordea un camino de montaña); pero el retrato que presentan de él Rufus Griswold (dipsómano irredento desprovisto de voluntad, enamorado de niñas con las que no consuma el acto carnal, lumpen de la literatura) o Charles Baudelaire (genio incomparable que comprendió que para zambullirse en las profundidades más sórdidas del alma humana es necesario un curso práctico de absenta y prostíbulos) es más un mito propagandístico, con excelente fortuna, eso sí, que otra cosa. Poe puso la primera piedra de Rimbaud, del París de fin de siglo, de las Confesiones de un inglés comedor de opio, de Oscar Wilde, de los beatniks. Sin él no tendríamos Malasaña ni Alameda de Hércules.

2. Terroríficos. Poe no es el primer autor que tomó lo horroroso como argumento literario, pero sí fue el primero en elegir lo truculento. Según ciertos críticos, esa predilección, casi involuntaria, por los detalles más escabrosos y turbios de la vida, le provenía de una disfunción a la altura del carácter que también arruinó su destino como persona (vid. supra, punto 1). Es verdad que la obra de Poe tiende casi patológicamente a lo retorcido, a lo perverso y a lo fúnebre, e incluso cuando intenta ponerse satírico (pienso en Hop-Frog o El rey peste) le salen cosas de un inquietante color a ataúd o fosa. Sus contribuciones al género de terror, o fantástico en general, son inagotables: los emparedados de El gato negro o El tonel de amontillado, las mujeres resucitadas (¿latencias edípicas?) en Ligeia, Morella, La caída de la casa Usher, la obsesión por el entierro prematuro, el retrato de la mente malsana que roza la locura, esa forma del horror asequible a todo hijo de vecino (¿qué decir de una obra maestra como El corazón delator?) hicieron justamente a H. P. Lovecraft reconocer a Poe como el mayor terrorista literario de todos los tiempos y su mentor espiritual. Sin Poe, sin ese final pasmoso de El relato de Arthur Gordon Pym, Lovecraft no habría ideado su oscura mitología sobre Chtulhu y Yog-Sototh; sin esa mitología, R. E. Howard no habría fabricado a Conan el cimmerio, entre otras sombras; sin Conan, con el permiso de Frodo, no habría fantasía heroica en nuestras librerías.

3. Analíticos. Un rápido examen de los textos menos visibles de Poe, en especial sus artículos y sus notas de lectura, nos hace entrever, quizá, a un acomplejado que buscaba demostrar su superioridad en un ambiente hostil sobrevalorando sus dotes intelectuales. Sin duda, esas dotes existían, aunque no sé si en el grado superlativo que el propio Poe pretendía. Según él, era capaz de dominar media docena de lenguas, entre antiguas y modernas (inglés, francés, alemán, español, latín, griego...), pero luego cometía errores de bulto que mueven a una sonrisa de ironía (cuando vio que un volumen alemán de no sé qué especialidad estaba firmado por Maurice und Andern lo corrigió por Maurice und André); y durante toda su vida le gustó citar obras extrañas, desusadas, apartadas del acervo común de los lectores para mostrar lo exótico de su cultura, aunque es dudoso que hubiera leído la mayoría de ellas. En cuestiones analíticas parecía estar bien dotado. Es legendaria su capacidad para descifrar criptogramas, que le llevó a retar a los lectores del Graham's magazine para que le enviaran cualquier tipo de mensaje cifrado en cualquier idioma occidental con la promesa de desentrañarlo en tres días (lo consiguió siempre, aunque no sabemos cuántos acabaron en el silencio de la papelera), así como su interés por la criminología y la resolución de asesinatos enigmáticos. Todo ello le condujo, aparte de fantasías sobre tesoros escondidos (hay un momento maravilloso en la vida de todo adolescente que es el encuentro con El escarabajo de oro), a la invención de su sosias parisino, ese borroso caballero llamado Auguste Dupin. En Dupin, una silueta sin contorno que pasea por un París fantasmal del brazo de un individuo sin nombre (nunca llegaremos a conocer la identidad del narrador en primera persona), están ya Sherlock Holmes, y el padre Brown, y Hercules Poirot, y todo el caudal inagotable de la literatura policíaca que ayudará a sobrellevar el insomnio a los hombres del siglo XX. Al parecer, Dupin se encontraba más cerca de Poe de lo que se podría suponer a primera vista. La leyenda afirma que El misterio de Marie Rogêt está inspirado en un caso real, el de la muerte de la prostituta Mary Rogers, resuelto a distancia por el propio Poe con el único recurso de las noticias de los periódicos. Por lo demás, artículos como El jugador de ajedrez de Von Kempelen o el divertidísimo El principio poético, donde pretende convertir la composición de un poema en una especie de cálculo matemático, ayudarán tal vez a alcanzar un panorama completo de las aptitudes de Poe en materia de análisis. Probablemente alguna vez pensó que su corazón y su hígado podían ser órganos arruinados, pero que su cerebro, por el contrario, gozaba de una salud de metal.

4. Nostálgicos. Este tipo de motivos penetran ya en la historia personal de cada uno y para hallarlos es necesario mirarse por dentro, en concreto hacia esa región de la memoria donde se guarda el fin de la infancia. Antes he dicho que existe un momento crucial en la vida de toda persona que es el encuentro con El escarabajo de oro; quiero creer que en el futuro, a pesar de la invasión de las computadoras y el plasma, los adolescentes, mi hijo sin ir más lejos, todavía disfrutarán de esa epifanía que es enfrentarse, con el solo testimonio de una mesilla de noche, a los relatos de Edgar Allan Poe. Digamos que es noche de verano, que los grillos crujen al otro lado de la ventana abierta, que en el salón suena el murmullo de una televisión somnolienta y desde las páginas amarillas de un libro de bolsillo una sombra se asoma al dintel de una casa arruinada... El resto son dulces pesadillas y dos volúmenes traducidos por Julio Cortázar de felicidad a mano armada.

Va por usted, maestro.

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