jueves, 22 de abril de 2010

El corazón mecánico


Dieciséis de abril de 1874. El día en que Jack nace en la colina de Edimburgo hace tanto frío que los pájaros se congelan en el aire y caen muertos sobre las aceras con un golpe de felpa. La encargada de traerlo a la Tierra es la Doctora Madeleine, una medio bruja que vive en un caserón invadido por la humedad donde el polvo y la herrumbre comparten las habitaciones y los gatos padecen reuma. Por allí suele pasear también Arthur, un antiguo oficial de policía alcohólico con una prótesis de metal en lugar de columna vertebral: dicha prótesis puede usarse a modo de xilófono (o glokenspiel) para entonar When the Saints go marchin’ in. La Doctora Madeleine se gana el sustento ayudando a alumbrar a las prostitutas de la ciudad y encargándose de los niños abandonados: Jack será uno de ellos. Pero en el momento del tránsito surgen problemas; el niño es pequeño y blanco, está débil; sucumbirá a menos que Madeleine lo someta a una cirugía de urgencia. Que consiste en lo siguiente: en injertar un reloj de cuco en el pecho del recién nacido para que su mecanismo refuerce el funcionamiento defectuoso de su corazón. Un reloj al que habrá que dar cuerda todas las mañanas.


“Madeleine recorta la piel de mi torso con grandes tijeras serradas. El contacto de sus dientes minúsculos me hace un poco de cosquillas. Ella introduce el pequeño reloj bajo mi piel y comienza a conectar los engranajes a las arterias del corazón. Es algo delicado, nada debe salir mal. Utiliza su sólido hilo de acero, muy fino, para fabricar una docena de minúsculos nudos... Luego se pone a recoser mi pecho al estilo de un gran modista; no se diría que tengo una herida, sino que mi piel ha envejecido... La esfera está protegida por un enorme esparadrapo.

Cada mañana será necesario darme cuerda con ayuda de una llave. Sin la cual yo podría quedarme dormido para siempre” (pp. 16-17, la traducción es mía).


El curioso caso se relata al inicio de La Mécanique du Coeur de Mathias Malzieu (Éditions J’ai lu, 2007, editado en castellano como La mecánica del corazón, Mondadori, 2009), una pequeña fábula sobre el aprendizaje del amor adobada con ingredientes crueles donde el lector encontrará restos de Neil Gaiman, Edward Gorey y Tim Burton. A lo largo de toda la novela, Little Jack sufre infiernos sin cuento a causa de su precario corazón: las pasiones, las glorias y los abismos del amor podrían dañar sin remedio ese órgano ortopédico y arrastrarle a la muerte. Por eso cuando se prenda enardecidamente de Miss Acacia, una bailarina de flamenco afincada en Granada (en la Granada fantástica del romanticismo, Merimée y los viajes de George Borrow) sucede lo inevitable: el reloj de su corazón comienza a atrasar o a adelantarse sin freno y su madrastra, la vieja Madeleine, ha de amonestarle con severidad, hasta la amenaza. La idea de un corazón mecánico, parecido a un juguete, que precisa que le den cuerda una vez y otra y que emparienta a su propietario con la bomba de relojería y el carillón aparece ya en otra parte. En concreto en uno de los libros más sabrosos y estimulantes que un adicto a la literatura fantástica puede visitar, el espléndido La ville-vampire, publicada por Paul Féval en 1873.



En dicha novela, entre peripecias desaforadas y homenajes cargados de ironía a los principales clichés del género gótico, se nos describe el viaje que realiza Ann Radcliffe (sí, la mismísima autora de Los misterios de Udolfo) en compañía de unos camaradas de armas a Selene, también llamada el Sepulcro, la Ciudad Vampiro. En un cajón de metal transportan al inicuo señor Goëtzi, vampiro de alcurnia; su intención es hacerle recuperar fuerzas y rescatar así a un amigo condenado por él (la trama es compleja). Goëtzi viaja aletargado en el cajón, reducido casi al estado de momia. Y ello porque, como muy bien explica uno de los personajes en cierto pasaje,


“... siempre que un vampiro es herido profundamente, de una forma que supondría la muerte para cualquier ser humano, terminará por dirigirse hacia el Sepulcro. Su existencia puede padecer, en efecto, crisis que nunca suponen la muerte, aunque son muy semejantes a su verdadera destrucción. En diferentes lugares de la Tierra han sido encontrados reducidos al estado de cadáver, aunque su carne permanecía fresca y tierna, y el mecanismo que tienen en el lugar del corazón continuaba bombeando un líquido cálido y rojo. Cuando llegan a ese estado, están a merced de cualquiera... No pueden realizar ningún movimiento para defenderse, hasta que la suerte traiga a su lado al sacerdote maldito que tiene la llave, la única con la que se puede dar cuerda al mecanismo de su vida aparente. Para ello, el sacerdote debe introducir la llave en un agujero que todos ellos presentan en el lado izquierdo del pecho, haciéndola girar... El señor Goëtzi se encuentra precisamente en esa situación. Necesita urgentemente que alguien le dé cuerda” (Féval: La ciudad vampiro. Traducción de Jacobo Rodríguez. Madrid, Valdemar, 1998, pp. 126-127)


No concluye ahí la filiación de la novela de Malzieu con otros grandes hitos de la literatura fantástica. Existe una quizá aún más obvia que la que acabo de señalar, y que tiene que ver con el orbe crepuscular de esos remedos y sombras de los seres humanos que fueron los autómatas. Antes del robot, antes de Terminator, HAL 9000 y un siniestro futuro poblado por monstruosidades mecánicas, existió esta otra criatura, amable y tenue, que distraía las sobremesas con su música o animaba los joyeros con cristalinos pasos de baile. Además de implantar un corazón de cuerda en el costado de Jack, la doctora Madeleine es especialista en artefactos ópticos. De hecho, cuando Jack se marcha a Granada en busca de su amor imposible, Madeleine le entrega un ramo de gafas; Miss Acacia, conocida como “la bailarina que va dándose golpes por ahí”, es miope y el regalo no puede resultar más idóneo. Al menos, en apariencia.


“Saco el ramo de gafas de mi bolsa, se lo tiendo concentrándome en no temblar. Tiemblo de todos modos, el ramo resuena.

Ella hace mueca de muñeca enfurruñada. En ese gesto pueden esconderse tanto la sonrisa como la cólera, no sé a qué atenerme. El ramo es pesado, no ando lejos del calambre ni del ridículo.

—¿Qué es?

—Un ramo de gafas.

—No son mis flores preferidas.

A la orilla del mundo, en alguna parte entre su mentón y la comisura de sus labios, una microscópica sonrisa despunta” (Malzieu, op. cit., ed. J’ai lu, p. 74. La traducción es mía).


Resulta que la doctora no es la única dotada tanto para la mecánica como para la confección de instrumentos ópticos. También poseía las mismas aptitudes el infame Coppelius, o Giuseppe Coppola, “mecánico piamontés” que hundió en el terror y la locura la infancia del desdichado Nathanael. Nathanael presenció, oculto tras una cortina, cómo su padre moría debido a la intervención del maldito Coppelius, al que él identificaba con el Hombre del Saco. Años después, cuando ese episodio ya había quedado casi borrado en las brumas de su memoria, un desconocido de aire siniestramente familiar se persona en su habitación ofreciéndole lentes en un acento que casi equivale a la jerigonza. Estoy hablando, naturalmente, de la cumbre de la literatura de autómatas: Der Sandmann, de E. T. A. Hoffmann, aparecido por primera vez en 1816.


“—No compro barómetros, querido amigo. ¡Váyase!

Pero Coppola entró por entero en la habitación y dijo con voz ronca, mientras torcía la ancha bocaza en una fea risa y sus ojillos chispeaban punzantes bajo las largas pestañas grises:

—¡Eh, nada de barómetros, nada de barómetros! Tambén teng’h’mosos ocos... h’mosos ocos...

Horrorizado, Nathanael gritó:

—Hombre insensato, ¿cómo puedes tener ojos?

Pero en ese momento Coppola había puesto a un lado sus barómetros, había metido las manos en los anchos bolsillos de la levita y sacaba anteojos y gafas, que puso sobre la mesa.

—¿Eh... Eh...? ¡Gafs, gafs para poner en las narices, estos son mis ocos, h’mosos ocos!

Y diciendo esto sacaba más y más gafas, de manera que toda la mesa empezó a brillar y centellear de forma extraña. Mil ojos temblaban y miraban convulsivamente y se fijaban en Nathanael; pero él no podía apartar los ojos de la mesa, y Coppola ponía en ella cada vez más gafas, y las llameantes miradas saltaban en loca confusión, disparando sus rayos sanguinolentos al pecho de Nathanael. Presa de loco espanto, gritó:

—¡Basta! ¡Basta, hombre terrible!” (Hoffmann: Cuentos. Edición de Ana Pérez y Carlos Fortea. Madrid, Cátedra, 2007, pp. 303-304)


Esas lentes terminarán por conducir a Nathanael a la perdición. Cuando finalmente acepta una de ellas y se las coloca en la cara, el joven comienza a encontrar atractiva a la misteriosa Olimpia, la vecina que cada tarde permanece quieta en la ventana del edificio de enfrente, hasta que la pasión se inflama en su interior. Lo único que encuentra inquietante en Olimpia son sus ojos: “Sólo los ojos le parecieron extrañamente rígidos y muertos”, como si fueran de vidrio. Y es que resulta, como sabe bien todo aquel que conozca el relato, que Olimpia es en realidad un autómata y que Nathanael ha abandonado a Clara, su amor de carne y hueso, por una réplica mecánica. Igual que Little Jack, en la novela de Malzieu, había reemplazado su corazón, ese órgano infiel y débil, por un sucedáneo cargado de tuercas y muelles. La naturaleza puede ser sabia: pero para enmendar sus faltas de ortografía está la llave inglesa.

1 comentario:

Juan Carlos Palma dijo...

Después de tu entrada, me apresuraré a leerme el libro de Malzieu, del que tan bien me habían hablado. Me encantó tu entrada sobre el Museo. Por cierto ¿sabemos algo nuevo de tu libro de cuentos? Un abrazo