sábado, 25 de septiembre de 2010

Sobre el viaje, y 3: yo estuve allí



“La mayoría de las veces no queremos saber sino para hablar de ello. No viajaríamos por los mares para no mencionarlo jamás, por el puro placer de ver, sin la esperanza de comunicarlo” (Blaise Pascal, Pensées 152-77. Paris, Bookking International, 1995, p. 66. La traducción es mía).

En realidad, el viaje es lo que menos importancia tiene de todo, el envoltorio de la chocolatina, la punta del iceberg. La experiencia física del viaje, el periplo, es sólo un trámite farragoso para lo que viene luego, lo verdaderamente crucial: la narración del viaje. Viajamos para contarlo. Viajamos para describir a nuestras amistades, que escucharán nuestras descripciones con los labios debidamente ovalados, las bellezas de la cúpula de San Marco y las curiosos rituales del sincretismo cubano. Imposible disfrutar cualquier experiencia de primera mano, en un primer grado: conforme una vivencia se produce, va procesándose y siendo narrada por una segunda voz que se dirige a una audiencia imaginaria. Esa audiencia terminará por ser la familia y los amigos, pacientemente colocados frente al álbum de fotos o la pantalla del ordenador. Vivir es contar, reunir material que contar, y el viaje, sobre todo el viaje, no escapa a esa lógica confesional. No veo un cuadro, sino que sé que lo veo; no descubro una ciudad, sino sé que la descubro. Somos documentalistas continuos de nuestra vida, tomamos recursos perpetuos de una película que jamás llegará a filmarse. Pero cuyo guión repasamos y repasamos en la oficina solitaria de nuestro cráneo.

Es obvio. Lo importante, en vez de viajar, radica en ofrecer testimonio del viaje. Una vez, no sé dónde, me encontré con una mesnada de japoneses en un museo que no miraban las pinturas. Preferían, en vez de acercarse a ellas, filmarlas con sus cámaras. Experimentarlas no tenía valor; lo único esencial era recogerlas, llevárselas en un depósito, poder decir que habían estado delante de ellas. Hagámonos cargo: el disfrute de la gran mayoría de nuestras experiencias depende del hecho de ser conscientes de que dichas experiencias están teniendo lugar. Yo miro la Capilla Sixtina y puedo gozar mucho de sus formas, composición y colores, pero lo hago doblemente cuando sé que aquello es la Capilla Sixtina y de que yo estoy allí, en Roma, debajo de los gigantes y las sibilas. Por tanto, el momento culminante de todo viaje es el regreso; aún más: el momento cumbre es el recuerdo del viaje, su exposición a los otros. Uno no viaja para uno, viaja para los demás.

Llegado a esta conclusión, que el viaje sólo consiste en la acumulación de memorias exóticas que presentar a las visitas a la hora del café y la pasta, me pregunto si habrá algún método de conseguir lo mismo sin necesidad de cansarse. Sin jet lag. Sin mostradores de embarque. Sin síndrome de la clase turista. Sin madrugones, sin compañeros insufribles en la tapicería de al lado. Y me digo que sí. Lo mismo nos daría que una multinacional de la neurología nos implantase un parche de memoria artificial en aquella parcela del cerebro que se encarga de informarnos de lo que somos y de lo que hacemos y de dónde estuvimos anoche, un injerto con un recuerdo especioso de que estuvimos en Florencia y de que todo fue maravilloso en aquella ciudad de artistas y turoperadores. Ya, eso se ha inventado: es Total recall, la película de Paul Verhoeven que Arnold Schwarzenegger protagonizó en 1990.

Pero existen otros modos menos sofisticados de hacerse con recuerdos artificiales. Hay cierta antología de cuentos de Enrique Vila-Matas publicada en 1994 que lleva el revelador título de Recuerdos inventados. Y es que la literatura es, par excellence, el arte de injertar vivencias falsas en el cerebro de los pacientes. Por tanto, leer o soñar (que es leer con la luz apagada) constituyen alternativas cómodas y eficientes al viaje que ningún vago como este servidor dejará de apreciar. ¿Y todo esto a qué venia? Sencillamente a lo siguiente: a que este verano he viajado, sí, pero las distancias que he cubierto se miden en párrafos en vez de leguas. Todas las mañanas me despierto con las botas manchadas de barro.

5 comentarios:

Pascu dijo...

Un buen libro puede cambiarnos tanto como un buen viaje. Casualidades de la vida, estoy leyendo "En el camino" de Jack Kerouac.

Muy interesante tu ensayo en tres entregas. Después de esto me acuerdo de aquellas primeras clases de filosofía, en BUP, cuando según Parménides todo movimiento era imposible. Creo que tiene parte de razón.

maikix dijo...

Excelente trilogía. Comparto totalmente tu opinión. Como esta práctica (viajar para contarlo) se ha extendido como la pólvora, empeñándose hasta las cejas si es necesario, ahora se trata de hacer el viaje más exótico, lejano o extravagante, para distinguirse de los demás.
Un abrazo.

alberto y migue dijo...

"Todo es la imagen -piensa-, y como el mundo es nuestra representación, la vida apagada de una monja es tan intensa como la vida tumultuosa de un gran industrial norteamericano" Azorín; La voluntad.

Luis Manuel Ruiz dijo...

Queridos amigos: al fin y al cabo, lo único que pretendía, amén de hacer un análisis más o menos inoportuno sobre el vicio del viaje (que en su día compartí, pero no desde que cuido niños pequeños), es reivindicar esas formas alternativas de visitar otros cielos que son el sueño o la literatura (o el sueño literario, o la literatura onírica, que todo es lo mismo). He visto muchas cosas, pero no con mis ojos de carne, sino con otros que no necesitan colirio. Gracias por vuestra fidelidad.

Elena Rius dijo...

Muy buenas reflexiones, toda la trilogía. Me temo que todos somos un poco presas del "síndrome del japonés", sobre todo desde que existen las cámaras digitales. Creo que a veces convendría dejar la máquina de fotos en casa y dedicarse sólo a absorber lo que vemos. Respecto a libros de viajes, te recomiendo encarecidamente los de Patrick Leigh Fermor. Eso sí que es viajar, a pie, además, que es el ritmo natural del hombre y el que permite un contacto más estrecho con los paisajes y las personas.